En Cuaresma prevalece por sobre todo la misericordia del Corazón de Cristo

El Señor concede a los fieles en la Iglesia durante la Cuaresma la gracia de revivir los cuarenta días de oración y ayuno de Cristo en el desierto (ver Mt 4,1-11). Es este un tiempo de gracia marcado por el reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios, por ser principio, fundamento y fin de nuestra existencia. También se intensifica la conciencia de nuestra condición de hijos del Padre en Cristo nacidos del agua y del Espíritu Santo, rescatados del pecado, del dominio del demonio y de la eterna condenación por la muerte y la resurrección de Jesucristo.

La fe en la Trinidad y sabernos amados por Ella pone aún más en evidencia que nuestra vida no está plenamente ordenada a la mayor gloria de Dios. La concupiscencia debida al pecado original nos impele hacia la desobediencia de la voluntad de Dios y, de hecho, experimentamos su fuerza por los pecados que cometemos contra el amor del Señor.

A través de la oración, el ayuno y la limosna, la escucha asidua de la Palabra de Dios, la confesión sacramental de los pecados y la participación en la Santa Misa tenemos que ordenar nuestra vida centrando el corazón en el misterio de la Trinidad revelada por Jesucristo, el Hijo eterno, Dios como el Padre, encarnado en el vientre purísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo. Esta centralidad en la Trinidad, principio y fundamento de todas las cosas, hay que actualizarla hoy en el corazón reconociendo el amor gratuito de Dios.

Aprovechemos la Adoración Perpetua, en la que Jesucristo -real, verdadera y sustancialmente presente en la Eucaristía- nos espera, a cualquier hora del día y de la noche, para entablar un diálogo como de amigo a amigo. En la oración y en la meditación de la Palabra de Dios hay que dejarse iluminar por el Señor, escuchando su voz. Él nos recordará cuánto nos ama, hasta el extremo de haberse hecho hombre por nosotros y haber dado su vida en la cruz para nuestra salvación.

Pero también el Señor nos hará ver nuestro pecado y todo aquello que no es conforme con su voluntad. Si en la oración consideramos sencillamente que Dios es nuestro Padre en el infinito amor que nos tiene, entonces caeremos en la cuenta que lo que Él quiere es lo mejor para nosotros y es el camino cierto para ser felices. Por eso decimos: «Padre nuestro… Hágase tu voluntad» (Mt 6,9.10). Y, contemplando a Cristo, crucificado podemos repetir: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). En Cuaresma prevalece por sobre todo la misericordia del Corazón de Cristo por nosotros, pecadores. Es su amor el que nos convierte y salva.

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