Ciencia y Fe: El Grave Daño del Diletantismo

1. Introducción

Desde hace aproximadamente unas dos décadas, el estudio de las cuestiones fronterizas entre las ciencias de la naturaleza, la filosofía y la teología viene constituyendo una de mis líneas más constantes de investigación. Como resultado de estas exploraciones han ido apareciendo artículos, capítulos y también varios libros. Entre ellos «Dios y las Cosmologías Modernas» (BAC, 2005) y «60 Preguntas sobre Ciencia y Fe» (Stella Maris, 2014) como editor y coautor; «¿Dios o la Materia?» (Áltera, 2008) como coautor junto con Martín López Corredoira; Y «Lo Divino y lo Humano en el Universo de Stephen Hawking» (Cristiandad, 2008) y «Mitología Materialista de la Ciencia» (Encuentro, 2013) como único autor.

Hasta ahora he tenido por costumbre la de no ocuparme de comentar las posibles reacciones en blogs y revistas a estos y otros trabajos. Ante todo porque la investigación, la docencia universitaria, y las labores propias de un padre de familia numerosa, no dejan tiempo para muchos vicios sobreañadidos. El tabaco y poco más. De manera que, mejor o peor, mis «criaturas intelectuales» han de procurar valerse por sí solas.

No obstante, en el presente artículo, y sin que sirva en modo alguno de precedente, voy a intentar salir en defensa de un libro mío, «Mitología Materialista de la Ciencia», en el que volqué bastante ilusión y una buena porción de trabajo, y que a día de hoy sigo considerando como el resumen más completo de mis planteamientos en el campo de las relaciones entre ciencia, razón y fe. El motivo de semejante excepción no es, en realidad, el libro en sí (a pesar del aprecio que le tengo), sino más bien el hecho de que la crítica a la que voy a referirme en lo que sigue haya sido publicada en Infocatólica.

Pues ocurre que la labor que está realizando Infocatólica como medio de comunicación, formación, y análisis católico de la actualidad me parece muy valiosa. Y que admiro además el difícil equilibrio que ha conseguido mantener en estos tiempos eclesialmente revueltos, entre la defensa de la ortodoxia y la lealtad institucional (...un equilibrio que, de hecho, supera con mucho mi capacidad de aguante). Y, sin embargo... ¡ay!, sin embargo, me temo que el flanco más débil que presenta hasta ahora el proyecto infocatólico se encuentra justo en mi campo: en el tratamiento de los asuntos relativos a la ciencia, y su conexión con la fe.

Desgraciadamente, en Infocatólica he podido leer, en lo que lleva de singladura, no pocas apologías de ese conglomerado pseudocientífico que se autodenomina «diseño inteligente», promovido por autores que se han apropiado de un buen nombre para una mala causa. He podido leer defensas de especulaciones inverosímiles y sin base alguna, del tipo por ejemplo de la que afirma que la Tierra es el único planeta habitable del universo. He encontrado también una sintonía y una receptividad extraña hacia la tesis promovida por ideólogos materialistas radicales, como Dawkins o Dennett, que han consagrado su vida a convencernos de que el darwinismo es esencialmente una teoría atea. Y hasta en cosmología, de entre los diversos posibles indicios de Dios derivables de esa parte de la física, desde la que cabe sin duda formular varios argumentos teístas muy prometedores, justo el más cuestionable de todos ellos, el argumento kalam, es el que ha sido expuesto y defendido aquí con preferencia.

Permítanmelo decirlo desde el afecto a Infocatólica, pero con toda sinceridad: El balance de lo publicado aquí en el tema de las relaciones entre ciencia, razón y fe, es hasta ahora bastante desolador, y los efectos sin duda contraproductivos. De forma que lo aportado en este campo no se corresponde de ninguna manera con el nivel que Infocatólica mantiene en sus análisis de muchos otros asuntos relacionados de algún modo con nuestra fe.

