Dice en El País Almudena Grandes que ella no es de quemar (a los sesenta sólo puede practicar un feminismo de salón), pero «hay que seguir gritando» y exigiendo que «saquen sus rosarios de nuestros ovarios»; que no va a plantarse «en la cola del Cristo de Medinaceli vestida de morado», aunque ganas no le falten.
El aullido chabacano de Almudena Grandes es inteligible precisamente desde los ovarios. Es el grito de una estridente criatura nacida del colapso familiar, el rudo clamor sobre la identidad como resultado de la desestigmatización del sexo no marital y de la creación de una cultura que presenta la anticoncepción, la esterilización y el aborto como sus mejores credenciales, como signo de progreso y de libertad.
El de la escritora no es un hebes clamores, a pesar de que se desarrolle desde un sistema cerrado y excluyente, como el criterio de «sentimientos heridos», o el de la estrategia «victimista y de censura» que balbucea Irene Montero cuando declama de modo patético sobre la «criminalización» del feminismo. El grito de Almudena Grandes significa que cierto feminismo no puede entenderse alejado de la familia y la religión (en este caso, de la Iglesia católica), que el desmoronamiento de la familia y de la fe y el surgimiento de la política identitaria no sólo ocurren al mismo tiempo sino que son inexplicables aisladamente.
Nadie discute ciertos rasgos clarividentes del feminismo. La violencia es omnipresente en la cultura. La ausencia de una protección masculina duradera precisa una estrategia compensatoria frente a unos vínculos familiares rotos. Así de proféticas eran las palabras del Colectivo del Rio Combahee: «Nos damos cuenta de que las únicas personas que realmente se preocupan por nosotras y que están dispuestas a trabajar sin descanso por nuestra liberación somos nosotras mismas». Un feminismo combativo ofrece un escenario de protección ante una dispersión familiar sin precedentes. El malestar, la insatisfacción y el rechazo se han convertido desde Simone de Beauvoir en argumentos del feminismo de género. Si además el malestar se menciona, se hace visible; y si la presencia femenina se hace explícita, se hace poderosa.
Pero es complicado adoptar una estrategia protectora cuando el enfoque feminista adolece de una vulnerable ambigüedad. Se denuncia la dominación masculina, favoreciendo con los anticonceptivos y el aborto esa dominación; se reclama el cuerpo femenino como lugar de lucha libertaria, pero lo reafirma como fuente de hedonismo; se queja de la cosificación de la mujer, pero universaliza los medios para garantizar esa explotación; lamenta el desprecio de la mujer, pero a través de la humillación a las mujeres que eligen la maternidad; rechazan que la sexualidad esté determinada por la biología, pensando que la verdadera igualdad sólo se podrá conseguir cuando las personas puedan elegir el género al que quieran pertenecer, (una construcción independiente del sexo), pero ponen en primer plano la subjetivización de los deseos y las pasiones.
El feminismo de género, ajeno a la naturaleza y la razón, a la experiencia y las opiniones de mujeres reales, lleva a cabo una ingente deconstrucción de lo masculino y de lo femenino, de las relaciones familiares y de la reproducción humana, de la educación y de la religión. En nombre de la diversidad, no puede rechazarse a quien piensa distinto; en nombre de la libertad, no puede ofrecerse la exaltación de las pasiones; en nombre del conocimiento, no puede rechazarse la ciencia. Es necesario ser feminista para combatir por los derechos de la mujer, pero abandonando un anquilosado feminismo de género que pretende solucionar los problemas con la liquidación de la familia, el matrimonio y la religión, con la destrucción de cualquier institución incómoda a sus objetivos.
Roberto Esteban Duque
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