El artículo 26 de la Declaración de Derechos Humanos nos dice que toda persona tiene derecho a la educación, que ésta tiene como objetivo el pleno desarrollo de la personalidad humana y que son los padres los que tienen derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos,
Por su parte para el Magisterio de la Iglesia, «puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos» (Concilio Vaticano II, Declaración «Gravissimum educationis» nº 3); «los padres han sido constituidos por Dios como los primeros y principales educadores de los hijos, y su derecho es del todo inalienable» (Exhortación de san Juan Pablo II, «Familiaris consortio», nº 40), siendo «su función docente de tanta trascendencia, que cuando falta, difícilmente puede suplirse» (FC 36). Y es que una educación que tenga el nombre de tal, debe no sólo instruir, sino ayudar a los educandos a desarrollar su personalidad y a encontrar cuál es el sentido de la vida.
El problema estás en que vivimos en una Sociedad que prescinde totalmente de Dios y no quiere saber nada de Él. La consecuencia primera de ello es que al no ser Dios nuestro destino final, nos encontramos sin respuesta ante el interrogante de cuál es el sentido de la vida. Si Dios no existe, todo termina con la muerte y tiene razón San Pablo cuando afirma que si Dios no existe y «los muertos no resucitan, comamos y bebamos que mañana moriremos» (1 Cor 15,32). Esa despreocupación de Dios, lleva a nuestra Sociedad a olvidarse de las creencias religiosas, de los valores morales y de todo aquello que hizo que a nuestra civilización se pudiese llamar cristiana, porque aunque los individuos fuesen más o menos religiosos, el Cristianismo impregnaba nuestra cultura. Hoy, en cambio, es el relativismo, el materialismo, el secularismo, el hedonismo y el consumismo los que llevan la voz cantante, empleando sus energías en demoler la fe, la familia y las raíces cristianas de nuestra Sociedad, pues con esta mentalidad todo lo que se oponga al deseo y al placer será considerado como represivo: desde la vida no deseada hasta la norma no consensuada.
Las consecuencias de esto en la educación son terribles. Educar es, ya desde la infancia, sembrar ideales, formar criterios y fortalecer la voluntad, pues todo aprender supone un esfuerzo. La educación ha de ser integral, es decir, afecta a todas las dimensiones humanas, como lo racional y afectivo, lo intelectual, religioso y moral, lo temporal y lo transcendente. La función de la educación no es sólo instruir o transmitir unos conocimientos, o preparar para el trabajo, sino la formación completa de la persona, siendo preciso para educar saber por qué y para qué estamos en este mundo. El educador debe amar, pero por ello mismo debe exigir y corregir, para así formar el carácter capacitando para el sacrificio, así como enseñar los valores y comportamientos, es decir los principios y actitudes, inculcando el sentido del deber, del honor, del respeto, convenciendo y persuadiendo gracias a un diálogo abierto y permanente, mejor que imponiendo. La educación consiste en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más. Se trata de formar personas y ciudadanos, no súbditos ni borregos.
Los valores nos señalan lo que debemos ser y nos dan ese núcleo de convicciones que necesitamos para poder vivir con dignidad, libertad y responsabilidad. La dignidad humana consiste en considerar que no podemos usar del ser humano como usamos de las cosas, sino que siempre debemos respetarle y más cuanto más lo amemos. No existen ni una enseñanza ni una educación neutra, pues todas hacen referencia a una serie de valores, que eso sí, pueden ser positivos o negativos.
Pero, como es lógico, si prescindimos de los valores positivos, sólo nos quedan los negativos. Hoy se combate abiertamente el esfuerzo, que podría darnos fuerza de voluntad, el sentido común, aceptando como dogmas las estupideces, que son hasta anticientíficas, de la ideología de género, que persigue destruir la Moral, el Matrimonio y la Familia, y donde con el pretexto de respetar los presuntos derechos de ínfimas minorías, que en muchos casos son patologías, se rechazan los derechos de inmensas mayorías, como cuando los médicos ingleses por un falso respeto a un par de chaladas, se oponen al uso de la palabra más bonita del lenguaje humano: madre. De paso se ofende a millones de mujeres que se sienten legítimamente orgullosas de su maternidad. Los resultados de todo esto son, con unos tan graves errores educativos, que es fácil encontrarse, incluso en la Universidad, con personas de edad adulta, pero que no llegan a madurar como personas, porque están carentes de apertura y de solidaridad con los demás. Para colmo, además el alejamiento de Dios lleva a ignorar el sentido de la vida, a no saber para qué estoy aquí, lo que nos impide el poder alcanzar la felicidad, porque como dijo San Agustín: «inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti».
Pedro Trevijano, sacerdote
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