–Ya tenemos la Exhortación Apostólica postsinodal.
–Bendigamos al Señor, porque es eterna su misericordia.
Agradecemos al papa Francisco las muchas palabras verdaderas y hermosas que nos ha dado sobre el matrimonio y la familia en su reciente Exhortación Apostólica Amoris lætitia, así como la resistencia que en ella ha mostrado ante quienes en los dos Sínodos precedentes (2014-15) exigían la comunión eucarística para los adúlteros y algún modo de reconocimiento eclesial de las parejas homosexuales. También le agradecemos que en el comienzo de la Exhortación nos haya invitado a continuar la reflexión sobre los temas sinodales debatidos, que han ido a dar en la enseñanza del documento presente.
«La complejidad de los temas planteados nos mostró la necesidad de seguir profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales, morales, espirituales y pastorales. La reflexión de los pastores y teólogos, si es fiel a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos ayudará a encontrar mayor claridad» (2). «Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella […] Las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general […] necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado» (3).
Trataré, pues, de colaborar a esa «reflexión de pastores y teólogos» examinando solamente un punto, el 301, del capítulo VIIIº de la Exhortación, que trata de las Circunstancias atenuantes en el discernimiento pastoral.
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En la Amoris lætitia (301) –divido el texto en tres párrafos– leemos que a la hora de discernir sobre situaciones irregulares, «la Iglesia posee una sólida reflexión a cerca de los condicionamientos y circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada “irregular” viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante.
«Los límites [atenuantes] no tienen que ver solamente con un eventual [1] desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener [2] una gran dificultad para comprender “los valores inherentes a la norma” (Familiaris consortio 33) o puede [3] estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa. Como bien expresaron los Padres sinodales, “puede haber factores que limitan la capacidad de decisión”.
«Ya santo Tomás de Aquino reconocía que alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no poder ejercitar bien alguna de las virtudes (STh I-II, 65,3 ad 2), de manera que aunque posea todas las virtudes morales infusas, no manifiesta con claridad la existencia de alguna de ellas, porque el obrar exterior de esa virtud está dificultado: “Se dice que algunos santos no tienen algunas virtudes, en cuanto que experimentan dificultad en sus actos, aunque tengan los hábitos de todas las virtudes (ib. 3».
El número citado puede ser objetado desde ángulos diversos. Pero yo aquí limito mi análisis, mostrando únicamente que la doctrina de Santo Tomás que se alega en el texto está mal entendida, y que en su verdadero sentido no da ninguna fundamentación justificante de lo afirmadoen los dos párrafos que le preceden. Lo comprobaremos seguidamente, recordando su teología de las virtudes.
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–Todas las virtudes, en cuanto hábitos operativos, crecen juntamente, como los dedos de una mano, aunque algunas, si no son activadas, estarán menos hábiles para el ejercicio. –En principio, cuanto más crecida está una virtud, se ejercita en el acto que le es propio con más facilidad, perfección y gusto. –Sin embargo, no se identifica necesariamente el grado de una virtud como hábito (es decir, como facultad o potencia operativa) y el grado de su capacidad de ejercitarse en actos. Este último punto es el que aquí nos importa examinar para entender bien en la Amoris laetitia la falsa alusión a la enseñanza de Santo Tomás sobre la virtud eventualmente no operativa (STh I-II, 65 ad 2-3).
Puede fortalecerse una virtud sin que necesariamente aumente la facilidad para ejercitarla en actos. Un hombre, por ejemplo, que acrecentó mucho la virtud de la paciencia estando enfermo durante años, recluido en su cama con muy escasas actividades y relaciones sociales, habrá fortalecido necesariamente también, como hábitos, todas las otras virtudes, también el hábito y virtud de la prudencia. Pero si un día recupera la salud, después de tantos años de vida reclusa, es probable que no tenga expedita la virtud de la prudencia para ejercitarla con facilidad y acierto en actos concretos, en decisiones circunstanciales, en negocios, en relaciones sociales, por falta de información y de experiencia.
