Jesús, nuestro Buen Pastor, ve y convoca a sus primeros apóstoles: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar, porque eran pescadores (Mt 4, 18). Y hace lo mismo, también, con otros dos hermanos, Santiago, hijo de Zebedeo, y su hermano Juan (Mt 4, 21). Los cuatro, ante el contundente, Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19) que pronuncia el Señor, dejan al instante redes y barca, y lo siguieron (Mt 4, 20. 22). Maravillosa respuesta al llamado amoroso de Cristo, para apacentar su rebaño. Conmovedora decisión que se repite, a lo largo de la historia del cristianismo, con singular impacto en la vida de la Iglesia. ¡Cómo no hacer memoria, entonces, del día que también a nosotros Jesús nos miró con amor (Mc 10, 21), y nos llamó a seguirlo! ¡Cómo no implorarle, de rodillas, la gracia de la perseverancia final; y de no ceder jamás a la tentación de volver a las redes y a nuestras propias barcas…!
La respuesta de los apóstoles solo es posible desde una fe absoluta. ¿O, acaso, puede pensarse, sin mirada sobrenatural, que pescadores rudos, con buena posición económica, y exitosos en su oficio, abandonen casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos (Mt 19, 29), por un maestro itinerante que no tiene dónde recostar la cabeza (Mt 8, 20)…? ¿Dejarían, de no haber creído en el Señor, sus seguras posesiones, por una increíble promesa de recibir cien veces más, y heredar la Vida eterna (cf. Mt 19, 29)…? Es evidente que guardaron, en lo más profundo de su ser, a la Palabra que se hizo carne, y habitó entre nosotros (cf. Jn 1, 14). Bien lo dice San Pablo, citando a Isaías, en su Carta a los Romanos: La fe, por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la palabra de Cristo (Rm 10, 17). Siempre, el primer anuncio, nos llega por los oídos, antes de pasar por los ojos, y la especulación intelectual. ¡Cómo nos cuesta, a los párrocos, hacerles entender esto a tantos padres; que buscan retrasar la catequesis de sus niños hasta que vayan a la escuela, y sepan leer y escribir…! ¿O es que, acaso, no aprendimos a rezar, en la más tierna infancia, con nuestros padres y abuelos; aún mucho antes de pisar, por primera vez, un colegio? Resuena su eco por toda la tierra (Sal 18, 5), repetimos en la antífona del Salmo. Las palabras del Señor, en efecto, llegan hasta los confines del mundo (Sal 18, 5. Rm 10, 18).
Enseña San Gregorio Nacianceno: Cuando desempeñes las funciones sacerdotales, actúa de la mejor manera posible, y líbranos del peso de nuestros pecados al tocar la Víctima relacionada con la resurrección… No dejes de orar y abogar en favor nuestro, cuando traigas al Verbo con tu palabra, cuando con sección incruenta cortes el Cuerpo y la Sangre del Señor, usando como espada tu voz (Epístola 171). He aquí, en pocas palabras, un resumen de lo que es el Santo Sacrificio de la Misa; y de lo que hacemos los presbíteros, como sacrificadores. Lo dice, también, magistralmente Santo Tomás de Aquino: El Sacerdote habla en las oraciones de la Misa en nombre de la Iglesia, en cuya unidad está. Mas en la Consagración habla en nombre de Cristo, cuyas veces hace por la potestad de Orden (Suma Teológica, 3, q. 82, a. 7).
San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, patrono de los párrocos, y de todos los sacerdotes, dice: El sacerdote continúa la obra de redención en la tierra… Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra se moriría no de pavor sino de amor… El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús (Catecismo de la Iglesia Católica, 1589).
Hace nueve años, en la Catedral de La Plata, fui ordenado Sacerdote por nuestro querido Mons. Héctor Aguer; un verdadero padre para todos nosotros. Pude repetir, también aquel día, con el Santo Cura de Ars: Me postré consciente de mi indignidad, y me levanté Sacerdote de Cristo para siempre… ¡Cómo no darte gracias, Señor! Junto con el recordado padre Jorge Loring, SJ, hoy también te digo: Si volviese a nacer, no una vez, sino mil millones de veces elegiría ser Sacerdote…
Llegué a la Ordenación con casi 52 años. Y arribé con nueve años de intensa, maravillosa y, por momentos, angustiante preparación. El Señor me probó, entre tantos regalos y consuelos, en la fragua de las tribulaciones; y en arduos meses de destierro. Pude experimentar, de cualquier modo, aquello que, en su sabiduría pagana, los espartanos colocaban en la puerta de sus cuarteles: Entrenamiento duro, combate fácil.
Llegué al presbiterado lleno de ilusiones, y proyectos. No recibí el ciento por uno prometido por el Señor, sino muchísimo más que ello… Sabía que Cristo me depararía un millón de sorpresas. Me he quedado muy corto. Cada instante de la vida sacerdotal es un milagro, y una sorpresa en sí mismo. Y todo el tiempo, en particular en las horas de aflicciones, amenazas, y desafíos de todo tipo, experimento aquello que el salmista cantó con elocuencia: Los que siembran entre lágrimas cosecharán entre canciones (Sal 126, 5).
Aquel día de 2012 escribí una oración: ¡Señor, dame la gracia de ser sacerdote mártir!; y entre sus párrafos, pedía: Dame la gracia de ser Sacerdote mártir, junto a Ti, Rey de los mártires, en cada Eucaristía. Y que nunca se apoderen de mí, en el Santo Sacrificio, la rutina, el apuro, el mecanicismo o la frialdad. ¡Que celebre cada Misa como si fuera mi Primera Misa, mi única Misa, mi última Misa! ¡Y que arda contigo, siempre, en tu oblación al Padre!... Dame la gracia de ser Sacerdote mártir, y lo mismo que Andrés, responder en todo momento a tu llamado a ser pescador de hombres (Mt 4, 18-19; Mc 1, 16-17). Y que tu ¡Duc in altum! (Lc 5, 4), mi lema de Ordenación y mi grito de combate, de todos estos años, me lance una y otra vez a los mares más profundos; donde pueda ahogar todas mis tibiezas e infidelidades, y ofrecerte en reparación una pesca abundante…
Ingresé al Seminario, en 2004; en horas bien difíciles para la Iglesia, cuando saltaban aquí y allá los escándalos por abusos sexuales. Dejé para hacerlo una prometedora carrera periodística, y como escritor; un buen pasar económico, y posibilidades ciertas de matrimonio. Hoy puedo repetir, con el amado Benedicto XVI, Dios no me quitó nada, y me dio todo. Sí, postergué las noticias por la Buena Noticia. Aquella popularidad, y los autógrafos y los aplausos del mundo, fueron remplazados por el íntimo silencio; fecundo y salvífico, del Señor. Soy consciente de mis pecados, debilidades y defectos. Y no me creo, ni muchísimo menos, imprescindible. La Iglesia tiene un solo Salvador, y es Jesucristo. Le ruego insistentemente, cada día, que bien configurado con Él pueda ser parte de la solución, y no del problema. ¡Que María Santísima, en cuyos brazos amorosos de Madre me arrojo cada jornada, me alcance la gracia de la sabiduría y el coraje; hasta morir en la raya…!
Homilía del padre Christian Viña, en el noveno aniversario de su Ordenación Sacerdotal.Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres,
Fiesta de San Andrés, 30 de noviembre de 2021.
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