Los siguientes consejos y reflexiones pertenecen al libro 7 canastas, publicado en 2015 por Editorial Logos (Argentina)
1. La Procesión más larga del mundo
Concluida la oración de los fieles, comienza lo que se llama «Liturgia Eucarística».
Esta, a su vez, se divide en tres partes:
- Presentación de las ofrendas
- Plegaria Eucarística
- Rito de la Comunión.
Sobre todo en los domingos, esta nueva parte de la Misa comienza con una procesión, que es un verdadero rito. Algunos fieles, elegidos al azar, o designados cuidadosamente de acuerdo a algún motivo especial, llevan al altar el copón o la patena con las hostias y las vinajeras con el vino y el agua. Esta procesión suele iniciarse en la puerta del Templo, atravesando el pasillo central.
Con mentalidad pragmática, quizá alguna vez te has preguntado: ¿para qué es esa procesión? Sería mucho más sencillo que eso esté preparado en el altar o en la mesita de los monaguillos (credencia).
Y podría responderte: «sí, es más fácil, pero menos expresivo».
(…) La clave la dan unas palabras que el sacerdote dice un poco después: «Oren hermanos para que este sacrificio mío y de ustedes...», «El Señor reciba de tus manos este sacrificio...»
En la Eucaristía se entrelazan, indisolublemente, la acción de Dios y la acción del hombre. La obra de Cristo y la obra de la Iglesia, su Esposa.
Esos fieles –niños o ancianos, matrimonio, personas desconocidas entre sí–, que caminan solemne o tímidamente hacia el altar por el pasillo central, simbolizan el misterio de la Iglesia que, sobre el altar, quiere ofrecerse al Padre.
Atención: no sólo quiere ofrecer pan y vino. Quiere ofrecerse Ella misma. Con toda su vida, con sus gozos y sufrimientos.
De tal manera que la procesión de ofrendas no «arranca» en el fondo de la Iglesia, ni desde la mesita donde estaban los dones.
La procesión de ofrendas arranca en la cama del enfermo que fuiste a visitar y por el cual quieres rezar hoy; comienza en el taller del mecánico y en el escritorio del docente, que entregan allí su cansancio; tiene su inicio en la mesa familiar, en el insuficiente pero valiosísimo tiempo de diálogo compartido.
Confluyen en el Templo, hacia el altar, decenas, centenares de procesiones de ofrendas, desde las entrañas de la vida misma, hacia el centro de la Historia y Corazón del mundo. (…)
Las personas corren agitadas, día a día, por las calles de nuestras ciudades, sin hallar reposo y muchas veces sin encontrar sentido a lo que hacen. Muchos van oprimidos por un enorme peso superior a sus fuerzas.
¡Qué pena que no descubran que todos sus pasos, sus carreras alocadas, el vértigo de sus horas, tienen vocación de Eucaristía! Allí, sobre el Altar, todo puede alcanzar su punto máximo, el cenit de su esencia. ¿Sabremos testimoniar este misterio?
(…)
2. El Pan y El Vino
Jesús no eligió casualmente la materia de la Misa. No tomó simplemente lo que había a mano, y dijo: «Aquí me quedo».
Pan y vino tienen tan hondos significados, que se han escrito libros enteros para intentar desentrañarlos. Permíteme dejarte sólo unas ideas sueltas.
El Pan es el signo de lo cotidiano. Es el alimento que está en toda mesa. El pan partido y compartido simboliza la fraternidad, al igual que la copa. (…)
El Pan tiene, en el Antiguo Testamento y para Jesús, un gran parentesco con la Palabra: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios».
Uno de los más grandes milagros del Señor fue, justamente, la multiplicación de los panes. Demostró así que Él podía hacer –con su poder infinito– lo que quisiera con el pan. Inmediatamente, Jesús comienza a hablar de otro Pan bajado del Cielo. «El que lo coma, vivirá eternamente». Y dando aún un paso más, dice: «El Pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Ante esas palabras, los judíos dudaron y se escandalizaron. Sólo sería posible que Jesús se hiciera Pan si, como grano de trigo, experimentara la muerte y la sepultura, para luego dar fruto en la Resurrección.
El Vino, a diferencia del pan, no es en el mundo antiguo algo cotidiano, sino que es símbolo de la fiesta. Se utilizaba en ocasiones especiales, y era símbolo de alegría desbordante.
