–¿O sea que una parte de la Exhortación apostólica postsinodal no es propiamente Magisterio de la Iglesia?… Pero está firmada por el Papa.
–No, no lo es. Y el mismo Papa Francisco así lo entiende.
Muchas afirmaciones de la Amoris lætitia necesitan ser aclaradas. Tante affermazioni che vanno chiarite. Éste es el título de un artículo publicado por el profesor Antonio Livi (= Livi), en la Nuova Bussola Quotidiana (13-04-2016). Lo tradujimos y publicamos en InfoCatólica (16-04-2016). En este artículo mío presente y en los que le seguirán, Dios mediante, citaré a este autor en varias ocasiones.
El profesor Antonio Livi (Prato, 1938-), sacerdote, discípulo de Étienne Gilson y colaborador de Cornelio Fabro, es autor de muchas publicaciones, director de la edición de las obras completas del Cardenal Giuseppe Siri, y profesor emérito de la Pontificia Universidad Lateranense, de la que fue Decano de Filosofía (2002-2008). Esta Universidad está especialmente vinculada a la Santa Sede. Juan Pablo II la llamó en una ocasión la «Universidad del Papa», y la eligió para fundar en ella el Pontificio Instituto Juan Pablo II, para estudios sobre el matrimonio y la familia.
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¿Es Magisterio de la Iglesia la exhortación Amoris lætitia? Ésta es una pregunta mal planteada. Y ha sido frecuente en las recientes publicaciones. La teología escolástica, extremadamente cuidadosa en su metodología, formulaba con muy especial cuidado la quæstio que se iba a considerar. A la pregunta aludida puede decirse con verdad que sí o que no. Y eso hace pensar que es ambigua y que por tanto está mal planteada.
Los grados de certeza teológica –o lo que viene a ser lo mismo, las calificaciones teológicas, la censura propositionum, el valor dogmaticus–, se empleaban antes siempre en los tratados de teología, fueran de teología dogmática o moral. Formulada una verdad, en seguida el autor le añadía la calificación por él defendida: de fe definida, común entre los teólogos, etc. Y pasaba al estudio de la cuestión examinando lo que la Escritura y la Tradición, el Magisterio y también los teólogos, habían enseñado sobre ella. El sentido de cada calificación solía explicarse en los manuales de Eclesiología, al tratar del Magisterio de la Iglesia, como también en los de Teología fundamental.
La eliminación de este método teológico en la mayoría de los manuales modernos es una gran pérdida. El autor habla, habla y habla de un tema, considerando sus diversos aspectos y derivaciones, pero nunca dice si lo que está enseñando es de fe, es común entre teólogos o se trata de una mera hipótesis suya personal… Esto trae consigo el grave peligro de que verdades de fe puedan ser estimadas como discutibles, y de que afirmaciones con escaso fundamento en Escritura y Magisterio, sean propuestas por su autor, con especial énfasis, como verdades de fe indiscutibles.
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La escala de los valores dogmáticos difería un tanto en la formulación de los tratadistas; pero venían ellos a establecer reglas de discernimiento bastante semejantes. Ludwig Ott (1906-1985), en su clásico Manual de Teología dogmática, es uno de los últimos tratadistas, según creo, que añadía a cada cuestión estudiada la calificación teológica que en su opinión merecía. También los excelentes manuales de la Sacræ Theologiæ Summa, elaborada a mediados del siglo pasado por profesores de la Compañía de Jesús, habían seguido la misma norma (De valores et censura propositionum in theologia, P. Miguel Nicolau, SJ - P. Joaquín Salaverri, SJ, De Ecclesia Christi, n.884-913: BAC, Madrid 1955).
Ludwig Ott, en su citado Manual, distinguía en su escala las verdades de fe divina, de fe católica, de fe divina definida, de fe eclesiástica, próxima a la fe, teológicamente cierta, sentencia común, opinión teológica, explicando el valor dogmático de cada una. Sus mismos nombres ya expresan que unas tesis-verdades exigían una adhesión de fe absoluta, y en gradación descendente, otras eran verdades que la Iglesia dejaba a la libre discusión de los teólogos.
El Vaticano II nos recuerda el grado y modo de obediencia que los fieles deben prestar al magisterio de sus Obispos, «adhiriéndose a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular debe ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la forma de decirlo» (LG 25a).