Y por eso, aprovechando los títulos que me otorga el haber sido en esta ocasión atacado directa e injustamente, quiero emplear mi respuesta para llamar la atención sobre el problema de fondo que supone esa falta de nivel, ese diletantismo en lo que toca a los temas científico-teológicos. Con la esperanza de que en el futuro pueda resolverse, e Infocatólica acabe siendo tan fiable en esta temática como lo es, sin duda, en tantas otras.

A este efecto, las páginas siguientes van a dividirse en dos apartados:

En el primero de ellos [apartado 2.] me propongo mostrar algunos ejemplos de la deficiente argumentación que se encuentra a todo lo largo y ancho del artículo «Determinismo, indeterminismo, azar y diseño inteligente» de Néstor Martínez. Por supuesto, no voy a discutir todos y cada uno de los pasos en falso contenidos en dicho artículo, porque la longitud del texto final sería entonces desbordante. Y, aun así, deteniéndome hacia la mitad más o menos del artículo, y no considerando ni siquiera todos los puntos cuestionables de esa primera mitad, y dejando al lector el ejercicio de completar el análisis, aun así, digo, soy consciente de que este apartado va a ser largo y árido. Pido disculpas de antemano por ello. No me gusta escribir comentarios largos y áridos a nada, pero a veces no hay alternativa: O eso, o dejar pasar imposturas que de ninguna manera son admisibles.

La última parte de este escrito [apartado 3.] será mucho más breve, pero apuntará al núcleo del problema: La principal consecuencia de planteamientos como el de Néstor Martínez en el artículo que comentamos, y algún otro bloguero de Infocatólica en otros artículos, es la de provocar conflictos completamente innecesarios entre resultados científicos bien establecidos y la fe cristiana. De manera que se hace daño. Se causa sobre todo un daño serio y gratuito a los jóvenes católicos con vocación científica. Y esto es algo que me preocupa, y algo contra lo que he tratado de combatir desde hace ya muchos años. Motivo por el cual espero que se entienda, y quizás también se disculpe, el tono a veces un tanto agrio de los comentarios que siguen.

2. Pequeña muestra de argumentos sofísticos y falacias detectables en el artículo de Néstor Martínez

Tras un conjunto de citas, tomadas del primer capítulo de «Mitología Materialista de la Ciencia», el Sr. Martínez enuncia el primer gran bloque de errores que cree detectar en mi planteamiento expuesto en dichas páginas (y en bastantes más). Este es el bloque que vamos a considerar despacio, porque es muy representativo del conjunto del artículo:

Sostiene Martínez que yo estaría afirmando que «o bien hay determinismo natural, o hay indeterminismo cuántico». Y estaría afirmando además que «en el primer caso, perece la libertad humana». En cambio, admitiendo el indeterminismo cuántico, aparece un azar que, además, «sería el responsable, vía selección natural, de la aparición de una gran variedad de especies naturales».

Ahora bien, por contra, el Sr. Martínez replica que la única opción posible (y que, por supuesto, va a demostrar con todo rigor), es la de sostener que el azar no alcanza las naturalezas mismas de las cosas, sino sólo el plano accidental. «Las naturalezas de las cosas son internamente necesarias, y por tanto no pueden deberse ni al azar ni al libre albedrío». En consecuencia, resulta imposible que las especies naturales sean fruto del azar, como afirma el postulado darwinista. Además sería absurdo querer fundamentar la posibilidad del libre albedrío con el azar (lo que también va a demostrar con todo rigor).

Bien. Veamos qué hay que pensar de todo esto. Para mayor claridad, dividamos el análisis en dos partes: (1) la cuestión de si las especies naturales pueden originarse, o no, en un proceso que incluya el azar a la manera propuesta por la teoría darwinista; y (2) la cuestión de si es, o no es, absurdo querer fundamentar la posibilidad del libre albedrío con el azar.

No obstante, y antes de empezar a analizar los dos puntos mencionados, conviene prestar atención a un detalle que parece a primera vista una mera cuestión terminológica, pero que en realidad es ya una manzana envenenada del argumento del Sr. Martínez (la primera de todas,... ¡y situada ya en la primera línea de su exposición!). Se trata del siguiente enunciado:

«Según estos autores, entonces, o bien hay determinismo natural, o hay indeterminismo cuántico».

