«Estoy muy sorprendido de que tan pronto os hayáis alejado de Dios, que os llamó por el amor de Cristo, y os hayáis pasado a otro evangelio. En realidad no es que haya otro evangelio, pero sucede que algunos os están perturbando y quieren pervertir el evangelio de Cristo. Pero si alguien, sea yo mismo o un ángel del cielo, os anuncia un evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Lo he dicho y lo repito: si alguien os anuncia otro evangelio del que ya recibisteis, sea anatema. No busco la aprobación de los hombres, sino la aprobación de Dios. No pretendo quedar bien con los hombres. ¡Si pretendiera quedar bien con los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal 1,6-10).
Estas palabras de San Pablo en su carta a los Gálatas son de gran actualidad. En estos dos mil años de la Iglesia habido, hay y habrá quienes nos intentarán engañar (hch 20), «se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño y también de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de sí». Por tanto, «vigilad» y «estad atentos y cuidad de toda la grey sobre la que el Espíritu Santo os ha puesto como obispos para que cuidéis de la iglesia de Dios, la cual compró él con su propia sangre».
La Iglesia ha enseñado, enseña y enseñará siempre lo mismo; pese a quien pese, y aunque haya quienes nos presenten supuestos nuevos caminos. Qué no os engañen, sólo hay un camino: Jesucristo en la Iglesia. Y la Iglesia enseña la Ley Divina, ley que la Misericordia nos ha dado para la salvación de nuestras almas: son los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Estos son las leyes morales en las cuales debemos basar nuestra vida. Y no son una carga ni lo podrán ser nunca:
«mi yugo es suave y mi carga ligera» dice el Señor (Mt 11,30).
Y San Pablo lo enseña infaliblemente, como verdad revelada (1 Cor 10, 13): «Dios es fiel, quien no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas; antes dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla».
Nadie dice que sea fácil, nadie dice que no haya dificultades, pero el Señor da la Gracia para vivir plenamente la Ley Divina y la Ley de la Iglesia. Por lo tanto, no es un ideal, algo inalcanzable. Es real y posible. Dios desea que todos los hombres se salven pero para ello es necesario una vida en Cristo y en la Iglesia, una vida de virtud e integridad, de santidad.
Por lo tanto, la Ley «es buena, con tal que se la tome como ley», y no ha sido instituida para los justos, sino para los prevaricadores y rebeldes, para los impíos e irreligiosos, para profanadores, y para los asesinos, adúlteros, homosexuales… Para estos está dirigida especialmente la Ley (1Tim 1). Porque Dios, que nos creó sin nuestra colaboración, no nos salva sin nuestra cooperación.
Dios, Misericordia, sólo se compadece de quien gime por sus pecados con el llanto del arrepentimiento y de la penitencia, siempre que esté dispuesto a enmendar su vida de pecado. Para él, Dios siempre está presto a sanarle. Pero los que viven obstinados en el pecado no pueden recibir la misericordia y perdón de Dios. Él no puede compadecerse de ellos, tal como insiste San Alfonso María de Ligorio en su sermón Sobre el número de pecadores. Estos que insisten en vivir así, no sólo ofenden sino que incluso irritan a Dios, tal como nos dice San Juan Crisóstomo en su Homilía 14 sobre el Evangelio de San Mateo.
Que no os engañen, el mismo Catecismo de la Iglesia Católica enseña que quien no se arrepiente de sus pecados no recibe la misericordia de Dios. No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento, rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento del corazón puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna (CIC, 1864).
Santo Tomás en su Compendio de teología (183) insiste en que no es una injusticia el que Dios castigue con una pena eterna al pecador que no se arrepiente de su pecado, perseverando en él hasta la muerte. La disposición a pecar permanentemente lleva el castigo eterno, sin fin.
Estos pecadores obstinados en su vida de pecado son los auténticos «corazones endurecidos», «corazones cerrados» a Dios y a su ley. Por culpa de ellos Moisés permitió relajar la Ley. Y los fariseos se aferraban a esas leyes relajadas, leyes a la medida humana, a la medida de la carne. Leyes al discernimiento y criterio de los fariseos, no al criterio de Dios. Pero Jesucristo les pone en su sitio.
En el actual ambiente mundial, e incluso entre muchos católicos, de depravación moral donde, sencillamente, ya no existe noción de pecado; los que siguen ese camino de rebajar las exigencias de la Ley son los que quieren sentarse en la «cátedra de Moisés» para mantener las leyes relajadas según los criterios humanos, según la carne y, así, no tener que vivir según los criterios de Dios, según la Verdad (Jn. 8).
