Los medios laicos y también algunos medios católicos están interpretando la reciente Exhortación Apostólica Post-Sinodal Amoris Laetitia («Sobre el amor de la familia») como una revolución en la Iglesia, como un radical alejamiento de la enseñanza y de la praxis de la Iglesia, sobre el matrimonio y la familia, como se ha transmitido hasta ahora. Una lectura del documento hecha de este modo es motivo de preocupación y de confusión para los fieles, y también potencialmente de posible escándalo no sólo para los fieles sino también para todas las personas de buena voluntad que esperan de Cristo y de la Iglesia la fuente de enseñanza y reflejo de vida verdadera respecto del matrimonio, sus ritos y de la vida de la familia, célula primaria de la vida de la Iglesia y de toda sociedad.
Es también un mal servicio a la naturaleza del documento, como fruto del Sínodo de los Obispos: un encuentro de prelados que representa a la Iglesia universal «para prestar ayuda con sus consejos al Romano Pontífice en la salvaguarda y en el incremento de la fe y de las costumbres, en la observancia y en la consolidación de la disciplina eclesiástica y, además, para estudiar los problemas que resguardan la actividad de la Iglesia en el mundo» (canon 342). En otras palabras, existiría una contradicción con el trabajo del Sínodo al generar confusión sobre lo que la Iglesia enseña, tutela y promueve con su disciplina. La única llave para la correcta interpretación de Amoris Laetitia es la enseñanza constante de la Iglesia y de su disciplina que protege y promueve esta enseñanza. El Papa Francisco ha clarificado desde el inicio que la Exhortación Apostólica Post-sinodal no es un acto de Magisterio (cf. n. 3).
La tipología misma del documento confirma esto mismo. Está escrito como una reflexión del Santo Padre sobre el trabajo de las últimas dos sesiones del Sínodo de los obispos. Por ejemplo, en el capítulo octavo, que a algunos les gusta interpretar como objeto de una nueva disciplina con implicancias obvias para la doctrina de la Iglesia, el Papa Francisco, citando la Exhortación Apostólica post-sinodal, Evangelii Gaudium, afirma:
«Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, «no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino» (n. 308).
En otras palabras, el Santo Padre está proponiendo aquello que él personalmente piensa que es la voluntad de Cristo para su Iglesia, pero no intenta imponer su punto de vista ni condenar a aquellos que insisten sobre aquella que él llama «una pastoral más rígida». La naturaleza personal, es decir, no magisterial del documento, emerge también del hecho que las citas utilizadas provienen principalmente del documento final de la sesión 2015 del Sínodo de los Obispos, o bien de los discursos u homilías del mismo Papa Francisco. No hay tampoco una intención constante de unir el texto en general a las citas al Magisterio, a los Padres de la Iglesia y a los otros autores probados.
Además de todo, como hemos evidenciado arriba, un documento que es fruto del Sínodo de los Obispos, debe ser siempre leído a la luz de la finalidad del mismo Sínodo, o sea, la tutela y la promoción de aquello que la Iglesia ha siempre pensado y practicado conformemente a su enseñanza. En otras palabras, una Exhortación Apostólica post-sinodal, por su propia naturaleza, no propone una nueva doctrina y una nueva disciplina, sino que aplica la doctrina y la disciplina constantes a las situaciones del mundo contemporáneo.
Entonces, ¿cómo debe ser recibido este documento? Antes que nada, debe ser recibido con el profundo respeto debido al Romano Pontífice en cuanto Vicario de Cristo, que es, según las palabras del mismo Concilio Ecuménico Vaticano II, «perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad tanto de los obispos como de la multitud de los fieles» (Lumen Gentium, n. 23).
Algunos comentadores confunden este respeto con una presunta obligación de creer «por fe divina y católica» (can. 750, § 1) todo lo que está contenido en el documento.Pero la Iglesia Católica, mientras insiste acerca del respeto debido al Oficio petrino en cuanto instituido por Nuestro Señor, jamás ha sostenido que toda afirmación del Sucesor de San Pedro deba ser recibida como parte de su Magisterio infalible.
