Megalomanía de la política y politización de la religión

La civilización occidental ha desembocado en la absolutización de la dimensión política. Con esto quiero significar que la tesis VI de Marx sobre Feuerbach, efectivamente, se ha cumplido. El ser del hombre, carente de una naturaleza propia, se diluye en el conjunto de relaciones socio-históricas. Por esta razón, ya no se habla de persona humana sino de ciudadano.

El hombre no participa más del Logos eterno: sus ideas y acciones son el resultado de las relaciones sociales fundadas en luchas de intereses. Y los intereses que dominen dependerán del poder de que dispongan.

Al desplazamiento de la persona humana le sucede otro: el corrimiento de la verdad. La verdad (en verdad) ya no le interesa a nadie. Es un tema superado y anacrónico. La libido humana tiene ahora un solo objetivo que es el poder. Y el núcleo de la vida política, nos dicen los expertos, se inserta en el poder.

La persona humana, huérfana de una dimensión constitutiva (la religión), ve reducido todo su ser al ámbito de lo político. Al respecto, el destacado filósofo italiano Augusto Del Noce, vinculaba directamente esta absorción del ser de la persona humana, por parte de lo político, con la aparición de los totalitarismos.

Pero esta politización de la civilización occidental se ha trasladado al seno de la Iglesia católica. No es una novedad. Esta última ha puesto en sordina tanto los diez mandamientos como los mandatos evangélicos. La nueva norma de la moralidad no es una ley trascendente, ni positiva, ni natural. La nueva norma moral es fijada por el correctismo político. Es aceptado solo aquello que ha sido consensuado por la sociedad.

En este sentido, se entiende que la Iglesia católica haya silenciado por completo el mandato de Jesucristo de llevar la verdad del Evangelio a todos los hombres. La nueva moral, determinada in totum por la dimensión política, aconseja que esta conciencia evangélica que propone una verdad no es la más apropiada para traer la paz social.

La Iglesia suscribirá, en consecuencia, un método para moldear al hombre en perfecta consonancia con la absolutización de la política. Para esta política que inficiona la totalidad de la vida humana la cosa es clara: si el hombre es el producto de las relaciones sociales, entonces se tratará de dominar a estas últimas para generar el tipo de hombre que se pretende. La Iglesia católica actual sigue el mismo procedimiento: mediante el poder y la coacción genera un nuevo tipo de católico que sea totalmente compatible con la ideología sustentada por la posición políticamente correcta.

Una prueba muy perceptible de esto que refiero es el completo abandono, por parte de la Iglesia católica, de la formación de la vida interior y las inteligencias. Esta sustitución ha provocado la peor forma de corrupción de la religión católica: el clericalismo. El mismo consiste en hacer uso de lo sobrenatural para ponerlo al servicio de lo natural. Me permito citar estas palabras del gran filósofo católico Étienne Gilson: «El Catolicismo entero reposa sobre dos pilares: el orden sacramental por el cual el cristiano participa en la vida de la gracia y la doctrina de la Iglesia por la cual participa en la verdad. Suprimid el estudio y la enseñanza de esta doctrina y es el catolicismo lo que se esfuma; dejadles vegetar y es su vida misma la que va a languidecer.» (Por un orden católico. Madrid, Ediciones del Árbol, 1936, p. 145).

Sigamos sacando conclusiones: la politización de la Iglesia conduce, de modo inexorable, a su total desnaturalización. Pierde por completo su razón de ser. Por lo tanto, queda incapacitada para enseñar a los hombres de nuestra civilización que la ética tiene una dimensión propia. Esta dimensión surge de la relación que la conciencia humana debe guardar con la Verdad. Y la Verdad no es histórica, no es producto del consenso político, sino eterna.

Al respecto, quiero referir las palabras de un ex Canciller de la Nación Argentina, el Lic. Dante Caputo, ya fallecido, que expresara a propósito del nombramiento de Francisco. Él decía: «Buena parte de Occidente, de sus sociedades y gobiernos, pierden crecientemente el sentido de finalidad. ¿Para qué gobernar una sociedad? ¿Para el goce, el hedonismo del ejercicio del poder? ¿Hay algo más allá de vencer al adversario y alcanzar el trono? ¿Qué buscan la política, los políticos, los gobiernos y los Estados? ¿Esa búsqueda tiene algo de su razón de ser originaria, esto es, el bienestar general? ¿Qué ética funda la moral de las acciones (…) no hay otro modo de denominar la pérdida de objetivos, finalidad, que llamarla crisis moral (…) Si la Iglesia buscara más que sobrevivir, si quisiera ayudarnos a todos, Bergoglio parece un hombre apto para encarar esa dura tarea. Si lo hiciera, habría ido más lejos que reconstruir la Iglesia para internarse en un esfuerzo por el renacimiento de Occidente.

No estoy diciendo que el fin primordial de la Iglesia sea el de salvar a una civilización en particular. Pero si aquella recuperara su identidad, orientaría a nuestra civilización para bien. La Iglesia, entonces, abandonaría el vano agitarse de una pastoral activista para concentrarse en la tarea educativa de la conciencia del hombre actual. Así, mostraría al mundo entero que el auténtico progreso humano reside en conocer la verdad sobre uno mismo y sobre el sentido de todo lo que es.

Quiera Dios que la Iglesia recobre el método propio del catolicismo ocupándose, ante todo, de la formación sólida de las conciencias de los cristianos. Solo a partir de esta instancia resultará pensable una civilización más cristiana, lo que significa decir, más humana.

La Iglesia debiera proponer al hombre de hoy una medida que es aquella que marcó Jesucristo (medida predicada de manera ininterrumpida durante dos mil años). Debiera tener siempre presente, además, que cuando abandona el elemento escatológico (el fin del mundo y del tiempo), el desarrollo de la oikonomia secularizada la pervierte convirtiéndola en una realidad sin objetivo y sin fin.

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