Pocos jóvenes católicos, muy pocos, son los que asisten a Misa con frecuencia los días de semana. Aunque hay algunas situaciones notables -como las que se aprecian en ciertos campus universitarios en los que cientos de estudiantes participan cada día de las liturgias- el panorama en muchas parroquias es desolador.
Mis dos experiencias más recientes han tenido lugar un martes en Vitacura -dos personas menores de 30 años de entre casi 100- y en los Carmelitas de Viña, un viernes, con cero presencia juvenil. Incluso los domingos, el panorama no es mucho mejor.
Todo un síntoma de algo que no es nuevo, que no es desconocido, pero que ciertamente es un fenómeno que viene acentuándose desde hace ya 50 años y, muy aceleradamente, desde hace 10. Así lo comprueban los últimos censos, así lo ratificó, dramáticamente, la escasa presencia juvenil en Maipú durante el encuentro con el Papa Francisco.
Veinte años atrás, al comenzar cada clase con un Avemaría o un Padrenuestro, casi el 100% de los alumnos se ponía de pie y efectivamente, rezaba. Hoy, ese porcentaje se ha reducido a un 20 o 25%, contrastado con una gran mayoría que permanece sentada, indiferente.
Indiferencia: ésa es la actitud de grandes números de jóvenes. Por cierto, hay pequeñas minorías agresivas y vociferantes contra la fe, pero a la inmensa mayoría el tema ¡el tema, Dios! no les va ni les viene.
Sin duda alguna, la disolución de la familia chilena está contribuyendo decisivamente a ese alejamiento casi inconsciente de Dios. Padres y madres que no viven juntos, hermanos que no existen debido a la proliferación del hijo único; en fin, enseñanza escolar en tantos colegios que a lo más ofrece gotitas insípidas de espiritualidad romántica y filantrópica. Con esos ingredientes, la tormenta es perfecta.
Si, más encima, algunos supuestos líderes juveniles vienen hace años predicando que a las nuevas generaciones no se les puede exigir esto o aquello (póngale condón y foméntese el feminismo radical, entonces) obviamente son multitudes las que se dejan llevar por una religión de precios bajos, en liquidación, que a nada conduce sino al desprecio de quienes la predican y al rápido abandono por parte de quienes «la practican», al comprobar que malvivir así es muy poco atractivo, que es una lata y un desastre. Linda tu religión, pero falsa.
Para los adultos, no cabe más que revitalizar tres actitudes que puedan resultar alentadoras para las generaciones más jóvenes.
En primer lugar, la dedicación de tiempo efectivo, para oír y hablar con ellos; a continuación, la valentía para explicarles la fe y la vida cristiana tal como viene siendo hace 20 siglos: en todo, un sí que sea sí, y un no que sea no; y, finalmente, la insistencia de que el camino es largo pero andadero, que la propia vida adulta no es un ejemplo inmaculado, sino sólo un afán renovado por seguir adelante, hacia Dios.
Paciencia, mucha paciencia, para hablar y para rezar.
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