¿Cuál es el problema de este enunciado? Pues que está contraponiendo cosas que realmente no deberían contraponerse, porque no necesariamente se encuentran en el mismo plano. El «determinismo natural» es algo que se refiere al plano ontológico. Mientras que el «indeterminismo cuántico» es algo que se refiere al plano físico. Sólo podrían contraponerse si el plano físico agotara toda la ontología. Esa es una tesis que sostienen los materialistas en general, y los fisicalistas en particular, pero que ni yo, ni los otros autores que el Sr. Martínez mete en el mismo saco que a mí, sostenemos ni por un momento. Por tanto, esa contraposición es falsa.

Más aún, toda la argumentación del Sr. Martínez en las primeras páginas de su crítica se sirve de una añagaza que únicamente puedo calificar de sofística: La de hablar continuamente de determinismo y de azar sin especificar si estamos refiriéndonos a determinismo físico u ontológico, o a azar ontológico, o físico, o meramente epistemológico. Lo peor de todo esto es que el Sr. Martínez no ignora al menos la posibilidad de algunas de estas distinciones. Pero no explicita las alternativas a que darían lugar, sino que deja que los argumentos tengan una apariencia de fortaleza lógica que no es real, porque se están obviando las distinciones decisivas... y reserva para el final de la sección, cuando ya todo el efecto retórico está logrado, el mencionar, en forma de una objeción que se quita de encima mediante un argumento fallido, la posibilidad de considerar dichas distinciones. (Volveremos un poco más adelante sobre esta objeción, con la que justifica erróneamente su falta de distinciones).

Esta forma de argumentar es tan refinadamente tramposa que hubiera hecho feliz a un Gorgias, pero dudo mucho que Santo Tomás de Aquino la recomendara a sus discípulos. No entremos, pues en ese juego, sino que comencemos dejando bien claras las distinciones que son pertinentes aquí. Y, una vez que las tengamos claras, repasemos la argumentación del Sr. Martínez, que entonces nos mostrará su verdadero carácter y fortaleza.

Cuando se habla de determinismo, uno puede estar refiriéndose a un determinismo físico, que sería aquel que se nos presentaría si la malla causal de la física estuviera cerrada, de manera que todos los seres materiales evolucionaran siguiendo leyes físicas deterministas. O bien podemos estar refiriéndonos a algo que puede ser diferente de lo anterior (salvo para los fisicalistas): un determinismo ontológico, o natural, que sería la situación que tendríamos en la realidad si el «principio de razón suficiente» se cumple de manera irrestricta. Si partimos de la validez irrestricta del «principio de razón suficiente» (... una validez bastante discutible, pero que no cuestionaré a lo largo de este texto, para no complicar más la argumentación), entonces nada ocurre sin una razón suficiente, de manera que podemos decir que esa razón suficiente es su determinación, y todo está determinado ontológica o naturalmente. Pero note el lector que un escenario así es perfectamente compatible con el indeterminismo físico, si ocurriera que algunas de las fuentes de determinación de la realidad no son físicas (por ejemplo: la voluntad libre). Por su parte, podríamos tener indeterminismo epistemológico incluso si estuviéramos en una situación de determinismo físico, puesto que el indeterminismo epistemológico sólo indica nuestra incapacidad de predecir los resultados de un proceso o acontecimiento. Y un acontecimiento puede ser impredecible aunque se encuentre físicamente determinado.

Por tanto, si nos encontramos con un fenómeno que no podemos predecir, hablamos en primer lugar de indeterminismo epistemológico. Detrás de este puede haber una situación de determinismo o de indeterminismo físico. Y detrás del indeterminismo físico podría haber una situación de determinismo ontológico (lo que en todo caso ocurrirá, si se cumple el «principio de razón suficiente») o de indeterminismo ontológico (lo que en algunos casos ocurrirá, si no se cumple el «principio de razón suficiente», que es un tema en el que insisto que no me voy a meter aquí, pero del que habría bastante que decir).

Bien. Pues ya tenemos todos los elementos necesarios para descubrir los sofismas de la primera parte de la argumentación de Sr. Martínez. Vamos a ello.