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Las posibles enseñanzas pontificias deliberadamente ambiguas, es decir, aquellas formuladas de tal manera que admitan distintas y aún contrarias interpretaciones, por su propia naturaleza, tienen un valor magisterial muy reducido o incluso nulo. En efecto, cuando intencionadamente se publica un documento pontificio que admite interpretaciones muy diferentes, es evidente que el Papa no está ejercitando la autoridad docente petrina. Ésta se ejercita cuando el texto, siendo claro y preciso, define una verdad o una norma –se entiende: aunque no sea definición ex cathedra–. De-finir es delimitar, poner límites precisos en la expresión pronunciada o escrita. Por eso digo que el Vicario de Cristo en la tierra sólo enseña una verdad católica con autoridad petrina cuando lo hace con claridad y precisión. «Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno» (Mt 5,37). La autoridad magisterial de una parte de un documento se reduce al mínimo o incluso deja de existir cuando lo escrito, sin forzar el texto, puede ser entendido de muchas formas distintas e inconciliables entre sí.
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¿Qué grado de autoridad apostólica docente debe atribuirse a la Amoris lætitia? Según lo que acabo de exponer, ya se comprende que no puede darse «una» calificación teológica del mismo grado a toda la Exhortación. En el texto de la muy larga Exhortación apostólica se hallan enseñanzas múltiples de muy diversa calificación teológica. Podría decirse que dentro de la Exhortación hay una escala con muchos escalones: desde el más alto, en el que se proclaman verdades de fe, dogmáticamente definidas, que son sin duda Magisterio de la Iglesia (hay muchas de éstas y excelentes en los capítulos primeros, aunque, por supuesto, no todo lo que en cada uno se dice sea necesariamente de fe), hasta los escalones más bajos, en los que muchas proposiciones no pasan de ser opiniones teológicas. En el capítulo 8º, concretamente, son innumerables las proposiciones ambiguas, pero también se hallan dispersas aquí y allá en los otros capítulos.
Es completamente normal, e incluso obligado, señalar los diversos grados de calificación teológica que se dan tanto en un texto del Magisterio pontificio como en un tratado teológico. Concretamente, no puede considerarse igualmente como Magisterio apostólico una encíclica del Papa o una homilía en Santa Marta o una entrevista en un avión. Es preciso distinguir bien en cada caso el grado que hay de autoridad docente. No distinguen bien aquellos que menosprecias las enseñanzas o las orientaciones del Papa, como si fueran meras opiniones de cualquier Obispo o teólogo. Y tampoco distinguen bien los que consideran como doctrina infalible todo lo que el Papa diga en cualquier modo y circunstancia.
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En opinión de algunos la Amoris lætitia no es propiamente Magisterio de la Iglesia. Así lo piensan y lo declaran. El cardenal Raymond L. Burke, por ejemplo, dice que «el Papa Francisco ha clarificado desde el inicio que la Exhortación Apostólica Post-sinodal no es un acto de Magisterio», y alude al (n.3) del documento. «Puede ser correctamente interpretada, en cuanto documento no magisterial, solamente usando la clave del Magisterio tal como está explicada en el Catecismo de la Iglesia Católica». Esa es también la calificación teológica que el profesor Antonio Livi da a la Amoris lætitia (= AL). En la Exhortación se reiteran, por supuesto, enseñanzas del Magisterio, sobre todo en los primeros capítulos. Pero Livi, atendiendo a lo que es más caracterizador del texto, lo sitúa entre los documentos pontificios que son «meras directrices para la pastoral».
«En efecto, como toda una clase de documentos pontificios, esta exhortación no es y no quiere ser un acto de magisterio con el que se enseñen doctrinas nuevas, proporcionando a los fieles nuevas interpretaciones autorizadas del dogma. Se trata más bien de un conjunto de orientaciones pastorales, dirigido principalmente a los obispos y sus colaboradores del clero y del laicado, en orden a que la doctrina sobre el amor humano y el matrimonio –que es confirmada explícitamente en cada uno de sus puntos– sea mejor aplicada a los casos individuales concretos con prudencia, con caridad y con deseo de evitar divisiones dentro de la comunidad eclesial. Estas son las intenciones del Papa, tal como resultan del tipo de documento que estoy comentando».
El Papa en la AL, sin embargo, a la vez que expresa en varias ocasiones explícitamente que no se pretende en ella introducir cambio alguno en la «irrenunciable doctrina» de la Iglesia (79, 199, 308), reitera de hecho en gran parte de la Exhortación, y con elocuente belleza, el Magisterio apostólico precedente sobre el matrimonio y la familia. No es, pues, correcto afirmar en bloque que la AL no es Magisterio apostólico.
