Paz interior

A muchas personas les sorprende con frecuencia comprobar la serenidad con que los monjes y las monjas de vida contemplativa responden ante acontecimientos que tantas veces asustan al común de las personas. Y por eso se preguntan: ¿de dónde nace esa serenidad y esa paz?

Sólo de Dios y del trato con Él puede nacer esta paz interior. Es en el trato íntimo y confiado con el Señor donde debemos buscarla y procurarla para nuestras almas. Y ese trato tiene lugar en la oración, que, como decía Santa Teresa, es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Libro de la vida, 8, 5). Enseñaba el Santo Cura de Ars: «En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol».

Así, ahí, de ese trato con Dios puede y debe nacer nuestra paz interior, en la que encontramos nuestra fortaleza ante la adversidad, nuestra tranquilidad profunda que se transmite en serenidad hacia el exterior, tanto en el gesto como en las actitudes y en las palabras. Y debemos realmente esforzarnos en transmitir a los demás esa paz que a otros, lamentablemente, se les turba con mayor facilidad por estar tan pendientes de las noticias que ofrecen los medios de comunicación y tomarlas tan a la letra.

Pax, «Paz», es el lema de la Orden Benedictina, pues con razón define en gran medida el carácter de San Benito y de su Regla. En el prólogo, recogiendo unas palabras del salmo 33, exhorta así: «Apártate del mal y haz el bien, busca la paz y síguela» (RB Pról., 17; cf. Ps 33,15), lo cual viene a convertirse en una especie de principio general. Asimismo, entre los «instrumentos de las buenas obras» recomienda a sus discípulos «no dar paz fingida» (RB 4, 25) y «reconciliarse antes del ocaso con quien se haya tenido alguna discordia» (RB 4, 73), pues como buen padre es consciente de que en la convivencia humana surgen espinas y roces y que por eso es necesario el mutuo perdón entre los hermanos. En consecuencia, en otros capítulos de la Santa Regla también desea que todos los miembros de la comunidad vivan en paz (RB 34, 5), que se rece el Padrenuestro diariamente en Laudes y Vísperas meditando bien las palabras «perdónanos, así como nosotros perdonamos» (RB 13, 12-13), que el mayordomo o ecónomo cumpla su oficio con ánimo tranquilo (RB 31, 17), etc.

San Benito transmite a otros la paz y la alegría espirituales y exhorta a crecer y perseverar en ellas, empezando por sus propios monjes. Tal cosa es la que observamos cuando al monje godo que había perdido el mango de la herramienta con que trabajaba, tras recuperarla y repararla, le dice: «Ahí lo tienes, trabaja y no te contristes», ecce labora et noli contristari (D II, 6).

Noli contristari: da la impresión de ser uno de los principios del santo abad también como legislador. En la Regla exhorta al monje que necesita menos cosas y atenciones a que «dé gracias a Dios y no se contriste» (agat Deo gratias et non contristetur; RB 34, 3), y al que haya recibido alguna cosa del exterior y el abad determine darla a otra persona le anima también a lo mismo: non contristetur frater (RB 54, 4). En este segundo caso, San Benito explica somera pero claramente el porqué: «para que no se dé ocasión al demonio»; es decir, asocia la tristeza a la tentación diabólica, mientras que la paz y la alegría provienen de Dios. Su deseo es «que nadie se perturbe ni contriste en la casa de Dios» (ut nemo perturbetur neque contristetur in domo Dei; RB 31,19). Cabría mencionar otros textos más, como aquel en el que, citando a San Pablo, establece la manera de ayudar y consolar al hermano excomulgado, con el fin de que «no sucumba a la excesiva tristeza» (ne abundantiori tristitia absorbeatur) (RB 27, 3; cf. 2 Cor 2,7). Por lo tanto: frente a la tristeza, la alegría espiritual; frente a la turbación, la paz de Dios.

Alcanzamos la paz cuando alcanzamos la conformidad con la voluntad de Dios. Podemos identificar la posesión de la paz interior en esta vida presente de la tierra con nuestra conformidad con la voluntad de Dios. Entonces, nada nos puede afectar en lo más profundo; aunque sin duda podamos recibir golpes en la vida a nivel personal, familiar o comunitario y no seamos insensibles a ellos, éstos sin embargo no deben alterar en lo más profundo una paz interior bien arraigada. Pero, para que esta paz permanezca, debemos constantemente buscar a Dios en la oración y encontrar en Él mismo esa paz.

Para el logro de esa paz interior, es necesario un camino ascético y místico que en realidad durará toda la vida: es el camino de la apatheia o «impasibilidad» de los monjes de Oriente, de la quies de los monjes de Occidente, de la «indiferencia» ignaciana, de las «nadas» de San Juan de la Cruz. Es un camino de despojamiento de sí mismo, de anonadamiento, haciendo nuestra la kénosis de Jesucristo (Flp 2,5-11). Es un camino interior no fácil, porque significa el vaciamiento de mí mismo en mis imperfecciones para que Dios me llene con sus perfecciones; es la negación de mí mismo para la afirmación de Dios en mí; es ceder mi oscuridad a Dios para que Él me ilumine con su luz; es darle a Dios mi nada para que Él me dé su Todo. De tal modo, que al final sea ya Cristo quien viva en mí (Flp 1,21), hasta el punto de poder descubrir a Dios en mí e incluso, más aún y como enseñan los místicos, hasta el punto de encontrar a Dios en Dios, porque la unión de voluntades será tal que, siendo distintos Dios y yo en esencia, seamos uno en el amor.

