Un documento tan extenso como la encíclica “Amoris Laetitia” del Papa Francisco no se reduce a su capítulo VIII ni a las observaciones que se puedan hacer sobre el mismo, y sin duda que en el futuro se irán extrayendo, Dios mediante, las riquezas positivas de la Exhortación.
El mismo capítulo VIII da para mucho comentario que obviamente no se puede encerrar en un solo “post”, así que aquí vamos a ceñirnos al tema de la “imputabilidad” que aparece mencionado en la Exhortación.
Pero antes de entrar en materia adelantamos que en ninguna parte del documento dice explícitamente que los “divorciados vueltos a casar” (el divorcio de un matrimonio válido y consumado no existe y lo que a veces se hace a continuación de ese “divorcio” no es un verdadero casamiento) puedan comulgar en algunas circunstancias.
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Dice “Amoris Laetitia”:
“302. Con respecto a estos condicionamientos, el Catecismo de la Iglesia Católica se expresa de una manera contundente: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales»[343], En otro párrafo se refiere nuevamente a circunstancias que atenúan la responsabilidad moral, y menciona, con gran amplitud, «la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales»[344]. Por esta razón, un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada[345]. En el contexto de estas convicciones, considero muy adecuado lo que quisieron sostener muchos Padres sinodales: «En determinadas circunstancias, las personas encuentran grandes dificultades para actuar en modo diverso […] El discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la conciencia rectamente formada de las personas, debe hacerse cargo de estas situaciones. Tampoco las consecuencias de los actos realizados son necesariamente las mismas en todos los casos»[346].”
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La nota 345 remite a:
“[345] Cf. Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a casar (24 junio 2000), 2.”
Lo que dice ese documento en el citado numeral es lo siguiente:
“2. Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial, declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de la ley (cfr. can. 17) con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos.
La fórmula «y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son:
a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva;
b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;
c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual.
Sin embargo, no se encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones -como, por ejemplo, la educación de los hijos- «satisfacer la obligación de la separación, asumen el empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los cónyuges» (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la base de ese propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de que tales fieles no viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo.”
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Precisamente, entonces, porque “un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada” y la situación de pecado grave se debe entender “objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva”, es que los divorciados vueltos a casar no pueden comulgar.
Hay un antiguo adagio que dice que “de internis neque Ecclesia iudicat”, es decir, ni la Iglesia juzga el interior de la persona.
Sobre esto hay un artículo muy clarificador de Rodríguez Lluño en la red, donde explica que cuando el Derecho Canónico habla de la potestad de régimen que la Iglesia tiene también en el “fuero interno”, no se refiere al fuero de la conciencia, sino a las decisiones judiciales que por alguna razón se realizan secretamente.
Por ejemplo, dice Lluño: “cuando se absuelve ocultamente (para el fuero interno) de una excomunión o se dispensa de un impedimento matrimonial oculto.”
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En cuanto a la imputabilidad, dice el Código de Derecho Canónico:
“1321 § 1. Nadie puede ser castigado, a no ser que la violación externa de una ley o precepto que ha cometido le sea gravemente imputable por dolo o culpa.”
Y sigue:
“§ 3. Cometida la infracción externa, se presume la imputabilidad, a no ser que conste lo contrario.”
Leemos en Medina, Ricardo Daniel: “Imputabilidad, eximentes, atenuantes y agravantes en los delitos sexuales de clérigos con menores”, Anuario Argentino de Derecho Canónico Vol. XIX, 2013:
“Teniendo en cuenta que la imputabilidad jurídico-penal se asienta sobre la imputabilidad moral, ―hablar de imputabilidad significa asomarse al interior del hombre: sólo ahí —en el corazón del hombre— nacen las decisiones que, por ser libres, son auténticamente humanas. Pero éste es un ámbito no directamente accesible para el Derecho: de ahí la necesidad de las presunciones, que no son sino «conjeturas» acerca de la interioridad del hombre asentadas en indicios externos. La presunción es así una ayuda en la tarea, nada fácil, de verificar en el caso concreto la imputabilidad. Puesto que la noción de delito contiene entre sus elementos esenciales el subjetivo —la libertad del agente—, también aquí es necesario el juego de la presunción: se parte de que en principio toda conducta es una conducta humana. Y aquí es donde cobra relevancia el §3 del canon 1321. La imputabilidad no se puede «ver», por tanto ha de presumirse: «cometida la infracción externa, se presume la imputabilidad». Tal presunción se basa en el presupuesto de que el hombre es responsable de los actos que hace porque actúa libremente.”
