Adoremos al Niño Dios con los pastores y los Magos

Adoremos al Niño Jesús con los pastores

Como los pastores de Belén de los que nos habla el Evangelio (Lc 2,1-14), repartiéndose entre el descanso y los turnos de vela para custodiar el rebaño, nos encontramos en medio de una noche moral y espiritual, ya que esperamos la luz de la aurora que ilumine nuestra vida con un sentido que le dé plenitud.

Los pastores conocían bien la realidad de la noche y sus peligros. Por eso guardaban por turnos el rebaño, previendo posibles asaltos de ladrones o de animales salvajes que pudieran atacar las ovejas. Nosotros, a su vez, nos vemos con frecuencia atemorizados por la incertidumbre de nuestro futuro y ante las realidades de la sociedad en que vivimos, las cuales nos espantan muchas veces.

Y en medio de esa noche, un ángel se apareció para anunciarles la buena nueva del Nacimiento del Salvador, del Mesías Redentor, del Hijo de Dios encarnado. Dice el monje y Doctor de la Iglesia San Beda el Venerable que la Providencia divina lo dispuso así porque «convenía que, cuando el gran Pastor de las ovejas –Cristo–, es decir, el alimentador de las almas de los fieles, hubiera nacido en el mundo, dieran testimonio de su nacimiento unos pastores que velaban sobre su rebaño» (Homilías sobre los Evangelios, lib. I, hom. 6). San Ambrosio de Milán, por su parte, señala que Dios busca a los sencillos y así lo mostró manifestándose a los pastores (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. II, 53).

San Lucas refiere que cuando el ángel se les apareció y la gloria del Señor los envolvió de claridad, ellos se llenaron de gran temor. En ocasiones, nosotros sentimos temor y, más aún, auténtico miedo, pavor y hasta pánico por la noche ambiental en que vivimos, por este tiempo en que el pecado y la impiedad parecen campar a sus anchas en la sociedad actual. Sin embargo, y esto debería ser más terrible para nuestras conciencias, a veces nos acostumbramos a ese ambiente y comenzamos a sentirnos cómodos en él, nos queremos adaptar a él y da la impresión de que incluso quisiéramos pactar y confraternizar con él. Cuando esto sucede entre hombres de Iglesia, es aún más escandaloso.

En esa situación, la luz de Dios nos permite ver con claridad nuestra triste realidad, descubrimos el fango del pecado ambiental y personal y cómo nos hemos ido dejando caer y arrastrar, y esto nos produce espanto. Nos causa temor el resplandor de la luz celestial que, de repente, alumbra nuestras almas y da claridad a nuestras conciencias. Pero ahí, en ese momento, el mensaje de paz y alegría, el anuncio de salvación y la llamada a la conversión que se nos trae –como les sucedió a los pastores–, debe infundirnos confianza y esperanza en el Dios Amor que viene a visitarnos, a rescatarnos de nuestra miseria y a elevarnos hasta Él. Las palabras del ángel, que vienen de Dios, resuenan entonces en nuestro interior: «No temáis».

Fue la misma idea y el mismo mensaje que San Juan Pablo II proclamó con voz potente al ser elegido Papa y que repetiría frecuentemente: «¡No tengáis miedo!»

En efecto, el ángel de Dios nos despierta del sueño: «No temáis, no tengáis miedo», porque Dios ha venido a rescataros, porque se ha acordado de vosotros, porque os ha enviado a su Hijo para salvaros, porque va a enviaros al Espíritu Santo para que haga fructificar en vuestras almas y en la Iglesia la obra redentora de Jesucristo. No tengáis miedo a desataros del pecado que os envilece; no tengáis miedo a los sistemas políticos y económicos que oprimen al hombre y que pretenden borrar el nombre de Dios de la faz de la tierra; no tengáis miedo del ambiente social que embrutece al ser humano y que destruye la inocencia de los niños y el ardor de la juventud. ¡Dios es más fuerte, Dios ha enviado a su Hijo para salvaros! ¿Por qué tener miedo?

Es, efectivamente, la paz y el gozo que transmite el ángel: «Os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David (Belén), os ha nacido un Salvador; el Mesías, el Señor».

Cristo, como anunciaba el profeta Isaías (Is 9,2-7), es el «Príncipe de la paz». Si bien el nombre salvador de Jesús traerá división (Mt 10,34-35; Lc 12,51-53), porque los obstinados en el pecado y en el mal, instigados por el demonio, se opondrán a Él con todas sus energías –como tantas veces podemos comprobar en nuestro tiempo–, sólo Él es capaz de traer la paz profunda y la alegría más íntima a las almas. Por eso, precisamente, quien procura suscitar el odio y la envidia, la soberbia y el pecado, es decir, Satanás, promoverá el rechazo a Cristo entre los hombres.

Pero no tengamos miedo, como nos ha dicho el ángel. «Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera» (Christus vincit). Y lo hace desde un humilde pesebre, dentro de un refugio encontrado por San José para que se guarezca de la noche y del frío, porque para la Sagrada Familia no ha habido posada. Cristo salva y triunfa desde la sencillez, desde la pequeñez, desde la humildad, desde la pobreza. Él busca las almas sencillas y humildes y en ellas reina, trayendo a ellas la paz y la alegría espiritual, porque en ellas ha venido a morar su Salvador y Redentor. Abramos, pues, como María y José, y como los pastores de Belén, nuestras almas a Jesucristo, para poder unirnos así a los ángeles en esta «noche santa» y cantar con ellos: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama».