(1) La «imposibilidad» del darwinismo

Veamos cómo demuestra el Sr. Martínez esta imposibilidad:

«El error de estos autores está en no distinguir entre lo natural y lo azaroso.

Aceptan el postulado darwinista, según el cual las especies naturales son fruto del azar.

Pero eso es imposible. En toda explicación por el azar tenemos que suponer una cierta pluralidad de elementos que se unen de un modo, justamente, «azaroso». Por ejemplo, los átomos de Demócrito.

Es decir, todo lo que deriva del azar es compuesto, de algún modo.

Ahora bien, es imposible que esos elementos también sean fruto del azar, de tal modo que dependan a su vez, entonces, de otros elementos más básicos, también azarosamente reunidos, y para estos valga lo mismo, y así, «in infinitum».

Porque retroceder infinitamente en busca de una explicación no es dar una explicación.

Tampoco lo es hacer de toda explicación posible algo en el fondo idéntico a aquello que debe ser explicado, y necesitado de explicación de la misma forma que ello, y eso es lo que sucede en tales retrocesos al infinito.

Por tanto, como tiene que haber una explicación (principio de razón suficiente) entonces, en el más azaroso de los panoramas tiene que haber elementos iniciales que no sean fruto del azar».

Evidentemente el argumento anterior no es más que una caricatura, un «hombre de paja» de la propuesta darwinista. Para empezar, el darwinista no dice que «las especies naturales son fruto del azar», sino de un proceso que incluye un elemento azaroso (las variaciones en el material genético durante el proceso de reproducción) y un elemento de selección natural de ciertos individuos cuya estructura particular (que en parte es aleatoria y en su mayor parte es una estructura heredada) presente ventajas reproductivas. Por tanto, el darwinismo no tiene nada que ver con una supuesta división infinita de la materia que compone los seres vivos para que sólo quede azar. Sostener eso equivale a no tener ni la más mínima idea de lo que significa realmente el mecanismo darwinista.

Más aún, si consideramos el proceso desde el punto de vista de la naturaleza de los componentes últimos que se unen y se separan, podríamos aceptar (si aceptamos el «principio de razón suficiente»... que esa es otra) que los componentes actúan determinados por una razón a nivel ontológico. Pero esto no obstaculiza en modo alguno el modelo darwinista, porque el azar que se menciona en ese modelo no tiene por qué ser otra cosa que azar epistemológico, o a lo sumo azar físico. Pero un proceso puede ser aleatorio si lo consideramos en el plano de la física, y no obstante venir determinado por determinantes ontológicos a otro nivel. Por tanto, en la propuesta darwinista no aparece ni el menor rastro de la imposibilidad que le atribuye el Sr. Martínez.

En este punto podríamos sazonar el argumento mostrando unos cuantos ejemplos de las veces que en esas páginas el Sr. Martínez ha ignorado (deliberadamente, como veremos por lo que sigue) las distinciones entre epistemológico, físico y ontológico, que son las decisivas para entender a qué nivel estamos hablando cuando hablamos del mecanismo darwinista con elementos aleatorios, y para no emplear por tanto el «principio el principio de razón suficiente» fuera de lugar.

Pero en lugar de eso, y por mor de la brevedad, permítame el lector que pase directamente al punto en el que, tres o cuatro páginas después de haber iniciado esta maniobra envolvente, por fin menciona una de las distinciones clave. La menciona y la «refuta» así:

«entiendo que son erróneos los argumentos de los autores contenidos en la cita arriba dada, que dicen [...] que el azar es una cuestión meramente epistemológica, no ontológica [...] [S]i no hay distinción real, ontológica, entre lo azaroso y lo que no es azaroso, lo natural, entonces da lo mismo decir que todo es azaroso que decir que todo es natural. En el primer caso perdemos el concepto del «azar», y en el segundo caso, perdemos el concepto de lo «natural».

Porque evidentemente, si es «natural» que sea yo y no mi vecino el que se saque el primer premio en la lotería, entonces «natural» no significa nada.»