En este sentido enseña Santo Tomás: «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito encuentra dificultad en el obrar y, por consiguiente, no siente deleite ni complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural], a causa de algún impedimento de origen extrínseco –como el que posee un hábito de ciencia y padece dificultad en entender, por la somnolencia o alguna enfermedad–» (STh I-II, 65,3 ad 2m).
Es importante este principio, pues su desconocimiento lleva con frecuencia a escrúpulos y penalidades espirituales que no tienen en realidad fundamento. Consideremos algunos ejemplos. Una religiosa tiene un espíritu y virtud de oración muy grande; pero está sufriendo ciertas enfermedades psicológicas o, en otro supuesto, está tomando ciertas medicinas que le impiden totalmente concentrar en Dios su pensamiento y amor en la oración. ¿Debe ella pensar que, seguro que por sus culpas y negligencias, ya perdió su anterior hábito virtuoso de orar? En absoluto. A esta religiosa, que persevera ciertamente en el espíritu de la oración, hay que darle la paz de saber que sigue su relación orante con Dios tan profunda o más que antes, aunque en la capilla se vea la pobre con una impotencia casi total para mantenerse un rato en oración. Son causas extrínsecas a su voluntad las que le impiden ejercitarse en ella con asiduidad.
Cuando se identifica erróneamente grado de virtud y grado de facilidad para su ejercicio, puede interpretar, por ejemplo, un director espiritual, o la misma persona afectada por esa impotencia, que tal incapacidad para la oración significa claramente un retroceso espiritual lamentable, una disminución o pérdida del espíritu de oración. Con más lucidez de verdad considera este problema Santa Teresa, gran conocedora de la relación gracia-virtudes-obras. Ella enseña que en tales casos no debe la persona «atormentar el alma a lo que no puede» (Vida 11,16), ni tampoco debe ser atormentada para ello por su director. Estas cosas «aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos, y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en El y amarle. Esta determinación es la que quiere; ese otro afligimiento que nos damos [por la falta de obras], no sirve de más que para inquietar el alma» (ib.). Con razón dice San Juan de la Cruz que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha, y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).
Otro ejemplo. Un estudiante, con la gracia de Dios, ha logrado una virtud de la estudiosidad muy profunda, hasta llegar a ser un profesor competente. Pero llegado a una cierta fase de su vida, se ve incapaz de estudiar, porque al hacerlo sufre dolores de cabeza. ¿Perdió, pues, la virtud de la estudiosidad por el hecho de que ahora no puede ejercitarla en los actos que constituyen su objeto propio? Obviamente no. Debe pensar que su virtud para estudiar no puede ejercitarse porque se ve impedida por causas extrínsecas a su voluntad.
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Invocar la enseñanza de Santo Tomás sobre las virtudes eventualmente no-operativas, con el fin de atenuar o eximir de culpa a las parejas «irregulares» que no logran salir de su situación objetivamente pecaminosa –adúlteros crónicos, uniones homosexuales, etc.– es un error. La doctrina de Santo Tomás, que es la católica, exime de culpa a quien no puede ejercitar cierta virtud en las obras buenas que son su objeto propio, debido a impedimentos externos a su voluntad. Pero el texto aducido en la Exhortación se refiere a situaciones «irregulares», en las que la persona se ejercita pertinazmente en obras malas –adulterio, unión homosexual, etc.–.
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La fe en la existencia de actos intrínsecamente malos, que ninguna circunstancia puede justificar, es en el fondo lo que hoy vacila más en la moral. San Juan Pablo II, en su encíclica Veritatis splendor, enseña largamente acerca de lo intrinsece malum (54-64). No es lícito «establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia [quizá con el consejo de un sacerdote comprensivo] sobre el bien y el mal» (n. 56; cf. 80).
José María Iraburu, sacerdote
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