1. «En sus marcas, listos, ¡ya!»
Como sacerdote, desde la sede o desde el altar, tengo oportunidad de ver algunas cosas que a los fieles se les pueden pasar desapercibidas.
Una de las que no querría ver –pero está ahí, patente– es una especie de carrera eclesiástica.
Y no me refiero a lo que el Papa llama «carrerismo» (el afán de ocupar puestos cada vez más importantes en la Iglesia) sino a esa especie de carrera que para muchos cristianos comienza cuando el sacerdote da la bendición, o incluso antes. Como si en lugar de decir «Los bendiga Dios...» dijera: «En sus marcas, listos... ¡ya!».
¡Qué fea impresión causa ver a algunas personas que parecen huir lo antes posible de la Iglesia, una vez que han comido! Como si estuvieran cansados o hastiados de estar ahí.
Es cierto que algunas veces la Misa se prolonga demasiado de modo imprevisto; es cierto que algunas veces se ha llamado un taxi o vino un familiar a buscarte y está afuera tocando bocina y estacionado en doble fila...
Pero lo habitual no debería ser salir corriendo de la casa del Señor.
Esta actitud me parece doblemente negativa cuando la carrera comienza en el momento en que el sacerdote comienza a dar los avisos parroquiales.
¿Por qué? Porque el irse sin escucharlos parece significar «no me interesa, yo vengo a Misa y punto, no me pidan más... ya cumplí».
Los avisos parroquiales, sin embargo, son importantes. Son la vida de la comunidad. Nos recuerdan que el Templo no es sólo como un Supermercado de la Gracia o un «patio de comidas» espirituales, donde voy a buscar mi nutriente semanal y punto.
No. El Templo es mucho más, la Misa es mucho más.
La comunidad en la que celebro la Eucaristía es una familia, un pueblo, un cuerpo, con una vida, con actividades pastorales, con necesidades materiales, con diversidad de carismas. (…)
Una vez finalizados los avisos y cuando el sacerdote dice «Pueden ir en Paz», no significa «Bueno, márchense de aquí por favor que tenemos que cerrar».
Un tiempo de acción de gracias personal, luego del canto de despedida, es uno de los grandes medios de la Vida espiritual que todos los santos recomiendan.
Porque en la Misa intentamos concentrarnos en el Señor, regalarle todos nuestros sentidos internos y externos, nuestra memoria e imaginación, nuestra inteligencia y voluntad. Adorarlo, alabarlo, darle amor, entregarnos.
Pero hay que volver a casa. Hay que volver al trajín cotidiano y a las situaciones complicadas, y a ese compañero de trabajo que me cuesta, y a la relación con uno de mis hijos que no sé por dónde encarar.
En ese momento de acción de gracias –perdón por la tautología– da gracias. A ese Jesús tan bueno que te quiere habitar. Al Padre por habértelo dado, y a María por haber hecho posible semejante locura. Y al Espíritu Santo por haber realizado una vez más el milagro.
Y pídele. Pídele a Jesús que te dé serenidad ante los ataques de los que no comprenden tu fe. Pídele que te dé prudencia y fortaleza para vivir la castidad en tu noviazgo. Píesele humildad para permanecer amante ante las críticas. Pídele alegría para llevar la cruz de la enfermedad propia o de tu gente.
Háblale de lo que tienes que hacer luego, y al día siguiente, y en la semana. Entrégale especialmente aquel compromiso que en los próximos 7 días estarás preocupándote, para que lo vivas con mirada sobrenatural.
No desaproveches esos 5 o 10 minutos, anticipo del Cielo. Grandes cosas puede hacer el Señor en ese ratito, si le abres el corazón.
¿Carreras? Bastantes hay durante toda la semana, ¿no?
2. «Ite, Missa est»
Así suenan en latín las palabras con las que el sacerdote despide a los fieles.
Estas palabras, traducidas literalmente, significan sencillamente «Vayan, ya terminó». Parece ser que en la Antigüedad se usaban para disolver cualquier asamblea de personas reunidas.
Pero en el uso cristiano, poco a poco, se fue asociando el «missa» con la «missio» de la Iglesia.
Más que palabras de despedida, esta fórmula es un mandato misionero. Así como al finalizar su tiempo entre nosotros, y antes de volver al Padre, Jesús deja a la Iglesia la tarea de la Misión, así también, al finalizar la Eucaristía, el sacerdote, en nombre de Cristo, nos envía al mundo. «La Misa acaba, comienza la misión», dice un canto. (…)
Si me permiten una comparación, creo que puede ayudarnos pensar que la Eucaristía dominical –y diaria, también– es el Corazón de la Iglesia. En cuanto corazón, es culmen y fuente de toda la vida del Cuerpo Místico.
Es culmen, y lo hemos reflexionado en varias ocasiones, porque toda la vida del Cuerpo va, de alguna manera, al Corazón. Es conducida hacia él y por él, como el torrente sanguíneo del cuerpo humano.