Adoremos al Niño Jesús con los Magos

En la fiesta de la Epifanía, tanto en Oriente como en Occidente, se han celebrado tradicionalmente tres elementos de una misma teofanía o manifestación del Dios Salvador: la adoración de los Magos, el Bautismo de Jesús en el Jordán y el milagro de las bodas de Caná. Así lo reflejan las antífonas que cantamos los monjes ese día en el Oficio Divino. La Epifanía es la manifestación del verdadero Dios a todos los pueblos, anunciando que ha venido al mundo para salvar a todos los hombres.

Los Magos venidos de Oriente reflejan esta realidad (Mt 2,1-12): el Niño nacido en Belén es Aquel a quien ellos reconocieron como el «Emmanuel», el «Dios con nosotros», el «Mesías», el «Cristo», el «Ungido», Jesús, el «Salvador». Ha brillado y ha amanecido para los pueblos la luz y la gloria del Señor, según dice el profeta Isaías (Is 60,1-6) y, de acuerdo con lo que explica San Pablo (Ef 3,2-3.5-6), en virtud de esto ahora también los gentiles son coherederos y partícipes de la promesa en Jesucristo por el Evangelio.

La figura de aquellos Magos, en parte misteriosa y en parte entrañable, no deja de causarnos admiración, pues son unos hombres de los que poco sabemos, venidos casi con toda seguridad de regiones de Persia y quizá de algunas otras como Etiopía o el sur de Arabia.

Vamos a fijarnos en algunas actitudes que podemos observar en ellos y procurar imitarlas.

En primer lugar, la apertura a la fe y a la sabiduría venida de Dios. El nombre de Magos hace referencia a los sacerdotes de la religión persa dualista o casi monoteísta conforme a la reforma de Zoroastro o Zaratustra, adoradores del fuego –signo de la divinidad de Ahura-Mazdah– y lectores de las escrituras para ellos sagradas del Avesta. Deseosos de un conocimiento científico con vertiente religiosa, se entregarían también a la astronomía y la astrología desarrolladas en Mesopotamia y eso les llevaría a observar la estrella de la que el Dios verdadero se valió para anunciarles el nacimiento del Rey de Israel. Más aún, todo apunta a que eran hombres abiertos a la revelación del Dios verdadero mediante la lectura meditada de la Sagrada Biblia, por la cual podían esperar la venida del Mesías. Según la distinción ofrecida por muchos Padres de la Iglesia y autores medievales entre ciencia y sabiduría, podemos decir que aquellos Magos no sólo procurarían la ciencia humana, sino que aspirarían a la sabiduría venida de Dios, de tal modo que Él les permitió conocerla en su Hijo Unigénito, el Logos, el Verbo, la Sabiduría de Dios por la que todo fue creado. Aquellos hombres de la gentilidad recibieron–los primeros de entre los gentiles– el don de la fe en Jesucristo porque estaban abiertos a recibirla.

La segunda actitud que cabe destacar es la búsqueda. Búsqueda de la Verdad divina, del Dios verdadero, no únicamente en el plano intelectual y espiritual, sino también mediante un largo desplazamiento físico, tal vez incluso de unos dos años según el dato que el evangelista San Mateo nos facilita acerca de la matanza de los Santos Inocentes y que permite calcular la edad aproximada del Niño Jesús cuando llegaron a Belén. Un largo viaje desde puntos divergentes y que les llevó a concurrir guiados por la estrella; un viaje realizado por las rutas caravaneras que comunicaban distintos puntos del Antiguo Oriente. Ese esfuerzo físico, con sus riesgos y el cansancio, venía animado por un anhelo de encontrar al Mesías anunciado, al Rey nacido, al Hijo de Dios encarnado, al Salvador universal.

Una tercera actitud que resalta es la humildad. Nos dice San Mateo que, al encontrar al Niño con María, su Madre, «cayendo de rodillas lo adoraron». Aquellos sabios venidos de tan lejos dejaron a un lado la vanidad y el orgullo que podían asaltarles por sus amplios conocimientos y humildemente se arrodillaron ante un Niño. No es nada descabellado pensar en su probable condición regia, como ha recogido la Tradición conforme a las profecías mesiánicas –entre ellas el salmo 71– y según los conocimientos históricos nos permiten deducir.

En efecto, y dejando a un lado las posibles procedencias etiópicas y sabeas o yemeníes de alguno de estos sabios, sabemos que a raíz de la descomposición del Imperio Medo-Persa desde su conquista por Alejandro Magno, esta región vivía una fragmentación en reinos de diverso tamaño y poder y algunos de ellos estaban gobernados por «magos» que eran reyes-sacerdotes. La investigación histórica incluso ha sugerido identificar al rey Gondofares de Sistán con el Gaspar de los Evangelios apócrifos. En cualquier caso, contemplemos la humildad de estos personajes, relevantes en sus países de origen, al verse ante un Niño en una casa sencilla de una aldea de Judea, famosa por sus resonancias davídicas pero de escasa extensión y población.

En fin, la cuarta actitud que podemos señalar y de la que nos habla San Mateo es el gozo, la alegría que les llenó al observar que la estrella se detenía porque habían alcanzado su meta: la casa en la que pudieron adorar al Rey anhelado, al Niño al que venían buscando desde tan lejos, el Verbo encarnado para la redención de los hombres. Los regalos que le ofrecieron eran muy preciados y podían provenir en parte de Arabia directamente o de mercados a los que llegaban a través de rutas comerciales, y en ellos se ha descubierto la realidad de Jesucristo como Rey (el oro), como Dios (el incienso) y como Hombre (la mirra).

En fin, con el gozo de los pastores y de los Magos, contemplemos a María Santísima, a quien todos ellos tuvieron la alegría de conocer al llegar a adorar al Niño Dios; y con Ella mostremos en Él al Emmanuel, «al Dios con nosotros», ante el mundo entero.

Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.

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