El Sr. Martínez, ciertamente, pierde toda distinción entre la noción de «natural» y la noción de «azaroso», pero la culpa es simplemente de las definiciones que emplea, y que no le permiten diferenciar las dos cosas. Pero serían diferenciables sin ninguna dificultad, aun en el caso de que aceptemos la validez del «principio de razón suficiente» (y por tanto la completa determinación ontológica de todo lo real). Pues aunque aceptemos la determinación ontológica de todo lo real, aún podemos distinguir entre lo que está determinado de una forma que es previsible por nosotros, y lo que está determinado de una forma imprevisible por nosotros. A lo primero lo llamamos no azaroso, y a lo segundo azaroso desde un punto de vista epistemológico. Así de sencillo. Y también podemos distinguir entre lo que está determinado en el plano físico y lo que no aparece como determinado en el plano físico (aunque pueda estarlo ontológicamente de otras maneras), y a lo primero lo llamamos físicamente determinado, y a lo segundo físicamente azaroso.

Pasma pensar que las distinciones necesarias para no caer en los falsos dilemas entre naturaleza y azar de todas las páginas anteriores hayan sido bloqueadas (es decir, no presentadas a tiempo) sobre la base de una objeción tan endeble como la anterior. Pero es así: Nos encontramos ante un castillo mental de naipes. Y ese es, por desgracia, el tono y nivel de todo el artículo. Y lo más irónico, por lo que se refiere al punto particular que estamos ahora considerando, es que la dificultad que al Sr. Martínez le parece decisiva contra el empleo de las necesarias distinciones (...esa de que todo quedaría igualado y vaciaríamos el significado del término «azar», o el del término «natural»...) ya no le parece en modo alguno decisiva un par de páginas después, cuando él mismo tiene que esquivar una dificultad bastante análoga:

«para Dios no existe el azar. Pero eso no quiere decir que el azar no exista, simplemente hablando. Quiere decir solamente que el azar existe por relación a las causas segundas, no por relación a la Causa Primera. No se trata de diversos puntos de vista del sujeto cognoscente, sino de diversas relaciones reales, ontológicas, que el suceso azaroso tiene con las causas segundas, por un lado, y con la Causa Primera, por otro».

¡Vaya! La clave está, por lo visto, en que se trate de diversas relaciones reales. Algo así, por ejemplo, como la posibilidad de que tengamos azar físico pero determinismo ontológico a un nivel no físico. ¿No le parece, estimado lector? ¿No son esas también dos formas de relaciones reales? ¿Y no habíamos quedado, sin embargo, un par de páginas atrás, en que vaciaríamos de sentido los términos de «azar» o «naturaleza» como matizáramos y limitáramos un poco lo azaroso del azar?

Pero al llegar a este punto nos estamos acercando ya al segundo posicionamiento del Sr. Martínez que tenemos que analizar en este apartado: el de la base determinista o indeterminista de la libertad. Vamos a contemplarlo, pues, algo más de cerca en los párrafos siguientes.

(2) Libertad, determinismo e indeterminismo

Sostiene el Sr. Martínez dos curiosas tesis aquí. Se trata de las siguientes:

(2.1) «El determinismo físico natural no se opone al libre albedrío de la voluntad humana».

(2.2.) «Es absurdo [...] querer fundamentar la posibilidad del libre albedrío en el azar, como hacen estos autores».

¡Recias palabras son estas, qué duda cabe! Veamos, pues, qué demostraciones las sustentan:

(2.1) «El determinismo físico natural no se opone al libre albedrío de la voluntad humana».

Demostración:

«Se objeta que a menos que se profese un dualismo radical, el alma humana está íntimamente unida al cuerpo y entonces si el cuerpo está sometido al determinismo universal, el alma espiritual también lo estaría.

La respuesta es que, evidentemente, el cuerpo humano bajo algunos aspectos, concretamente, aquellos que no dependen de la inteligencia y la voluntad del hombre, está sometido al determinismo natural, y bajo otros aspectos, es decir, aquellos que sí dependen de la inteligencia y voluntad humanas, no lo está.