Entendemos que, obviamente, eso quiere decir que la Iglesia no juzga el fuero de la conciencia ni para condenar ni tampoco para absolver, pues en ambos casos habría que tener un acceso que sólo Dios puede tener a la interioridad de la otra persona.
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Resumiendo, entonces:
Una acción objetivamente mala puede ser subjetivamente inculpable, y en ese sentido, no imputable a su autor, por ejemplo, por ignorancia invencible de la norma por parte del sujeto.
Pero fuera de la persona misma, sólo Dios tiene acceso directo a su interioridad.
Por eso la Iglesia no juzga la conciencia de las personas. Así nos lo mandó el Señor en el Evangelio, y ése es el sentido católicamente aceptable de la famosa frase del Papa Francisco: “¿Quién soy yo para juzgar?”
Por eso, la normativa eclesial se apoya en el aspecto objetivo de las acciones u omisiones que realizan los bautizados.
Y en concreto, tratándose de acciones que objetivamente contradicen la ley moral y eventualmente también la ley canónica en cuanto afectan a la dimensión comunitaria de la vida de la Iglesia, se presume la imputabilidad hasta prueba o indicio en contrario, pues se parte de la base de que las acciones las realizan las personas conscientes y libres.
Se debe presuponer, entonces, que el bautizado que vive públicamente en una situación irregular como es la relación adúltera es imputable, y lo que en todo caso se debe fundamentar o al menos está en tela de juicio es la no imputabilidad.
Parece claro, además, que los “divorciados vueltos a casar” que hoy día piden que se les conceda el acceso a la Eucaristía sin dejar la relación adúltera conocen muy bien la doctrina de la Iglesia al respecto, así que no pueden alegar el atenuante de “ignorancia de la norma”.
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Por eso dice también el citado documento del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos:
“3. Naturalmente la prudencia pastoral aconseja vivamente que se evite el tener que llegar a casos de pública denegación de la sagrada Comunión. Los Pastores deben cuidar de explicar a los fieles interesados el verdadero sentido eclesial de la norma, de modo que puedan comprenderla o al menos respetarla. Pero cuando se presenten situaciones en las que esas precauciones no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles, el ministro de la distribución de la Comunión debe negarse a darla a quien sea públicamente indigno. Lo hará con extrema caridad, y tratará de explicar en el momento oportuno las razones que le han obligado a ello. Pero debe hacerlo también con firmeza, sabedor del valor que semejantes signos de fortaleza tienen para el bien de la Iglesia y de las almas.”
En consonancia con el Código de Derecho Canónico:
“915 No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave.”
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Dice al respecto “Amoris Laetitia”:
“301. Para entender de manera adecuada por qué es posible y necesario un discernimiento especial en algunas situaciones llamadas «irregulares», hay una cuestión que debe ser tenida en cuenta siempre, de manera que nunca se piense que se pretenden disminuir las exigencias del Evangelio. La Iglesia posee una sólida reflexión acerca de los condicionamientos y circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante.
Los límites no tienen que ver solamente con un eventual desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma»[339] o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa. Como bien expresaron los Padres sinodales, «puede haber factores que limitan la capacidad de decisión»[340].”
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El pasaje citado en la nota 339 es de la Encíclica “Familiaris Consortio” de Juan Pablo II, y dice:
“Como Madre, la Iglesia se hace cercana a muchas parejas de esposos que se encuentran en dificultad sobre este importante punto de la vida moral; conoce bien su situación, a menudo muy ardua y a veces verdaderamente atormentada por dificultades de todo tipo, no sólo individuales sino también sociales; sabe que muchos esposos encuentran dificultades no sólo para la realización concreta, sino también para la misma comprensión de los valores inherentes a la norma moral.