Los cristianos que participan de la Eucaristía son como el Torrente Sanguíneo de la humanidad. Desde los extremos de la sociedad llevan hacia el centro toda la vida del organismo, vida que necesita –como todo cuerpo– ser oxigenada y purificada.
Es fuente, porque la Sangre –los cristianos– que salen, impulsados por el Amor de Cristo, llevan ahora a cada célula de la sociedad –cada persona humana– una vitalidad que no es suya, sino que es prestada. Ese torrente sanguíneo, purificado, oxigenado, lleno de nutrientes, da vida a todo el cuerpo.
Así debería ser la presencia y el servicio de los fieles cristianos: desde los extremos hacia el centro y desde el centro hacia los extremos.
La Eucaristía es, entonces, como el Corazón Viviente de la sociedad. En su movimiento de sístole y diástole –atracción y envío– mantiene vivo al mundo.
¡Qué grande, entonces, la Misión!
¡Qué palabras tan cargadas de significado: «Vayan...».
Nietzsche –el filósofo que proclamó la «muerte de Dios»– reprochaba a los cristianos de su tiempo que sus caras, al salir de la Eucaristía, no reflejaban alegría, sino más bien amargura. Caras de velorio, diría el Papa Francisco.
Y si bien sabemos que la cara no lo es todo –hay rostros que brillan con brillo artificial– debemos preguntarnos: ¿cómo salgo yo de la Misa?, ¿cómo vuelvo a mi casa?, ¿cómo trato a quienes encuentro al llegar?, ¿cómo estoy el resto del día? (…)
Volver al Corazón Eucarístico de Jesús y ser impulsados por Él no es, entonces, una simple obligación: es una gozosísima necesidad, es una aventura maravillosa: la de ser instrumentos de Vida para el mundo de hoy.
3. María y la Iglesia
En los cancioneros de nuestras parroquias hay siempre algunas secciones: entrada, ofrendas, comunión...
Una de ellas dice «despedida» y, sin embargo, no es frecuente que se canten esos cantos. Es una arraigada tradición que el canto final de la Santa Misa se realice en honor de la Virgen Santísima.
¿Es bueno esto o es una desviación popular? ¿Podemos encontrar algunas relaciones entre María y la Misa?
Es evidente que Sí, por su gran y perpetuo Sí.
«Sí» es, en el fondo, la pequeña Palabra que María pronunció siempre, con diferentes versiones.
En ese «Sí» de María están sintetizadas todas las actitudes que los cristianos y la Iglesia en su conjunto deben intentar vivir en cada celebración eucarística.
El Sí de la Encarnación se revive en dos momentos: en la liturgia de la Palabra y en la presentación de las ofrendas.
María pudo responder «Sí» porque primero escuchó. Porque a diferencia de Eva, ella decidió obedecer, que significa «ponerse debajo de la palabra». Porque, a diferencia del Pueblo de Israel, no «endureció su corazón». Porque Ella comprendió que la verdadera libertad está en acoger el plan divino para nuestra vida.
En Nazareth, María escuchó, y cuando dijo «Sí», puso a disposición del Hijo su alma con todas sus potencias, su cuerpo con todos sus miembros, su tiempo, su pasado, presente y futuro... De sus entrañas purísimas, fecundadas por el Espíritu Divino, el Padre hizo surgir el milagro de la Vida del Dios hecho carne. Gracias a la «materia» ofrecida por esta sencilla mujer, el «Dios de los Ejércitos» comenzó a ser Emanuel, Dios con nosotros.
Así también la Iglesia, en cada celebración, pone a disposición del Padre el Pan y el Vino, con todo lo que ellos significan. El Padre quiere que el Hijo, hasta el final de los tiempos y por toda la eternidad, sea Emanuel. Pero para eso, quiere contar con nuestro sí. (…)
Pero hay otro lugar en el que el «Sí» de María es clave: el Calvario. Nosotros no logramos dimensionar adecuadamente lo importante que su presencia al pie de la Cruz fue para el Varón de Dolores. (…)
Pues bien, allí, acompañando su soledad, estaba María. Sosteniendo con su presencia y su afecto de Madre la entrega del Hijo. Animándolo a seguir fiel hasta el final, hasta que todo esté consumado.
María al pie de la Cruz, en esas tres horas de dolor, y también luego, cuando lo descendieron y se lo entregaron, es una verdadera mujer sacerdotal. En sus manos tiene la Víctima que borra nuestros pecados, y la ofrece al Padre, uniendo a su sacrificio su doloroso asentimiento. Podemos imaginar también que allí María, de modo sutil e imperceptible, ofrecía a todos los hombres el Cuerpo sin vida de Aquél que es la Vida. Mostraba a los circundantes la consecuencia de su pecado.
Eso hace la Iglesia, en cada Misa. Lo intenta hacer como María, y con María. Ofrece al Padre la Víctima que nos alcanza Misericordia, y muestra y ofrece a los hombres –ahora ya como alimento– ese Cuerpo santísimo y esa Sangre Preciosa.