La Iglesia históricamente ha sido sensible a aquellas tendencias erróneas que interpretaban toda palabra del Papa como vinculante para la conciencia, cosa que es ciertamente absurdo. Según la enseñanza tradicional, el Papa tiene dos «cuerpos», uno en cuanto miembro individual de los fieles y por lo tanto sujeto a la mortalidad y otro en cualidad de Vicario de Cristo en la Tierra, y esto, según la promesa de Nuestro Señor, perdurará hasta su regreso en la gloria. El primer cuerpo es su cuerpo mortal; el segundo es la institución divina del Oficio de San Pedro y de sus sucesores. Los ritos litúrgicos y los hábitos que revisten al Papa subrayan tal distinción, de modo que una reflexión personal del Papa, mientras es recibida con el respeto debido a su persona, no debe ser confundida con la fe vinculante debida al ejercicio del Magisterio. En el ejercicio del Magisterio, el Romano Pontífice como Vicario de Cristo actúa en una interrumpida comunión con sus sucesores a partir de San Pedro.
Recuerdo la disputa que acompañó la publicación de las conversaciones entre el beato Pablo VI y Jean Guitton en 1967. La preocupación residía en el peligro en que los fieles habrían confundido las reflexiones personales del Papa con la enseñanza oficial de la Iglesia. Si por un lado el Romano Pontífice tiene reflexiones personales que puedan ser interesantísimas y estimulantes, la Iglesia debe estar siempre atenta para señalar que la publicación de tales reflexiones es un acto personal y no un ejercicio del Magisterio Papal. Diversamente, cuantos no comprenden la distinción o no la quieren comprender, presentarán tales reflexiones y también anécdotas del Papa como declaraciones de un cambio de doctrina de la Iglesia, causando gran confusión a los fieles. Una confusión tan dañina para los fieles que debilita el testimonio de la Iglesia como Cuerpo de Cristo en el mundo.
Con la publicación de Amoris Laetitia, el objetivo de los pastores y de aquellos que enseñan la fe es el de presentarla en el contexto de la enseñanza de la disciplina de la Iglesia, de modo que esté al servicio de la edificación del Cuerpo de Cristo en su primera célula vital, es decir, el matrimonio y la familia. En otras palabras, la Exhortación Apostólica post-sinodal puede ser correctamente interpretada, en cuanto documento no magisterial, solamente usando la llave del Magisterio como está explicado en el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 85-87).
La doctrina oficial de la Iglesia, de hecho, provee la insustituible llave interpretativa de la Exhortación Apostólica, de modo que pueda verdaderamente servir al bien de todos los fieles, uniéndolos aún más estrechamente a Cristo, que es nuestra única salvación. No puede existir oposición y contradicción entre la doctrina de la Iglesia y la de su praxis pastoral, desde el momento en que, como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, la doctrina es naturalmente pastoral:
«La misión del Magisterio está ligada al carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo; debe protegerlo de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido, así, a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Para cumplir este servicio, Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y de costumbres. El ejercicio de este carisma puede revestir varias modalidades» (n. 890).
Se puede ver la naturaleza pastoral de la doctrina, en manera elocuente, en la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la familia. Cristo mismo muestra la profunda naturaleza pastoral de la verdad de la fe en su enseñanza sobre el santo Matrimonio en el Evangelio (cf. Mt 19, 3-12), en el cual enseña nuevamente el plano de Dios sobre el matrimonio «desde el principio». Durante los últimos dos años, en los cuales la Iglesia se ha visto envuelta en una intensa discusión sobre el matrimonio y la familia, he recordado a menudo un episodio de mi infancia. He crecido en una granja familiar en las afueras de Wisconsin; era el más joven de seis hijos de buenos padres católicos. La Misa dominical de las 10 AM en la parroquia vecina de nuestro pueblito, era claramente el corazón de nuestra vida de fe; cierta vez, me percaté que una pareja amiga de mis padres provenientes de una granja vecina, asistía siempre a la Santa Misa, pero jamás comulgaba. Cuando pregunté a mi padre por qué no recibían la Comunión, él me explicó que el hombre se había casado con otra mujer y que por eso no podía recibir los sacramentos.
Recuerdo claramente que mi padre me explicó la praxis de la Iglesia y la fidelidad a su enseñanza de un modo sereno. La disciplina obviamente tenía un significado para él y tenía un significado para mí; de hecho, su explicación fue la primera ocasión que me permitió reflexionar sobre la naturaleza del matrimonio como unión indisoluble entre marido y mujer. Al mismo tiempo debo decir que el párroco trataba a dicha pareja con un gran respeto, incluso hasta formaban parte de la vida parroquial en la modalidad apropiada al estado irregular de su unión. Por mi parte, he tenido siempre la impresión de que, si bien debió haber sido verdaderamente difícil no poder recibir los Sacramentos, ellos estaban tranquilos al vivir según la verdad de su situación matrimonial.