Por ejemplo, soy libre de decidir si levanto el brazo o no lo levanto. En ese punto, mi cuerpo no depende del determinismo natural. Pero una vez que tomé la decisión de levantarlo, es claro que lo voy a hacer de acuerdo con las leyes naturales, por ejemplo, voy a desplazar aire mientras lo hago, voy a tener que gastar energía para hacerlo, todo ello en una cantidad determinada, voy a poner en juego una serie de «poleas» y «palancas» musculares, etc.»

Ahora bien, si el determinismo físico fuera un escenario correcto, la solución que propone el Sr. Martínez sólo puede funcionar de dos maneras: (1) Si existe una «armonía preestablecida» entre lo físico y las decisiones libres, a la manera propuesta por Leibniz, que es una solución ciertamente no descartable en teoría, pero con pocos visos de plausibilidad; o bien (2) sosteniendo que en ocasiones las partículas que componen el cuerpo humano se comportan como dice la física hasta que la inteligencia y la voluntad del hombre determinen que han de comportarse de modo diferente a como se seguiría de los cálculos físicos. Pues la descripción determinista física dejaría de aplicarse en cuanto intervinieran la inteligencia y la voluntad. No hace falta que dedique mucho tiempo a explicar el atractivo que esta «solución» puede tener entre cualquiera con una mínima formación de física. Se trata, obviamente, de una forma más de embarcarse en un conflicto gratuito entre ciencia y fe. Porque la física en modo alguno limita su aplicabilidad, o las condiciones de su validez, por lo que se refiere a los sistemas físicos. Y el cuerpo humano puede ser considerado como un sistema físico. De manera que si la física reinante fuera una física determinista, entonces el cuerpo humano se comportaría como esa física determinista le dictara en todo momento. Sin distinción alguna de situaciones.

Pero sigue explicando el asunto, y propone el siguiente ejemplo:

«Eso no quiere decir que esas «partículas» deban moverse en contra de las leyes naturales, como, para poner un ejemplo, no se mueve tampoco en contra de las leyes naturales la pelota que un jugador de fútbol patea libremente hacia arriba».

No obstante, este ejemplo no refuerza en modo alguno la «solución» que pretende el Sr. Martínez. Porque cuando un jugador de fútbol patea una pelota hacia arriba, la situación puede describirse en términos físicos (de hecho, hay un curioso pasatiempo llamado «física del deporte» que realiza este tipo de ejercicios). Quiere decir que se considera el jugador de fútbol como un sistema físico con un determinado momento y energía, y se aplican los principios de conservación del momento y la energía para determinar la trayectoria de la pelota. Pero siempre bajo el modelo del jugador como un sistema físico con unos rasgos determinados.

En toda la descripción de este tipo de situaciones no aparece, por supuesto, ningún paso que sea un «ahora interviene la inteligencia y la voluntad libre». Simplemente la inteligencia y la voluntad son invisibles desde el plano físico. En teoría, la descripción física completa de situaciones así incluiría todas las interacciones eléctricas del cerebro, y todas las interacciones de las partículas que forman el cuerpo del jugador con las de su entorno. Pero ahí tampoco se ve la voluntad ni la inteligencia. Ahí lo único que se vería es actividad cerebral y una compleja pauta de estímulos ambientales. Y si no hubiera azar físico en esos procesos, sino que el determinismo físico fuera reinante, entonces no tendríamos más que dos posibilidades: o bien la armonía preestablecida entre decisiones libres y el curso necesario del mundo (Leibniz), o bien negar la libertad, puesto que podríamos reconstruir el curso de toda la acción en el plano físico desde antes que se produjera la supuesta decisión libre sin romper en ningún momento la continuidad de la descripción. Si aceptamos el determinismo físico, evidentemente.

Pero sigue explicándonos:

«La Física moderna estudia la realidad material solamente en aquellos aspectos de la misma que no dependen de la inteligencia y la voluntad del hombre, y así, no es de extrañar que formule un principio de «determinismo universal», que sin embargo, hay que interpretar de acuerdo con esos límites metodológicos de la ciencia física».