Los auténticos «corazones endurecidos», los «corazones cerrados» a la bondad y misericordia de Dios son los que rechazan la objetividad e integridad de la Ley Divina para evitar, así, su complimiento en todo o en parte. Y esto pretenden con la falsa escusa de que «es demasiado el peso de la ley», y así trabajan para rebajar y debilitar sus exigencias o incluso vaciarla de contenido. Y aún pretenden mostrar, enseñar y pregonar este camino como caritativo, vía caritatis, dicen.
Que no os engañen, recordar lo que nos dice el apóstol: «No os engañéis, ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios» (1Cor 6, 9-10), si no cambian de vida, claro.
No hay autentica caridad sin la Verdad. La muestra más grande de amor hacia el pecador es ponerle ante su pecado y la gravedad del mismo, como el médico que pone al paciente ante la gravedad de su enfermedad. Sólo entonces se pueden poner los remedios adecuados para la sanación del alma enferma.
Que no os engañen, no es posible ir al cielo sin repudiar la vida pecaminosa. En una vida de pecado, más si es pecado mortal, no hay elementos constructivos ni positivos, sino un camino que lleva directamente a la condenación eterna, al infierno. Y debo repetirlo, la Ley no es un ideal, es posible cambiar de vida y vivirla conforme a la Ley de Dios. Es posible ir al cielo.
Que no os engañen, no existe una teología de la praxis según la cual no importan las reglas objetivas sino los casos concretos y, así, hacer una nueva ley de excepciones discernidas por la conciencia individual. Un nuevo camino lo llaman ahora. Nos pueden decir que la conciencia personal con el discernimiento personal y el acompañamiento de un pastor se puede determinar qué está bien y qué está mal. Es decir, el bien y el mal pudieran ser absolutos pero sólo en lo abstracto, siendo relativos en la práctica cotidiana. Esto no es cierto.
Que no os engañen, no existe la moral de situación. La Iglesia siempre ha enseñado y sigue enseñando que -según la moral católica- las circunstancias que constituyen el contexto en el que desarrolla la acción, no pueden modificar la cualidad moral de los actos haciendo buena y justa una acción intrínsecamente mala.
Dios no nos vino a complicar la vida con las Tablas de Ley a las que Jesucristo vino a dar cumplimiento. Que no os engañen, insisto en que es posible vivir conforme a la Ley de Dios y de la Iglesia y para ello Dios nos ofrece la Gracia.
La Gracia es un don gratuito que Dios da al hombre y le ponen en relación con su destino eterno. Es el principio formal de la vida sobrenatural. Se pierde por el pecado mortal y se debilita por el pecado venial. En la vida de pecado no hay vida de Gracia. Esto es uno de los puntos más principales de la fe Católica. En Gracia, el alma rebosa de vitalidad en Dios. En el Pecado, el alma se separa de Dios dramáticamente, poniéndola en el camino de la perdición eterna.
Pero hay quienes seguirán insistiendo en que no es para tanto porque Dios es misericordioso e, incluso, su propio Hijo se hizo pecado y se vació de divinidad en la Cruz. Pues cuánto más nosotros, ¿para qué preocuparnos? Miremos lo que de positivo hay en nuestras «situaciones irregulares». Esto es mentira.
Que no os engañen. San Agustín, en su Sermón Güelferbitano, nos enseña que aquel que no tiene pecado nos amó hasta tal punto que compartió nuestra condición, pero no la corrupción del pecado. Y Santo Tomás, en su comentario a segunda Corintios, añade que «se hizo sacrificio por el pecado» pero no pecado. Jesucristo se hizo carne mortal y pasible pero no pecaminosa ni, mucho menos, pecado; para morir por todos los pecados de la humanidad, para pagar por lo que nunca tomó, sin abandonar las dos naturalezas íntegras y perfectas.
Así, Jesucristo nos dice «yo soy el camino, la verdad y la vida» y «nadie va al Padre sino es por mi». Es decir, nuestra vida debe ser una permanente Imitatione Christi, como nos enseña Tomás de Kempis. Es algo posible y real porque es en el cristianismo y en la Iglesia donde conocemos al Padre por el Hijo:
«Si me hubierais conocido, también hubierais conocido a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto» (Jn 14, 7).
No es, por lo tanto, la vida cristiana algo abstracto, con leyes abstractas que sólo pueden ser vistas como un ideal, estando forzados a vivir sólo un pálido reflejo del ideal adaptado según nuestras circunstancias.
Que no os engañen. Quienes enseñen todo eso os estarán enseñando «otros evangelio». Lo pueden llamar «evangelio de la familia» o «evangelio de la misericordia». Lo pueden llamar de cualquier manera, pero tened presente que los evangelios que tenemos dados por los apóstoles son cuatro –llamados canónicos- todo lo demás serán «otro evangelio».
Antonio R. Peña
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