No abandonemos la verdad

Al llegar casi al fin de la discusión sobre la ley de aborto en Chile, hemos escuchado muchos argumentos y se ha comprobado el fuerte choque de visiones antropológicas encontradas. Puede ser importante, como ultima ratio , intentar llegar a aquello en que sí todos podemos estar de acuerdo. Las reglas esenciales de nuestro actuar personal y social son siempre racionales, es decir, enunciadas y mostradas por la razón que es común a todas las personas, porque la propia razón es un rasgo de la realidad humana y porque describe las acciones convenientes para los fines inscritos en nuestra esencia.

Entre esas reglas esenciales se contienen los aspectos fundamentales que rigen el actuar de toda persona, más allá de sus concepciones religiosas o morales. La primera de esas reglas esenciales es el deber de hacer el bien y evitar el mal, en el que se fundan toda la vida personal y comunitaria. A su lado está aquel otro principio que nos enseña que no se puede hacer un mal para alcanzar un bien o que el fin bueno no justifica los medios usados si estos no lo son. Si se negara este principio universalmente reconocido, se puede justificar todo, hasta las aberraciones más increíbles.

Quitar la vida directamente a un ser humano inocente es siempre un mal. En eso estamos todos de acuerdo. Poner fin a una vida para alcanzar otro fin que se considera bueno -la vida de la madre enferma- o evitar la carga de un ser enfermo -las consecuencias de una violación- es realizar un acto malo -interrumpir una vida en camino- para lograr uno bueno. Es decir, el fin justifica los medios.

El proyecto de ley es claro al decir que «mediando la voluntad de la madre, se autoriza la interrupción de su embarazo por un médico cirujano, en los términos regulados en los artículos siguientes, cuando»... y se señalan las tres causales. Hay una evidente intención interruptiva que va directamente contra el ser ya concebido. No se trata de un efecto tolerado -que no se busca y se produce- pero no querido. Por el contrario, es una acción directa contra el embrión o feto, lo cual hace la acción directamente mala.

Este es el problema esencial que no se ha discutido ni llevado a sus fundamentos racionales. La nuestra ha sido una discusión legal, médica, ideológica, rica, etcétera, pero que no ha querido llegar a los fundamentos más profundos que en ella están envueltos. Nadie en esta discusión puede alegar incapacidad o ignorancia o una conciencia errada. Han estado todos los medios disponibles para descubrir la verdad, pero no hemos sido capaces de llegar a ella en el caso concreto.

Puede la ley permitir interrumpir directamente un embarazo, pero no puede cambiar la naturaleza misma de nuestras acciones, que si son contrarias a la racionalidad humana esencial, no mutarán por la fuerza de su aprobación legislativa. Por eso este momento es tan importante para nuestro país; desde donde deben salir las leyes que orientan a todos hacia el bien común, comienzan a salir normas que nos llevan a todos a creer que lo que no se debe hacer ahora está permitido. Cuando ya se da este primer paso, vienen como consecuencia lógica los otros, en materias conexas como el aborto libre, la vida de los que ya son inservibles por edad o enfermedad, la posibilidad de infligir castigos físicos o morales para conseguir el bien de todos, etcétera.

Como decía Ratzinger hace años, estamos ante el problema de conocer la verdad. «En la actualidad, el respeto a la libertad del individuo parece consistir esencialmente en que el Estado no decida el problema de la verdad. La verdad, también la verdad sobre el bien, no parece como algo que pueda conocerse comunitariamente. Es dudosa. El intento de imponer a todos lo que parece verdad a una parte de los ciudadanos se considera avasallamiento de la conciencia. El concepto de verdad es arrinconado en la región de la intolerancia y de lo antidemocrático».

En nuestro caso, los representantes del pueblo han arrinconado su propia capacidad de conocer la verdad en un tema esencial. Como dice el autor citado, «el concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como verdadera garantía de libertad, especialmente de libertad esencial: la religiosa y de conciencia».

La democracia no puede renunciar a un núcleo esencial de verdad ética, que le permita afirmar la plena vigencia de los derechos de todos los miembros de la raza humana, sin que un falso pluralismo o tolerancia haga posible su transgresión. En ese punto estamos. Comprenderlo es importante para descubrir los caminos futuros, porque mientras parecen vencer los que confían en el formalismo democrático que funda la verdad en las mayorías, también se hacen cada vez más presentes los que creen que la verdad no es producto de la política, sino que la antecede y la alumbra.

+ Juan Ignacio González Errázuriz

Obispo de San Bernardo- Chile

Publicado originalmente en el diario El Mercurio

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