Cuando se entra en la gran explanada del santuario de Fátima, uno de estos lugares donde lo espiritual se percibe como algo tangible, a la derecha, protegido por una pantalla transparente, se encuentra un monumento feo y desangelado, sin valor estético ni arqueológico y menos artístico. Se trata de un simple fragmento de muro, un poco pintarrajeado, que podría lucir en cualquier arrabal o suburbio de cualquier ciudad del mundo. Sin embargo, es uno de los monumentos más representativos del siglo XX, uno de los que pueden aportarnos alguna clave para entender este siglo magnífico y horrible.
Hace un siglo (1917) ocurrían dos acontecimientos que marcarían el devenir de la humanidad a partir de esta fecha. En Rusia se pone en marcha la revolución comunista, que instauraba, por primera vez en la historia, un Estado que no oculta su ateísmo y materialismo; que establece como motor de la historia el conflicto y la aniquilación del otro. Paralelamente, se ponía en marcha una maquinaria gigantesca -hoy todavía extraordinariamente efectiva- que iba a impregnar todos los ámbitos de la sociedad, la cultura, la educación, la religión, la familia con una persistente, continua y efectiva labor para socavar los cimientos de la civilización cristiana. Está claro que el primer enemigo de esta revolución es el Cristianismo. Marx en el texto fundacional del movimiento, el Manifiesto comunista (1848), lo deja claro sin ambages: Después de decir aquella famosa frase de «un fantasma recorre Europa…», hace su lista de enemigos, lo que llama «las potencias de la vieja Europa», que se han aliado para combatir este fantasma: el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales de Francia y los políticos de Alemania». No es casualidad que se señale primero al papa. Es una idea coherente con la labor destructiva que siguió: templos y patrimonios asolados, persecución, violencia. Al mismo tiempo, se extendía una labor cultural que conquistaba a artistas, intelectuales, eclesiásticos, que obnubilaba mentes y voluntades y los hacía defender, en nombre de la libertad y el progreso, un sistema opresor de la libertad y generador de miseria.
Todo esto comenzó en «aquellos días que estremecieron el mundo», como dice el periodista americano John Reed, en octubre de 1917. Unos meses antes, en mayo, en un rincón rural y remoto, unos pequeños pastores, iletrados y alejados de esas vanidades que llamamos mundo, reciben de la Virgen un mensaje cuyos supuestos enigmas han hecho correr ríos de tinta, pero que, en el fondo, tiene una gran sencillez. Frente al Mal el hombre cuenta con las armas de la oración, la penitencia, la expiación. No hay aquí grandes doctrinas teológicas ni complicadas teorías antirrevolucionarias. Es muy sencillo: existen el Mal y el Bien. El hombre puede y debe optar por el segundo, pero esto le supone renuncia, esfuerzo, sacrificio. La palabra clave es: conversión.
La lucha parece desproporcionada. Por un lado, grandes masas dirigidas por poderosas elites que manejaban considerables medios económicos, culturales, militares. Por otro, tres niños perdidos en un remoto rincón rural, a quienes nadie cree. Sus medios eran tan elementales y simples como la oración, la penitencia y una evidencia en la que nadie cree, pero que ellos saben cierta. Nos recuerdan aquella idea paulina de que en la debilidad reside la fortaleza.
Esta lucha de dimensiones cósmicas, que está lejos de haber terminado, enfrenta al gigante Goliat contra el pequeño David. El gigante materialista, aparentemente, ha masacrado durante décadas al David cristiano sin que apenas haya encontrado oposición material.
El cristianismo, frente al gigante bolchevique, era una ejército débil y desarmado. Es famosa la frase de Stalin al político francés Pierre Laval. Negociando el equilibrio estratégico entre la URRSS y Francia, se hizo referencia a la capacidad militar de ambos países. Stalin tenía claro que una nación hegemónica debía ser una potencia militar. Ante el requerimiento de Laval, de que se respetara a los católicos rusos, Lenin, que no comprendía por qué tenía que tener en cuenta a un pequeño estado sin ejército, preguntó: ¿cuántas divisiones tiene el papa?
San Juan Pablo II sufrió un atentado, ideado por los servicios de inteligencia soviéticos, el 13 de mayo de 1981. La coincidencia de fecha fue tan providencial como el hecho de que saliese con vida de tan grave lance. El Papa atribuyó su salvación a la Señora y, el 5 de diciembre de 1991, visita a la Virgen, para llevarle la bala que estuvo a punto de asesinarle, que se engasta en la corona, y mostrarle su gratitud. Al lado de este trozo de muro del que hablo, puede verse esta inscripición: «Obrigado, celeste pastora, por terdes guiado com carinho maternal os povos para a libertade». Ese acto certificaba que, más de 70 años después, tras décadas de silenciosa lucha, el Bien había vencido sobre el Mal.
Al final (Stalin no pudo verlo, pero sí sus seguidores y acólitos) triunfaron (temporal, provisionalmente, porque la lucha continúa contra nuevos y antiguos enemigos) las invisibles «divisiones del papa». Las divisiones de los santos, los mártires y los ángeles.
Tomás Salas
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