El Papa abre la puerta santa de San Pedro, seguido de Benedicto XVI

(ABC/Juan Vicente Boo) Francisco permaneció un rato rezando en silencio en el umbral, antes de atravesar la puerta y permanecer allí esperando a la segunda persona que iba a franquearla: el Papa emérito Benedicto XVI, que caminaba con dificultad, apoyándose en un bastón y en su secretario, Georg Gaenswein. Allí volvieron a saludarse con afecto, visiblemente contentos. Después cruzarían la puerta los asistentes a la misa, comenzando por el presidente de la República Italiana, Sergio Mattarella y el primer ministro Matteo Renzi.

El Jubileo de la Misericordia, iniciado por el Papa para la República Centroafricana el domingo pasado en Bangui, ha sido inaugurado ahora para el mundo entero en la fiesta de la Inmaculada Concepción y 50 aniversario de la clausura solemne del Concilio Vaticano II. El próximo domingo, cada obispo abrirá la puerta santa de la catedral de su diócesis, en el primer jubileo que permite ganar las indulgencias en miles de lugares del mundo entero.

Como corresponde al momento actual, y al espíritu de «salir a las periferias», se trata del primer jubileo «glocal», es decir, global y local a la vez. Por otra parte, se extiende espiritualmente a judíos y musulmanes, que también consideran la misericordia como el primer atributo del Dios único. Las personas enfermas o impedidas podrán ganar la indulgencia en sus casas, y los presos –que Francisco visita con frecuencia– cruzando la puerta de su celda.

Los fieles que llenaban la plaza de San Pedro rompieron en un aplauso cuando vieron en los monitores que el Papa emérito Benedicto XVI estaba junto a la puerta santa esperando a Francisco que, como siempre, le saludó con un abrazo.

Misa en la plaza

En una plaza de San Pedro teñida de gris por el cielo cubierto y la ligera llovizna, el Papa Francisco había presidido poco antes la misa de apertura del Año Santo de la Misericordia y afirmado en su homilía que «debemos anteponer la misericordia al juicio y, en todo caso, el juicio de Dios será siempre a la luz de su misericordia».

La celebración eucarística, precedente a la apertura de la puerta santa situada en la nave derecha de la basílica, incluyó varias lecturas alusivas a la generosidad y el amor materno de Dios Padre. En su homilía, el Papa explicó que «entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. Será un año para crecer en la convicción de la misericordia».

Sorprendiendo a algunas personas demasiado rígidas entre las decenas de millares de fieles que asistían a la misa en la plaza, el Santo Padre añadió que «se comete una gran ofensa a Dios y a su gracia cuando se afirma ante todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de anteponer que son perdonados por su misericordia».

Según Francisco, «atravesar la Puerta Santa, por lo tanto, nos hace sentir partícipes de este misterio de amor. Abandonemos toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es amado. Vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo». El Papa se refirió también a «otra puerta que, hace cincuenta años, los Padres del Concilio Vaticano II abrieron hacia el mundo».

Exactamente en el 50 aniversario de la clausura de aquella magna asamblea por Pablo VI, Francisco afirmó que, aparte de los magníficos documentos elaborados, «el Concilio fue en primer lugar un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo».

Fue, según el Papa, «un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de los escollos que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para retomar con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo...»

El aniversario invita a «retomar el impulso misionero» y, sobre todo, «nos obliga a no descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II: el del samaritano, como recordó el beato Pablo VI en la Conclusión del Concilio. Cruzar hoy la Puerta Santa nos compromete a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano».

Ese es su modelo de cristiano: la persona que ayuda, que soluciona problemas, incluso los de los demás e incluso contribuyendo con la propia cartera. Esa es la solución para un mundo desconcertado y asustado en medio de «una tercera guerra mundial a trozos», cuyos mecanismos siniestros resultan difíciles de descubrir, pero destruyen con avidez vidas humanas, el patrimonio de la humanidad y la convivencia serena en la «casa común».

Homilía del Papa en la Misa de la Inmaculada e inicio Jubileo de la Misericordia

Hermanos y hermanas,

En breve tendré la alegría de abrir la Puerta Santa de la Misericordia. Cumplimos este gesto –como lo he hecho en Bangui– tan sencillo como fuertemente simbólico, a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que pone en primer plano el primado de la gracia. En efecto, lo que se repite más veces en estas lecturas evoca aquella expresión que el ángel Gabriel dirigió a una joven muchacha, sorprendida y turbada, indicando el misterio que la envolvería: «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28).

La Virgen María es llamada en primer lugar a regocijarse por todo lo que el Señor ha hecho en ella. La gracia de Dios la ha envuelto, haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando Gabriel entra en su casa, hasta el misterio más profundo, que va más más allá de la capacidad de la razón, se convierte para ella un motivo de alegría, de fe y de abandono a la palabra que se revela. La plenitud de la gracia puede transformar el corazón, y lo hace capaz de realizar un acto tan grande que puede cambiar la historia de la humanidad.

La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza del amor Dios. Él no es sólo quien perdona el pecado, sino que en María llega a prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva. El inicio de la historia del pecado en el Jardín del Edén se resuelve en el proyecto de un amor que salva. Las palabras del Génesis llevan a la experiencia cotidiana que descubrimos en nuestra existencia personal. Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se expresa en el deseo de organizar nuestra vida independientemente de la voluntad de Dios. Es esta la enemistad que insidia continuamente la vida de los hombres para oponerlos al diseño de Dios. Y, sin embargo, la historia del pecado solamente se puede comprender a la luz del amor que perdona. Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desesperados entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor de Cristo integra todo en la misericordia del Padre. La palabra de Dios que hemos escuchado no deja lugar a dudas a este propósito. La Virgen Inmaculada es ante nosotros testigo privilegiada de esta promesa y de su cumplimiento.

Este Año Santo Extraordinario es también un don de gracia. Entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. Será un año para crecer en la convicción de la misericordia. Cuánta ofensa se le hace a Dios y a su gracia cuando se afirma sobre todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de anteponer que son perdonados por su misericordia (cf. san Agustín, De praedestinatione sanctorum 12, 24) Sí, es precisamente así. Debemos anteponer la misericordia al juicio y, en todo caso, el juicio de Dios será siempre a la luz de su misericordia. Atravesar la Puerta Santa, por lo tanto, nos hace sentir partícipes de este misterio de amor. Abandonemos toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es amado; vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo.

Hoy cruzando la Puerta Santa queremos también recordar otra puerta que, hace cincuenta años, los Padres del Concilio Vaticano II abrieron hacia el mundo. Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten verificar el gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, sin embargo, el Concilio fue un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de los escollos que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para retomar con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo...; dondequiera que haya una persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio. Un impulso misionero, por lo tanto, que después de estas décadas seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo. El jubileo nos provoca esta apertura y nos obliga a no descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II, el del samaritano, como recordó el beato Pablo VI en la Conclusión del concilio. Cruzar hoy la Puerta Santa nos compromete a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano.

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