Pero la misma y única Iglesia es a la vez Maestra y Madre. Por esto, la Iglesia no cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las eventuales dificultades conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamás la verdad. En efecto, está convencida de que no puede haber verdadera contradicción entre la ley divina de la transmisión de la vida y la de favorecer el auténtico amor conyugal. Por esto, la pedagogía concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma persuasión de mi predecesor: «No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas»”
En ninguna parte, por tanto, dice “Familiaris Consortio”, ni el Magisterio en general, que la dificultad para comprender los valores inherentes a la norma moral justifique el incumplimiento de la misma o sirva de atenuante a la culpabilidad de ese incumplimiento.
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Por otra parte, si yo creo en la Iglesia, y veo que la Iglesia enseña tal norma moral ¿no debería bastarme con esto para saber que debo ajustar mi conducta a la norma?
El creyente que dice que no cree estar en pecado porque no cree que la norma enseñada por la Iglesia sea válida, no es un verdadero creyente, y entonces, no puede comulgar.
El Magisterio ordinario y universal de los Obispos es claro en el tema que nos ocupa, y es infalible, según la fe católica. El que no acepta esto, por tanto, no participa de la fe católica, y entonces, no puede comulgar.
La autoridad docente de la Iglesia en cuestiones morales no se basa en la comprensión de los valores morales que subyacen a las normas, sino en la institución divina de la Iglesia como Maestra divinamente autorizada para enseñar con autoridad también en cuestiones morales.
El creyente que rechaza esa autoridad de la Iglesia por eso mismo peca, comete un pecado contra la fe y contra la comunión eclesial, y ese pecado no le sirve, por tanto, de excusa para el otro pecado que comete al vivir en adulterio, ni tampoco, por tanto, para el otro pecado que comete al comulgar en pecado mortal.
El tema de la ignorancia de la norma encierra dos aspectos: uno, que se ignora la norma, y otro, que se ignora que la Iglesia la enseña como norma.
Lo segundo queda claramente eliminado en el momento en que se comprueba, por la simple lectura del Catecismo, por ejemplo, que esa norma forma parte de la enseñanza de la Iglesia, aunque no se logre comprender los valores que la norma encierra.
A partir de ese momento se pone en juego la fe en la Iglesia como Maestra divinamente instituida y autorizada, y ése sí es un valor que está al alcance de todo creyente, por definición de “creyente”.
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Como dice el Concilio Vaticano I en su Constitución Dogmática “Dei Filius” sobre la fe católica (DZ 1794):
“Por eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe.”
Y especifica en el canon correspondiente:
“D-1815 6 [Contra la duda positiva de Hermes; v. 1619.] Si alguno dijere que es igual la condición de los fieles y la de aquellos que todavía no han llegado a la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa de poner en duda, suspendido el asentimiento, la fe que ya han recibido bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe, sea anatema.”
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¿Se dirá que este creyente tampoco ha comprendido adecuadamente la autoridad de la Iglesia en cuestiones morales y que por eso tampoco es subjetivamente culpable al rechazarla?
Pero entonces es claro, por lo menos, que esta persona no está suficientemente formada en la fe como para poder comulgar.
¿Qué pasa si decimos que la persona ha hecho el esfuerzo por comprender la enseñanza de la Iglesia pero no lo consigue? Pues ahí es donde se debe ejercitar la fe. No se puede poner la comprensión como requisito previo de la fe, en general, pues la fe muchas veces tiene por objeto lo que supera nuestra capacidad de comprensión.
¿Se dirá que la moral no es un misterio sobrenatural, inaccesible a la sola razón? Pero también es cierto que muchos creyentes (la inmensa mayoría, en realidad) asienten sólo por fe a verdades que de suyo se pueden demostrar racionalmente. Para eso precisamente han sido reveladas por Dios, según Santo Tomás, verdades que si hubiesen sido dejadas a la sola búsqueda racional, solamente unos pocos, después de mucho tiempo, con mezcla de error, y con una certeza sólo humana, habrían podido conocer.
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