En consecuencia, esta paz interior es lo que permite a Santa Teresa de Jesús decir a sus hijas carmelitas descalzas que «vida es vivir de manera que no se tema la muerte ni todos los sucesos de la vida y estar con esta ordinaria alegría que ahora todas traéis y esta prosperidad, que no puede ser mayor que no temer la pobreza, antes desearla. Pues, ¿a qué se puede comparar la paz interior y exterior con que siempre andáis? […] Dios no os negará su misericordia si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto. No hayáis miedo que os falte nada» (Fundaciones, 27, 12).

En varios capítulos del libro XIX del tratado De Civitate Dei, San Agustín aborda el tema de la paz (pax). En el capítulo 13 aporta varias definiciones, de las que quizá resalta la que se refiere a la ciudad celeste: «La paz de la ciudad celeste es la sociedad perfectamente ordenada y perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios. La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar.»

Aunque San Agustín distingue entre paz individual y paz social, su concepto de paz es, en ambos casos, fundamentalmente religioso. Pero en realidad, la paz es el fin al que tienden todos los hombres (De civ. Dei, XIX, 12), y existen una paz temporal o terrena y una paz eterna. En la que a nosotros ahora más directamente nos interesa, que es la paz interior que tiene sus raíces y su fin en la paz eterna, podemos recordar que también San Agustín la pone en relación con la verdadera felicidad: «La felicidad verdadera y segura en sumo grado la alcanzan, ante todo, los hombres de bien que honran a Dios, el único que la puede conceder» (De civ. Dei, II, 23). Como resulta evidente, esta felicidad es de orden eterno y espiritual: «no puede el alma del hombre ser feliz sino por la participación de la luz de Dios» (De civ. Dei, X, 1). Según expone en De vita beata: «Quien desea ser feliz debe procurarse bienes permanentes que no le puedan ser arrebatados por ningún revés de la fortuna»; Dios es eterno y siempre permanente, «luego es feliz el que posee a Dios» (De vita beata, 2).

Esta paz interior, paz espiritual, paz que nace de Dios mismo, es la que hace que San Benito permanezca tranquilo ante hechos como la hostilidad con que llega el godo Zalla con un campesino preso: el santo permanece sentado en la lectio divina a la puerta del monasterio de Montecasino, sin inmutarse en su estado de ánimo (D II, 31); o ante el engaño tramado por el rey ostrogodo Totila y la entrevista de éste con el santo (D II, 14-15). La madurez espiritual de Benito se plasma en una vida interior que le hace gozar de la paz de Dios y de una honda alegría espiritual. Se observa también en su actitud ante el intento de envenenamiento por parte de los monjes de Vicovaro (D II, 3), cuando, en vez de mostrarse airado, vultu placido, mente tranquilla, es decir, «con rostro afable y ánimo tranquilo», habiendo convocado a todos los hermanos, les reprocha su crimen con misericordia, aunque no por ello sin dejar de hablarles con claridad.

La frase empleada por San Gregorio, vultu placido, animo tranquillo, sin duda define muy bien un rasgo llamativo del aspecto externo de San Benito, signo evidente de la paz de Dios, de la serenidad y de la alegría espiritual que posee en su interioridad. Es una característica presente en muchos santos, entre ellos numerosos santos monjes, como San Romualdo, de quien dirá San Pedro Damián que, «aunque el bienaventurado se exigiera mucho y fuera tan austero, siempre mostraba un semblante sereno» (Vita Romualdi, 53). Y a San Bruno los testigos lo definirán como «el hombre de vida equilibrada, siempre de rostro alegre» (Elogio fúnebre añadido a la Carta circular enviada por los monjes de Santa María de la Torre, de Calabria - Serra San Bruno).

En consecuencia con el espíritu de San Benito y de su Regla, el monje benedictino es y ha de ser un hombre de paz. La paz del benedictino nace de su vida en Dios, que le otorga una serenidad y un equilibrio profundo que conserva incluso en la adversidad, si bien ha de ir creciendo en ello a lo largo de su crecimiento constante como monje. A raíz de esta paz interior, con frecuencia puesta de manifiesto al exterior a través de su compostura y de su rostro, puede convertirse en un hombre de paz para los problemas del mundo.

Esto, por tanto, nos debe llevar a nosotros, como monjes benedictinos, a buscar ante todo esa paz interior, esa conformidad con la voluntad de Dios que nos hará caminar confiados en nuestra vida, lo mismo en la prosperidad que en la adversidad, en la salud que en la enfermedad, en la abundancia que en la pobreza, en la seguridad de las cosas del mundo que en la incertidumbre de perderlas. E incluso, si miramos a Dios con mirada realmente sobrenatural y trascendente, incluso nos sentiremos, no sólo en paz, sino verdaderamente dichosos cuando la Cruz se presente en nuestra vida a nivel personal y comunitario y Cristo nos invite a participar de ella, bebiendo el cáliz del sufrimiento y del despojamiento para identificarnos por completo con Él mismo, quien, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con la filiación divina y la vida eterna.

Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.

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