Pero parece evidente que el capítulo 8º de la Exhortación, y algunos otros párrafos dispersos en ella, no son propiamente Magisterio pontificio. Y esto por dos razones fundamentales:
1ª.–porque así lo indica el propio lenguaje empleado: «conviene» (293), «podrán ser valorados» (294), «ejercicio prudencial» (295), «plantear» (296), «acojo las consideraciones» (299), «es necesario, por ello, discernir» (299), «no necesariamente» (300), «actitudes» (300), «considero muy adecuado lo que quisieron sostener muchos padres sinodales» (302), «ruego encarecidamente» (304), «comprendo a quienes prefieren» (308), «pero creo sinceramente que» (308), «estas reflexiones» (309), «estas consideraciones» (311), «un marco y un clima» (312), «nos sitúa más bien en el contexto» (312), etc. Este lenguaje, obviamente, no es el propio de un documento doctrinal, sino de una reflexión personal, de la que se siguen unas orientaciones pastorales.
2ª.–porque es un texto esencialmente ambiguo: Examinándolo atentamente, se puede apreciar a priori que de él podrán deducirse enseñanzas y normas prácticas totalmente contradictorias. Y a posteriori se confirma esa previsión. Cito dos ejemplos.
–El presidente de la Conferencia Episcopal de Filipinas, arzobispo Lingayen Dagupan, al día siguiente de la promulgación de la Amoris lætitia, publica en la web de la Conferencia una carta (9-IV-2016) dirigida a todos los católicos filipinos: «Brothers and sisters in Christ». En ella expresa que, «como el Papa nos pide que hagamos», se debe ir al encuentro de los hermanos que viven en «relaciones rotas» para asegurarles que «siempre hay un lugar en la mesa de los pecadores» para ellos (se entiende, en la comunión eucarística). «Se trata de una medida de misericordia, una apertura de corazón y de espíritu que no necesita ninguna ley, no espera a ninguna directriz, ni aguarda indicaciones. Puede y debe ponerse en práctica inmediatamente». La comunión eucarística de los divorciados vueltos a casar, ya practicada en no pocas Iglesias locales, quedaría, pues, así legitimada por la Exhortación apostólica postsinodal. Y debería ser practicada donde hasta ahora no se hacía. Por el contrario:
–El presidente del Pontificio Instituto «Juan Pablo II», Mons. Livio Melina, poco después de la promulgación de la AL, publicó una amplia nota, que concluía afirmando: «Hay que decir claramente que, también después de la Amoris Lætitia, admitir a la comunión a los divorciados “vueltos a casar”, excepto en las situaciones previstas en la Familiaris Consortio 84 y en la Sacramentum Caritatis 29 [convivir “como hermanos”, cuando hay graves razones para ello], va contra la disciplina de la Iglesia. Y enseñar que es posible admitir a la comunión a los divorciados “vueltos a casar”, más allá de estos criterios, va contra el Magisterio de la Iglesia».
El Papa Francisco, hasta la fecha, no ha aprobado ni reprobado explícitamente ninguna de estas dos interpretaciones contradictorias de la AL. Con ello parece confirmarse que no opta por una un otra de las actitudes doctrinales-pastorales, sino que se limita a impulsar el estudio y la pastoral del matrimonio y de la familia.
Esta diversidad doctrinal-disciplinar, que después de la AL se ha hecho más patente, y que probablemente aún tendrá manifestaciones más fuertes, ya se dió, aunque menos clamorosamente, en los dos Sínodos precedentes (2014-2015), en los que se permitió, e incluso se fomentó notablemente, la presentación de propuestas como las del cardenal Kasper, que afirmaba mantener la indisolubilidad del matrimonio, pero que reconociendo el nuevo vínculo contraído después del divorcio, exigía para él una fidelidad perseverante y el acceso a la comunión eucarística. Pasados ya en esta situación contradictoria más de dos años, la Exhortación AL no la resuelve, sino que en cierto modo acentúa esa diversidad contrapuesta.
El capítulo 8º de la AL no es, pues, propiamente Magisterio pontificio, y por tanto no debe recibirse como si fuera una expresión auténtica de la enseñanza petrina, sino más bien como reflexiones y contribuciones personales del Papa sobre la pastoral familiar. Puede, por tanto, ese capítulo ser recibido y aprobado, o puede ser impugnado, con el respeto debido a su autor, en su conjunto o en ciertas partes. Tal impugnación de ciertos puntos especialmente ambiguos o de sus consecuencias concretas prácticas, aquellas que son más difícilmente conciliables con la doctrina y la disciplina de la Iglesia, lejos de constituir una desobediencia al Papa, ha de ser entendida, sobre todo por los Obispos, como una forma necesaria de co-laborar con él, y como un cumplimiento ineludible de su obligada «solicitud por todas las Iglesias» (2Cor 11,28). Deber en el que insistió el Concilio Vaticano II:
«Los Obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, siéntanse siempre unidos entre sí y muéstrense solícitos por todas las Iglesias, ya que, por institución divina y por imperativo del mandato apostólico, cada uno, junto con los otros Obispos, es responsable de la Iglesia» (CD 6).