Durante de más de cuarenta años de vida y ministerio sacerdotal, veintiuno de los cuales he desempeñado en el ministerio episcopal, he conocido muchas otras parejas en situaciones irregulares, por las cuales yo u otros de mis hermanos hemos debido ejercer el cuidado pastoral. Si bien su sufrimiento era evidente para cualquier alma compasiva, he visto siempre más claramente con los años, que el primer signo de respeto y de benevolencia en la relación con ellos es decirles la verdad con amor. De esa manera, la enseñanza de la Iglesia no resulta una cosa que aflige sino que, incluso, libera para amar a Dios y a su prójimo.
Podría ser de ayuda ilustrar con un ejemplo la necesidad de interpretar el texto Amoris Laetitia a la luz del Magisterio. En el documento existen frecuentes referencias al «ideal» del matrimonio. Una descripción así del matrimonio puede ser desviante. Puede conducir al lector a pensar en el matrimonio como una idea eterna, a la cual los hombres y las mujeres deban más o menos conformarse en las circunstancias cambiantes. Pero el matrimonio cristiano no es una idea; es un sacramento que confiere la gracia en un hombre y en una mujer para vivir en un fiel, permanente y fecundo amor recíproco. Toda pareja cristiana válidamente casada, desde el momento del consentimiento, recibe la gracia de vivir en el amor que se han prometido recíprocamente. Así como todos sufrimos los efectos del pecado original y porque el mundo en que vivimos se hace autor de una visión completamente diferente del matrimonio, los esposos están tentados de traicionar la realidad objetiva de su amor. Pero Cristo les da siempre la gracia de permanecer fieles a aquel amor hasta la muerte. La única cosa que los puede limitar en su respuesta fiel es alejarse de la correspondencia a la gracia dada en el sacramento del Santo Matrimonio. En otras palabras, su dificultad no está en cierta idea que les ha impuesto la Iglesia. Su lucha es con aquellas fuerzas que los conducen a traicionar la realidad de la vida de Cristo en ellos. En los años y particularmente en los últimos dos años, he encontrado a muchos hombres y mujeres que por diversas razones, se han separado o se han divorciado de sus cónyuges, pero que están viviendo en la fidelidad a la verdad de su matrimonio y continúan rezando cada día por la eterna salvación de su cónyuge, incluso si él o ella lo ha abandonado. En nuestras conversaciones, ellos reconocen el sufrimiento en el cual se encuentran, pero sobre todo la profunda paz que experimentan al permanecer fieles al propio matrimonio.
Algunos piensan que una postura tal respecto de la separación o el divorcio implica un heroísmo que, el común de los fieles, no está dispuesto a alcanzar, pero en verdad, todos estamos llamados a vivir heroicamente, en cualquier estado de vida. El Papa San Juan Pablo II, en la conclusión del Gran Jubileo del 2000, refiriéndose a las palabras de Nuestro Señor que concluyen el Discurso de la Montaña –«Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto» (Mt 5, 48) – nos ha enseñado la naturaleza heroica de la vida cotidiana en Cristo con estas palabras:
«Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este «alto grado» de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección» (Novo Millennio Ineunte, no. 31).
Encontrando hombres y mujeres que, a pesar de una ruptura en la vida matrimonial, permanecen files a la gracia del sacramento del Matrimonio, yo he sido testigo de la vida heroica que la gracia nos hace posible cada día.
San Agustín de Hipona, en una predicación para la fiesta de San Lorenzo, Diácono y Mártir, en el año 417, utiliza una bellísima imagen para darnos ánimo en nuestra cooperación con la gracia que Nuestro Señor ha obtenido para nosotros con su Pasión y su Muerte. Él nos garantiza que, en el jardín del Señor no están sólo las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes, las hiedras de los esposos y las violetas de las viudas. Y por eso concluye que ninguno debería desesperar respecto de la propia vocación porque «Cristo murió por todos» (Sermón 304). La recepción de Amoris Laetitia, en fidelidad con el Magisterio, pueda confirmar a los esposos en la gracia del sacramento del Santo Matrimonio, de modo que ellos puedan ser signo del amor fiel y duradero de Dios con nosotros «desde el principio», un amor que ha alcanzado su plena manifestación en la Encarnación redentora del Hijo de Dios. Que el Magisterio, como llave de su compresión, haga que «el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera» (Catecismo del Iglesia Católica, n. 890).
+ Raymond Leo Burke Cardenal, Patrono de la Soberana Orden militar de Malta
Traducción al castellano de P. Javier Olivera Ravasi
Fuente:http://ift.tt/1TMOLrG
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