El concepto de libertad y sus implicaciones políticas

La libertad, ¿es algo en sí mismo? La oscuridad, por ejemplo, no. Lo que viene y se va es la luz y, donde no hay luz, queda la oscuridad, que no es nada en sí misma, sino que le ponemos un nombre para referirnos a la ausencia de luz. Igualmente, el frío, en sí mismo no tiene existencia: es ausencia de calor. Es el calor el que se transmite de un cuerpo a otro, y lo que queda donde se pierde el calor, se llama frío. Frío y oscuridad son, por tanto, conceptos negativos, pues tratan de la ausencia, de la negación, de algo: el calor y la luz. La libertad, entonces, ¿es negativa también o tiene una estructura ontológica propia? Si la tiene, ¿en qué consiste?

En la actualidad, copada por el pensamiento moderno, se entiende la libertad sólo en sentido negativo: como ausencia de limitaciones. Sería como si los límites fueran andando por ahí, todos libres y felices (qué contradicción, que los límites sean libres) y de vez en cuando se van, y en ese resquicio queda algo de espacio para la libertad hasta que llega un nuevo límite que hace que la libertad desaparezca. Así lo entienden quienes sostienen que la libertad es hacer lo que uno desea, como una exaltación de la voluntad absoluta: si algo me impide hacer lo que yo quiero (si hay un límite) entonces ya no soy libre.

Pero esta visión de la libertad es sumamente errada. Si eso fuera la libertad, ésta sería imposible: la vida en comunidad política implica límites: debo quedarme parado si el semáforo está en rojo así yo no quiera, porque si no hubiera semáforos sería un caos mayor. Debo pagar a mis empleados, no puedo ir desnudo por la calle si me apetece, no puedo ir por la vida pegando a la gente y llevándome las cosas del supermercado sin pagar, porque la policía me detendría y me llevaría a la cárcel. ¿Es que el semáforo me quita libertad? Si fuera así, todo sería límite, todo me quitaría libertad. La existencia misma de otra persona sería un mal para mí, porque su libertad chocaría con la mía. Y eso es lo que tantas veces se repite en el mantra moderno: libertad es hacer lo que quieras, pero sin atentar la libertad del otro. Es decir, la libertad es negativa, es ese resquicio para respirar ahí donde no molestas a nadie ni nadie te molesta.

Y las consecuencias políticas de entender así la libertad, son nefastas, también. Si eso es la libertad, entonces es imposible un bien común: toda comunidad política será un mal necesario para evitar mayores males, pero mal en sí, porque con el otro no tengo nada en común: sólo tolero juntarme con otras personas en una ciudad porque, aunque es un mal, me sirve para evitar mayores males o conseguir bienes finales. Ya saben: el fin justifica los medios.

Y no sólo eso: si la libertad es ausencia de límites, quitemos los límites y seremos libres, ¿no? Por eso esta concepción de libertad vive de la ley positiva, que pone y quita límites, pero no de la realidad, de la ley natural. Y la liberación se entiende así, como autodeterminación, como remoción de todo límite, ya no sólo extrínseco, sino incluso intrínseco: mi cuerpo, mi biología, no me determinan: yo soy lo que quiero, sin límites. ¿Quiero ser un gato y que el Estado me lo reconozca? Hecho. ¿Quiero matarme? Hecho. ¿Mi hijo me estorba y lo quiero matar? Hecho. «Mi cuerpo, mi decisión». Sin límites. Y el gobernante queda, entonces, reducido a un malabarista que busca equilibrar las libertades individuales de cada quien, sin afectar demasiado a la mayoría, pero dependiente de quienes pueden quitarle el poder. ¡Qué tensión! Así no merece la pena ser político.

En cambio, si entendemos la libertad en su sentido real, esto es, si entendemos que la libertad es el ejercicio de la verdad en el bien, que tiene un contenido real y objetivo, el asunto se vuelve completamente diferente. La libertad es la capacidad de hacer el bien, no de hacer lo que yo quiera, porque ahí cabe también el mal, y hacer el mal no es libertad sino signo de libre albedrío, como la enfermedad no es vida sino signo de que hay vida. (cf. Libertas Praestantissimum, 5) Del mismo modo que alimentarme no es la capacidad de ingerir alimentos o venenos, la libertad no es la capacidad de hacer el bien o el mal, de ser libre o esclavo. Sí, como tengo la capacidad de alimentarme, también puedo ingerir venenos, pero eso no es alimentarme. Y sí, como tengo libertad puedo hacer el mal, pero eso no es libertad.

Si entendemos que existe realmente una verdad objetiva, que se llama ley natural, y que la libertad consiste en la capacidad de elegir cómo hacer el bien (cf. íbid), no hay posible «choque» de libertades, como veíamos antes, pues en la medida que yo hago el bien y el otro hace el bien, no hay conflicto posible. Entonces, si un gobernante entiende así la libertad, su forma de acercarse cada día al trabajo se vuelve completamente diferente: Dejará de ser un malabarista con su puesto siempre en riesgo y buscará el bien común, es decir, el bien de la naturaleza humana que, como es común a todos los hombres, es bien común.

Dios, por ejemplo, ¿acaso es menos libre que tú y que yo? Él, que es todopoderoso, ¿es libre? Dios no puede odiar. ¿Ese límite le quita libertad? No, porque el odio es esclavitud, no libertad. Igualmente, nosotros, seamos buenos como Dios es bueno porque, siéndolo, seremos libres, y libres en su sentido pleno.

Javier Gutiérrez 

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