Esto simplemente no es cierto, y su mismo ejemplo lo demuestra: La física puede estudiar la realidad material en aspectos y situaciones en las que suponemos, por nuestra experiencia interna, que hay en juego una inteligencia y una voluntad de la que depende en realidad lo que ocurre. La física puede, por ejemplo, estudiar la situación física en la que se produce un lanzamiento de una pelota. Y lo que nos dice es que, o bien ese lanzamiento forma parte de una cadena física determinista (en cuyo caso el hombre no es libre, salvo armonía preestablecida), o bien ese proceso contiene elementos azarosos vistos desde el plano de la física. En cuyo caso hay espacio para que intervengan otras fuentes no físicas de determinación, como la libertad. Tertium non datum.

(2.2.) «Es absurdo [...] querer fundamentar la posibilidad del libre albedrío en el azar, como hacen estos autores».

La demostración de la tesis anterior no le ha quedado muy lograda al Sr. Martínez. Pero veamos si consigue salir algo más airoso del lance en el caso de la segunda, que demuestra así:

«En todo caso, el indeterminismo universal se opone al libre albedrío.

Partimos de la base de que la elección libre es un acto de la voluntad motivado por razones que presenta la inteligencia. Si fuese un acto solamente de la voluntad, sería algo ciego, y no sería una elección libre.

Por otra parte, si la elección dependiese unilateralmente de las razones que presenta la inteligencia, no sería libre, porque, o bien seguiría siempre la razón objetivamente más fuerte, o bien el apartarse de ella sólo se debería a un error de apreciación.

La tesis tomista supera admirablemente ambos escollos: «La voluntad sigue siempre el último juicio práctico de la inteligencia, pero depende de la voluntad cuál sea el último.»

El juicio práctico al que se refiere es aquel en el que termina la deliberación antes de elegir.

Ahora bien, esto supone el determinismo. Porque el indeterminismo consiste en decir que dados todos los antecedentes, el consecuente puede darse o no darse.

Si esto ocurriese en las relaciones entre inteligencia y voluntad en la elección libre, entonces dado el último juicio práctico de la inteligencia la elección correspondiente de la voluntad podría no darse, y también, dado el acto de la voluntad para detener la deliberación del intelecto un juicio práctico determinado, dicha detención podría no producirse.

La consecuencia sería que la elección libre dependería en última instancia del azar, y por tanto, no sería libre».

¿Cuál es el fallo de todo esto? Pues, una vez más, la falta de consideración de las distinciones oportunas: Simplemente está mezclando indeterminismo ontológico con indeterminismo físico en los procesos de decisión. Ahora bien, resulta que la tesis que yo defiendo en el libro que el Sr. Martínez critica, y que he defendido además en una serie de artículos y otros textos, es que una decisión libre es justo una que viene determinada por una deliberación (si se quiere, por un proceso de deliberación descrito a la manera tomista) pero que está indeterminado en el plano físico. Es decir, que si la única realidad fuera lo que nos dice el plano físico, entonces tendríamos que decir que se trata de un proceso indeterminista. Pero ontológicamente no lo es, simplemente porque la realidad es más rica que el plano físico. Eso es todo.

Bien. El caso es que aún no hemos alcanzado siquiera la mitad del artículo, y la acumulación de pasos en falso ya es exuberante y descorazonadora. Pero aún hay más. Porque si continuamos leyendo encontramos la repetición de la misma treta que ya se había empleado al analizar el darwinismo: La distinción clave para entender la situación que estamos describiendo ahora se oculta durante todo el desarrollo del argumento, y sólo se deja ver al final, como de pasada, y pretendiendo que se puede descartar con una frase:

«Se puede objetar que el indeterminismo físico no supone un indeterminismo universal, o sea, también a nivel de las facultades espirituales como son la inteligencia y la voluntad. En todo caso, tampoco favorece la libertad humana, por ser físico, por un lado, y no tener vigencia en el plano espiritual, y por ser indeterminismo, por otro, por lo recién dicho».