(…)
El primer milagro de Jesús fue un signo clarísimo de que esos tiempos habían llegado: 600 litros de agua transformados en el vino de la mejor calidad. También relacionado con el vino, retoma Jesús en la Última Cena la imagen de la vid, aplicada antes al Pueblo de Israel. Ahora, la Vid será Él mismo, y sus discípulos los sarmientos. Esa vid, plantada por el Padre, sería exprimida en el monte Calvario, derramando su Sangre para purificar a la humanidad.
Todo eso y mucho más está contenido en ese pequeño disco blanco de pan sin sal ni levadura, y en esos centímetros cúbicos de vino, puestos en la vinajera y en el cáliz.
Pero hay otro aspecto importante: el trigo no llega a ser pan y la vid no puede dar vino sin el trabajo y la cooperación del hombre. Por eso en esas especies tan pequeñitas van el esfuerzo de los que han cultivado la tierra y de todas las manos que han cooperado en esa transformación. En definitiva, en ese pan y vino va toda la actividad humana.
Los significados del Pan y del Vino se retoman y elevan en este sacramento.
La Eucaristía es, como el Pan, nuestro alimento cotidiano, la comida indispensable para seguir caminando, el Maná verdadero que nos hace falta para no desfallecer. Es el alimento de los pobres, de los que tenemos sólo en Dios nuestra confianza.
Pero la Eucaristía es también el Vino de la Fiesta. Es anticipo e irrupción de la Eternidad en el tiempo. Es inauguración de las Bodas entre Cristo y su Iglesia, aquí en pobres signos.
(…)
Trigo molido, unido a otros trigos molidos; uvas exprimidas, mezcladas con el zumo de otras; son un símbolo del misterio de la Iglesia.
No dejes de contemplar allí, y de contemplarte a ti mismo.
3. Un pequeño mantelito con infinita capacidad
Como sacerdote, intento realizar con conciencia un gesto al parecer insignificante, pero que para mí tiene hondas resonancias.
Sobre el cáliz, cuidadosamente doblado, el sacristán coloca siempre el corporal, que es una especie de mantel blanco, de medio metro cuadrado. Dimensiones pequeñas, suficientes para que sobre él se coloquen el cáliz y la patena, y los copones si fueran necesarios.
Pero aunque nuestros ojos ven sólo un pedazo de tela, nuestro corazón puede imaginar que allí están, abiertas, amplias, omniabarcantes, las Manos del Padre. Por eso el mantelito se ensancha y adquiere dimensiones infinitas.
Esas Manos están ahí, esperando que dejemos en ella todo lo que llevamos en el corazón. Que nos ofrezcamos a nosotros mismos, y más.
Allí, sobre ese mantelito blanco, hay lugar para tus compañeros de facultad, para tu vecina que tiene cáncer, para tu hijo que está alejado de Dios, para tu esposa con quien te cuesta llevarte bien.
(…)
Y hay lugar, claro, para todo lo hermoso que tiene esta vida. Para las alegrías, para los sueños, para las esperanzas.
Por eso, presta atención, mira bien ese pequeño-gran pedazo de tela. Vuelca allí todo y todos los que tienes en el fondo de tu alma: están en buenas manos.
4. «El momento más importante de la Misa»
Uno de los chistes más ingeniosos sobre sacerdotes que escuché –y que quizá tú también conoces– cuenta que en un vuelo de avión, en que viajaba un sacerdote, surgió un grave problema. Había una falla en el medidor de combustible, el tanque estaba casi vacío y sobrevolaban el océano. La caída era inevitable y tenían apenas unos minutos.
Se lo comunicaron a los pasajeros –que reaccionaron con horror– y les dijeron que como estaban a punto de morir, y justo viajaba un sacerdote, iban a pedirle que «diera» una Misa. El sacerdote le dijo que era imposible, que era muy poco tiempo. Le dijeron entonces: «Bueno padre, al menos haga la parte más importante». Y el sacerdote se inclinó en su maletín, y luego de hurgar un poco... sacó una canastita y comenzó a hacer la colecta...
Introduje esta reflexión con un poco de humor, porque frente a este tema suele haber en algunos cristianos un cierto malestar. Algunos fieles ven como inconveniente que los sacerdotes, en el marco de las celebraciones, hablen de dinero y de las necesidades materiales. Les «choca» que en algo tan espiritual como la Eucaristía, pueda entrar también el señor Dinero. Parece una mezcla inadecuada y ofensiva.
Pero, ¿cuál es el origen, y cuál es el sentido de esta ofrenda que hacen los fieles?
El origen es remotísimo: en los albores del cristianismo, una de las cosas que identificaba a los cristianos es que ponían los bienes en común. San Pablo, en sus cartas, revela cómo la práctica de hacer colectas era usual entre ellos, para atender las diversas necesidades. Si bien es cierto que en la historia de la Iglesia se han desarrollado otras formas de reunir lo necesario para los gastos del culto, el sostenimiento del clero y la atención de los necesitados, el hecho de realizarlas durante el culto eucarístico ha permanecido siempre.
