Cardenal Sarah: la Iglesia «debe dejar de pensar en sí misma como algo suplementario al humanismo o a la ecología»

Cardenal Sarah en Roma en 2014. Crédito: Vandeville Eric/Vandeville Eric/ABACA

El cardenal Sarah acaba de publicar un breve texto en Le Figaro que aborda cuestiones de gran calado, como lo que constituye el fin de la Iglesia, su relación con el mundo o el fundamento de su credibilidad. Le Figaro la presenta así: «El cardenal guineano ofrece una aguda reflexión sobre la situación de Occidente y de la Iglesia cuando los católicos se preparan para celebrar la fiesta de la Asunción».

A continuación el texto que nos ofrece este pastor y maestro:

Nadie es demasiado en la Iglesia de Dios

«La duda se ha apoderado del pensamiento occidental. Tanto los intelectuales como los políticos ofrecen la misma impresión de decadencia. Ante la ruptura de la solidaridad y la desintegración de las identidades, algunos miran hacia la Iglesia católica. Le piden que de una razón de vivir juntos a individuos que han olvidado lo que les une como un solo pueblo. Le piden un suplemento de alma para hacer soportable la fría dureza de la sociedad de consumo. Cuando un sacerdote es asesinado, todo el mundo se ve afectado y muchos se sienten golpeados en lo más profundo.

Pero, ¿es la Iglesia capaz de responder a estas apelaciones? Es cierto que ya ha desempeñado este papel de guardián y guía de la civilización. En el ocaso del Imperio Romano, fue capaz de transmitir la llama que los bárbaros amenazaban con extinguir. Pero, ¿sigue teniendo aún hoy en día los medios y la voluntad para hacerlo?

En el fundamento de una civilización, sólo puede haber una realidad que la supere: una invariante sagrada. Malraux lo señaló con realismo: «La naturaleza de una civilización es lo que se construye alrededor de una religión. Nuestra civilización es incapaz de construir un templo o una tumba. Se verá obligada a reencontrar su valor fundamental o se descompondrá».

Sin un fundamento sagrado, los límites protectores e infranqueables quedan abolidos. Un mundo completamente profano se convierte en una vasta extensión de arenas movedizas. Todo está tristemente abierto a los vientos de la arbitrariedad. Sin la estabilidad de un fundamento que supera al hombre, la paz y la alegría -signos de una civilización destinada a durar- son constantemente engullidas por el sentimiento de precariedad. La angustia del peligro inminente es la marca de los tiempos bárbaros. Sin fundamento sagrado, todos los vínculos se vuelven frágiles e inconstantes.

Algunos piden a la Iglesia católica que desempeñe este papel de fundamento sólido. Les gustaría que asumiera esta función social: ser un sistema coherente de valores, una matriz cultural y estética. Pero la Iglesia no tiene otra realidad sagrada que ofrecer que su fe en Jesús, Dios hecho hombre. Su única finalidad es hacer posible el encuentro de los hombres con la persona de Jesús. La enseñanza moral y dogmática, así como la herencia mística y litúrgica, son el marco y el medio para este encuentro fundamental y sagrado. De este encuentro nace la civilización cristiana. La belleza y la cultura son sus frutos.

Por eso, para responder a las expectativas del mundo, la Iglesia debe reencontrarse a sí misma y hacer suyas las palabras de San Pablo: «No quise saber nada entre vosotros, sino a Jesús y a Jesús crucificado». Debe dejar de pensar en sí misma como algo suplementario al humanismo o a la ecología. Estas realidades, aunque buenas y justas, son para ella sólo consecuencias de su único tesoro: la fe en Jesucristo.

Lo sagrado para la Iglesia es, pues, la cadena ininterrumpida que la une con certeza a Jesús. Una cadena de fe sin ruptura ni contradicción, una cadena de oración y liturgia sin ruptura ni negación. Sin esta continuidad radical, ¿qué credibilidad podría seguir teniendo la Iglesia? En la Iglesia no hay cambios de opinión, sino un desarrollo orgánico y continuo que llamamos tradición viva. Lo sagrado no se puede decretar, se recibe de Dios y se transmite.

Por eso, sin duda, Benedicto XVI pudo afirmar con autoridad: «En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso pero ninguna ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto.» En un momento en que algunos teólogos pretenden reabrir la guerra litúrgica enfrentando el misal revisado por el Concilio de Trento con el que se utiliza desde 1970, es urgente recordarlo. Si la Iglesia no es capaz de preservar la continuidad pacífica de su vínculo con Cristo, no podrá ofrecer al mundo «lo sagrado que une a las almas», en palabras de Goethe.»

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