Eso puedes hacer, con María y como María, en cada celebración. Sabiendo que incluye ahora, para nosotros, una nueva dimensión. Implica decir «Sí» a la Cruz, a los sufrimientos incomprendidos, a las «podas» dolorosas que el Viñador quiera realizar en tu alma y en tu historia.
Por eso san Juan Pablo II, sin dudar y sin exagerar, podía decirnos que María es «Mujer Eucarística».
4. Como en la Visitación
Pero hay aún dos aspectos del misterio de María que se vinculan directamente con la Eucaristía, y los podemos relacionar ahora ya con el momento de la despedida-misión.
Luego de la Encarnación, la Virgen sale, presurosa, hacia la montaña de Judá, a la casa de Isabel. Llevaba en sus entrañas el Tesoro más grandioso de la Historia, la Salvación esperada desde el inicio del mundo, la Respuesta a todas las preguntas que los hombres se han hecho por siglos.
Pero nadie lo sabía.
Ella caminaba rápido, dispuesta a cumplir una misión, que había intuido en las palabras del Ángel: «También tu pariente Isabel concibió un hijo...».
Y ella sí supo que algo había ocurrido. Cuando María –Sagrario Viviente– entró en la casa de la anciana prima, todo saltó de alegría, casi como los umbrales del Templo cuando Dios se manifestó a Isaías.
El pequeño Juan bailó de gozo, como David, y el alma de Isabel quedó llena de una dicha como nunca antes había experimentado.
¿Cuándo ocurrió esto? Dice Isabel: «Apenas oí tu saludo». Son las palabras de María las que, brotando desde su intensísima unión con el Niño, transmitieron una alegría celestial a los primos.
«Sagrarios Vivientes»: eso son los cristianos que, habiendo comulgado, se dirigen por las calles, a pie, en auto o en colectivo, a retornar su vida cotidiana.
«¡Sagrarios Vivientes!»: vaya privilegio, vaya responsabilidad.
Por eso cuando salgas de Misa, cantando a María, no te olvides de pedirle la gracia de no olvidarte que lo llevas dentro. Las especies eucarísticas duran poquito tiempo en tu sistema digestivo, pero la presencia del Emanuel en tu corazón dura tanto como se lo permitas. (…)
Por último, luego del diálogo de las santas primas, el alma de la Virgen se abre en un maravilloso canto: «Mi alma canta la grandeza del Señor...».
Un canto de acción de gracias, donde ella recuerda las grandes obras de Dios desde el origen del mundo, sabiendo que ellas son una promesa de futuras bendiciones.
Nuestro mundo está necesitando, cada día más, personas que sepan cantar. Que tengan la capacidad de descubrir que siempre hay esperanza, porque hay un Dios que nos ama. (…)
Personas que recuerden y canten agradecidas. Eso fue María en la casa de Isabel. Eso hace la Iglesia en la Eucaristía. Eso podemos hacer los cristianos: ser personas que permanentemente estemos cantando el Magnificat. Personas cuyas vidas se puedan sintetizar en esta alabanza.
5. La Eucaristía forma de la vida cristiana
Siendo la Eucaristía cumbre y fuente de la vida cristiana, no es raro que los últimos Papas hayan dicho que es también «forma de la vida cristiana».
¿Qué quiere decir esto?
Que el modo de ser de Jesús Eucaristía define, de manera esencial, la existencia de sus discípulos.
Que la santidad cristiana consiste en eso: parecernos, imitar, reproducir, encarnar, los sentimientos de Jesús en este Sacramento.
Hemos dicho ya varias cosas, pero podemos precisar al menos una idea central.
En toda su vida, pero de modo especial en su Pasión y en la Eucaristía, la existencia de Cristo es «pro-existencia». Es un vivir-para, es un estar completamente orientado a la salvación y el servicio de los demás. «Vine para servir y dar la vida», dijo una vez.
El contenido de la Pasión y de la Eucaristía fue expresado por Jesús de un modo eminente en el Lavatorio de los pies. El Hijo de Dios, de rodillas antes sus creaturas, realizando un servicio humilde, por puro amor.
Lo que Jesús proclamó en el Sermón de la Montaña, lo vivió de modo pleno a través de su Cuerpo entregado y su Sangre derramada; lo anticipó en la Última Cena y lo prolonga en cada Misa.
La Eucaristía es, entonces, amor humilde, servicio que se inclina hacia el otro –con sus miserias incluidas– para ennoblecerlo.
El amor humilde, la capacidad de servir a los demás, de buscar siempre el bien del otro –material y espiritual– es el signo distintivo de los hombres y mujeres verdaderamente eucarísticos.
¡Qué meta tan noble para un creyente proponerse vivir en todo momento con los sentimientos del Corazón Eucarístico de Jesús!
¡Qué eficacia tendrán nuestras palabras, nuestros consejos, nuestras invitaciones a Misa, si nuestros hermanos nos ven mucho más a menudo de rodillas, con la palangana y la toalla, listos para servir, y con una sonrisa en los labios!
Leandro Bonnin, sacerdote
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