¿Por qué? Porque dar una contribución material es un modo concreto de «sentirse» y «saberse» parte de un cuerpo, de una familia.
Pero, ¿por qué en la Misa? Porque la Misa es el corazón de la comunidad. Allí se hacen presentes todos los miembros, también con sus necesidades y dificultades.
(…)
Por eso, cuando estés en Misa y pase a tu lado el niño o la señora con la bolsita, intenta dar a esa acción tan simple un sentido hondo: te estás ocupando del Cuerpo de Cristo.
5. Para alabanza y gloria de su nombre...
Al final del rito de la Presentación de las ofrendas, el sacerdote, casi siempre en secreto –e incluso en latín– dice unas oraciones de una gran profundidad.
Luego de presentar el pan y el vino, y antes de continuar la celebración, el sacerdote se inclina ante el altar, y eleva una súplica ardiente: «Con espíritu de humildad y corazón contrito te suplicamos, Señor, que así sea nuestro sacrificio en tu presencia, que sea agradable a Ti, Señor Dios».
Espíritu humilde: he aquí una de las cualidades más queridas por Dios. María, en su Magnificat, dice que el Señor «dispersa a los soberbios de corazón... y eleva a los humildes».
Por lo tanto, si quieres que tu ofrenda –es decir, tú mismo– sea «elevada», tienes que pedir y procurar un corazón humilde. El corazón soberbio, en cambio, es dispersado, ahuyentado por Dios.
La Eucaristía es el sacramento de los humildes. (…)
Corazón contrito: el salmo 50 nos dice con diáfana claridad que el Señor no desprecia un corazón contrito. Un corazón arrepentido de sus pecados, consciente de su indignidad.
En este momento de la Misa, el sacerdote, y todos los fieles con él, son invitados a darse cuenta de que no somos dignos de Dios. Como Isaías, hemos de exclamar «Ay de mí, Señor... soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros».
En consonancia con estas oraciones, el sacerdote realiza un nuevo gesto: lavarse las manos. En los orígenes, esta acción tenía una mera finalidad práctica. De hecho, como los fieles llevaban ofrendas en especie, y las recibía el sacerdote, sus manos casi siempre estaban sucias.
Hoy casi todas las sacristías tienen un lugar para que el sacerdote se lave las manos. Pero el rito permanece con un sentido espiritual. El sacerdote dice al Señor: «Lávame, Señor, de mis delitos, límpiame de mis pecados».
Muchos han creído que era exagerada esta insistencia en el pecado. ¿Es necesario decirlo tantas veces?
Pero ellos suelen ser los mismos que ya no creen en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía. Porque cuanto más uno se acerca a ese misterio de Luz, cuanto más lo comprende, más se da cuenta de las impurezas, de las manchas, de los pecados que sólo el Señor puede lavar.
Por último, el sacerdote, antes de la oración sobre las ofrendas, invita a los fieles a ponerse de pie y les dice: «Oren, hermanos, para que este sacrificio mío y de ustedes sea agradable a Dios Padre Todopoderoso».
Creo interesante puntualizar dos cosas. Primero, que el sacrificio es «mío y de ustedes». Esa pequeña expresión contiene siglos de teología y de Magisterio.
No es el sacerdote sólo el que ofrece el sacrificio de Cristo. No es él quien ofrece, además del de Jesús, su propio sacrificio. El de Cristo es también sacrificio de sus fieles, los bautizados. Es el sacrificio de todo el Pueblo de Dios, presidido por sus pastores.
En segundo lugar, dice: «Oren... para que sea agradable». Podríamos pensar que la Misa siempre es agradable al Padre, y es verdad, porque es actualización de la entrega de su Hijo amado, en quien tiene sus complacencias.
Pero para que sea perfectamente agradable, es necesario que todos los que estamos allí, nos unamos interiormente a Él. Que tengamos sus mismos sentimientos. Que participemos, no sólo con el cuerpo, la voz, los gestos, sino sobre todo con el corazón. (…)
En la respuesta de los fieles, encontramos, por último, una hermosa enseñanza. «El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia».
La alabanza de Dios, nuestro bien y el de la Iglesia, son como las coordenadas en que se mueve toda la vida cristiana. Los santos decían «la Gloria de Dios y la salvación de las almas», como un horizonte y finalidad de todo lo que emprendían.
Leandro Bonin, sacerdote
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