«…y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4) por P. José Luis Aberasturi

La cita de san Pablo en su carta a Timoteo es un poquito más larga; dice así. Dios, nuestro Salvador… quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad  (1 Tm 2, 3-4). 

Tal cual, la recoge el Catecismo de la Iglesia Católica en su Prólogo. Y a esta misma cita se remite la const. Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia, del Concilio Vaticano II. Esta constitución añade inmediatamente que, precisamente para esto -para salvarnos, pues estábamos condenados irremisiblemente; y para conocer no solo el camino de salvación sino al mismo Salvador, la verdad plena sobre Dios y sobre nosotros mismos- envió Dios Padre a su Hijo -el Rostro visible del Dios invisible-, que se Encarnó, y padeció por nosotros Pasión y Muerte de Cruz. El mismo que ha resucitado y que estará con nosotros hasta el fin del mundo.

Por esto, y solo por esto, la Iglesia Católica se presenta ante el mundo -ante los hombres- con el certificado de AUTENTICIDAD DE ORIGEN, y con el primado y el resello de la VERDAD: la Iglesia Católica es la única verdadera -la única que contiene en plenitud la Palabra de Dios y los Sacramentos; la única que puede atar y desatar-, y la que tiene como misión divina custodiar, transmitir y enseñar la verdad plena. De aquí -de Cristo- saca “lo nuevo y lo viejo", hasta el final de los tiempos.

Ciertamente la Iglesia no sería la Iglesia si permaneciese inamovible; si pretendiese ser una estructura pétrea y petrificada. Tiene, sí, un fundamento pétreo -la “piedra angular"- que es Cristo, y su Vicecristo en la tierra, el Papa. Pero la Iglesia está contnuamente en camino; está moviéndose, está con el corazón y los ojos puestos de continuo en su hijos. se desvive por ellos, por su salvación, por su bienestar, por su felicidad terrena y eterna. Por esto, ni la teología, ni la moral, ni la pastoral son inamovibles, en el sentido de que estén ACABADAS, terminadas: que ya no haya nada “nuevo” que decir, que enseñar, o que hacer.

Porque el Amor es muy agudo, porque el Amor sabe de soluciones, detecta los problemas con vista larga -los santos tienen la vista muy larga; no digamos el Espíritu Santo-, y provee los remedios oportunos. Y todo lo hace con una fidelidad exquisita en orden al querer de Dios: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad.

Por contra, la Iglesia ni se ha sentido nunca -ni se siente tampoco ahora- autorizada a hacer algo distinto a lo que ha hecho y mandado hacer Jesucristo, su Fundador. Ni a orillar, negar y contradecir la Palabra de Dios. Ni a desfigurar, suplantar y aguar los Sacramentos. Y siempre ha sabido “calificar” como heréticos todos los intentos que, aún saliendo de dentro de la misma Iglesia, han ido en esa dirección.

Todos los que han pretendido hacer algo de esto se han salido de la Iglesia Católica: no son la Iglesia, han perdido la autenticidad de origen y el resello de la verdad. Son lo que son: “separados”; iglesias “secundum quid", “iglesitas” en el mejor de los casos: siendo acebuche, y habiendo sido injertados en Cristo -como explica gráfica y vívidamente san Pablo-, se han desagajado y han tornado a ser acebuches.

La inquietud más terrible que la exhortación “Amoris laetitia” pone en el alma es precisamente esta: que se pierda esta FIDELIDAD, que se desprecie nuevamente “la piedra angular"; y, de este modo, “se esfuercen en vano los arquitectos". Con el dolor sobreañadido de las almas que se pudieran perder: no es un temor vano, pues la descristianización en el mundillo oocidental es tan patente y llamativa que negarla es vivir de espaldas a la realidad y, por tanto, es una actitud de autodestrucción a corto, medio o largo plazo.Pero autodestrucción.

Porque la tal exhortación apostólica -que, por cierto, el cardenal Burke ya se ha encargado de decir que no es magisterio o magisterial, sino una opinión del Papa sobre una serie de temas: que no ha pretendido dar una enseñanza para toda la Iglesia, etc.-, junto a algunas frases afortunadas -pocas-, y junto a unas cuantas descripciones -también afortunadas y también pocas-, se ha metido en unos berenjenales de mucho cuidado.

El lenguaje es vistoso, sí; pero es tan duramente descalificador con los más de 2000 de Iglesia  -de Magisterio, de Tradición, de Pastoral-…, que da vergüenza ajena. Utiliza unos términos tan meticulosamente metidos para socavar la seguridad de la Fe, a la vez que, practicamente, “confirma” las “situaciones objetivas de pecado grave” como lo normal que se lleva ahora -¡que se le va a hacer!…, que, como mínimo, desconcierta a todos, inquieta a no pocos, y descorazona a sus hijos más fieles. Niega la realidad de la santidad a la que el Señor nos llama -"santidad” es el nombre de la vida cristiana", escribirá el papa Bendicto XVI- tildándola de “ideal", como sinónimo de “irreal” e “irrealizable"…, que desmiente y descarrila los esfuerzos de san Juan Pablo II y del papa emérito Benedicto XVI por que nos quedase meriadianamente clara la vocación de los hijos de Dios en su Iglesia. Finalmente, cada vez que manifesta con nitidez una verdad doctrinal y antropológica de impecable definición y de perfecta perspectiva, dos párrafos más adelante lo echa todo a perder, por lo que señalaba anteriormente.

Si a esto le añades de dónde le vienen las loas y de dónde las inquietudes; si le añades los comentarios de la Revista oficial de los Jesuitas en Roma, con su director a la cabeza -Antonio-que no escribe una línea sin que el Papa lo vea y lo apruebe, echando las campanas al vuelo por la comunión a los católicos divorciados y recasados -algunas lenguas llegan a decir que el tal Antonio ha redactado la exhortación que luego el Papa ha repasado y puesto en circulación…, la conclusión es terrorífica.

Hay que rezar fuerte, fuerte. Porque vienen tiempos “muy buenos” para el que quiera ser fiel, porque los tiempos van a ser -lo están siendo- muy malos.

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