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La Iglesia es una, y lo es fundamentalmente por la Eucaristía. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica. Cristo tiene un solo Cuerpo, una sola Esposa. A largo plazo, y quizá a corto, es de prever que se hará patente la imposibilidad de que se mantengan en la unidad de la única Iglesia aquellos Obispos que ven un sacrilegio en la comunión eucarística de los que viven en adulterio, y aquellos otros que lo aprecian como una manifestación conmovedora de la Misericordia divina.
«Si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, se deduce que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra» (S. Juan Pablo II, 2003: enc. Ecclesia de Eucharistia 26). Ese fue un convencimiento de fe muy profundo desde el principio de la Iglesia. Por eso celebrar juntos la Eucaristía significaba –y sigue significando– estar en comunión plena de fe, de caridad eclesial y de sacramentos. Y que no fuera posible celebrarla juntos significaba lo contrario. Por eso no puede haber doctrinas y prácticas totalmente inconciliables entre sí cuando se trata de la Eucaristía, porque ella es «el signo y la causa» de la unidad de la Iglesia. Podrá haber entre las diversas Iglesias locales diferentes concepciones y costumbres en otras cuestiones. Ya conocemos la norma clásica: «in necessariis, unitas; in dubiis, libertas; in omnibus, caritas». Pues bien, la unitas en la doctrina de fe y en la pastoral de la Eucaristía ha de entenderse como in necessariis, unitas. Si esa unidad se rompiera –Dios no lo permita–, sería inevitable el cisma.
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La indeterminación del capítulo 8º puede ocasionar un peligro de cisma para la Iglesia. Tenemos el grave deber de reconocerlo y declararlo, aunque sea doloroso. Sin que, por supuesto, sea ésa la intención del Papa –nada más lejos de su voluntad–, podría dar lugar a que la Iglesia se partiera en dos trozos. De un lado, los que reafirman la doctrina siempre mantenida durante dos milenios con certeza por la Iglesia, según la cual no puede darse la comunión eucarística a quienes persisten en una convivencia adúltera more uxorio. De otra parte, los que mantienen y exigen que se les reciba en la sagrada comunión. Son dos tesis contrarias inconciliables, que no admiten un tertium quid. Por esa razón se van oyendo voces de muy grave alarma.
El cardenal Brandmüller, por ejemplo, consciente de la gravedad del momento, reafirma la fe católica sobre el matrimonio y Eucaristía: «Quienes quieren cambiar la enseñanza de la Iglesia son herejes, incluso si llevan la púrpura romana», pues amenazan con subvertir la doctrina católica sobre los sacramentos y la moral. Él fue una de las principales voces contrarias a ciertas propuestas surgidas en el Sínodo extraordinario sobre la Familia del año 2015.
Y fue también uno de los cinco autores del libro Permaneciendo en la verdad de Cristo: Matrimonio y comunión en la Iglesia Católica (Ed. Cristiandad, Madrid 2014, 328 pgs.), escrito por los cardenales Müller (prefecto Doctrina de la fe), Burke (prefecto Signatura Apostólica), Brandmüller (emérito Comité Pontificio Ciencias Históricas), Caffarra (Arzob. Bolonia, expresidente Pont. Instit. Juan Pablo II), De Paolis (expresidente emérito Asuntos Económicos S.Sede). El libro, publicado en los Estados Unidos por Ignatius Press (Remaining in the truth of Christ. Marriage and communion in the Catholic Church), impugna con datos bíblicos, patrísticos y del Magisterio la propuesta sinodal de un numeroso grupo de Obispos, encabezados por los cardenales Walter Kasper y Christoph Schönborn, de dar la comunión eucarística en ciertos casos a quienes conviven en adulterio.
Oremos, oremos, oremos.
José María Iraburu, sacerdote
Post-post.– En mi artículo (372) les conté que el periodista Juan G. Bedoya me había atribuido en EL PAÍS un texto escrito por otro, y que yo le solicité una rectificación. Ya la ha dado, como pueden comprobarlo en (372). Bendigamos al Señor.
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