Por supuesto que el indeterminismo físico favorece la libertad, Sr. Martínez: porque evita que las acciones humanas simplemente estén predeterminadas por las leyes mecánicas y las condiciones iniciales del universo. El determinismo físico (salvo armonía preestablecida o propuestas similares) impide la libertad. El hecho de que el Sr. Martínez perdería su tiempo escribiendo el artículo que estoy comentando ya podría haberlo previsto el famoso demonio de Laplace, si hubiera contado con los datos pertinentes relativos a la situación de las partículas del mundo en el primer día de la creación. (Y supongo que se habría divertido bastante, imaginando la escena...). Mientras que el indeterminismo físico deja espacio para la posibilidad de la acción de otras fuentes de determinación de la realidad, como podrían ser las decisiones libres. Lo cual convierte al Sr. Martínez en plenamente responsable, o más o menos, del texto de marras. ¡Qué le vamos a hacer!

En fin: He llegado aproximadamente a la mitad del texto, y creo que lo expuesto muestra ya de sobra las virtudes del escrito del Sr. Martínez. Por tanto, voy a dejar aquí el análisis. Quede, para el inquieto lector el ejercicio (inútil, pero quizás entretenido) de descubrir las falacias restantes (¡tiene donde escoger!).

3. En qué para todo esto

Pasemos finalmente al meollo del asunto: ¿Por qué debería uno molestarse por textos como el que estamos comentando? El texto, desde luego, es un cúmulo de despropósitos. Pero, ¿acaso no se trata de un ejercicio completamente inofensivo? No. No lo es. Y para darse cuenta de que no lo es, lo que tiene que hacer el lector es preguntarse cómo hay que entender entonces el origen de las especies, si aceptamos el marco que nos propone el Sr. Martínez. Basta pensar un poco, sobre la base de las indicaciones que se nos van dando en el texto, para caer en la cuenta que la historia de la vida en el mundo de Martínez no tiene nada que ver, o tiene muy poco que ver, con lo que nos enseña la biología en relación con nuestro mundo real. De manera que el joven biólogo resulta empujado a un dilema completamente innecesario. Se le está obligando a escoger entre la ciencia y eso que se pretende filosofía tomista. (¡Si Santo Tomás levantara la cabeza!). Y, por ende, a escoger entre ciencia y pensamiento cristiano: O ciencia o fe.

Este es el problema real del artículo del Sr. Martínez. Y no sólo de dicho artículo, sino de muchos otros planteamientos diletantes, que, por desgracia, encontramos a veces también en artículos de Infocatólica, que anunciando razones para nuestra esperanza, en realidad generan graves daños. ¿Recuerda el lector, por ejemplo, las diversas apologías del mal llamado «diseño inteligente» que han aparecido por aquí? Pues entonces realice un ejercicio similar al propuesto en el párrafo anterior, y pregúntese cómo hay que entender el origen de las especies, sobre todo el origen de las distintas grandes familias y reinos del árbol de la vida, si aceptamos ese marco que se nos propone como una «alternativa» al modelo evolucionista estándar en nuestros días. Por supuesto, los ideólogos del «diseño inteligente» procuran ser elusivos al llegar a este punto, porque no tienen ninguna respuesta... o, mejor dicho, posiblemente sí que están pensando en una, pero procuran no explicitarla, para que no se vea con tanta claridad de lo que se trata, en el fondo.

En definitiva: El estudio de las relaciones entre ciencia y fe es un asunto serio. Y, por tanto, debe ser abordado seriamente. Jugar a ser Santo Tomás de Aquino, empleando la jerga aristotélico-tomista para llevar a los jóvenes biólogos a un dilema absurdo, no es una forma seria de abordarlo. Jugar a ser un nuevo Paley, apoyando la enésima versión de la vieja y nefasta teología del «Dios de los huecos», tampoco. Advertido queda.

Por mi parte, doy por concluido, no ya este artículo, sino esta polémica. El tiempo es oro, o incluso gloria, y hay que tratar de aprovecharlo bien. Y embarcarse en una serie de artículos y contraartículos sobre textos como el que he tenido que comentar en esta ocasión es algo que, francamente, no me merece la pena.

Francisco Soler Gil

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