Todos sabemos que aumentan los casos de la (mal) llamada violencia de género. Saltan a los medios casos de agresiones, violaciones, acosos. Para combatir este mal, nuestros responsables políticos y educativos y el orfeón de las voces orgánicas que repiten al unísono sus consignas corean: hay que actuar en la educación, hay que moldear las tiernas almas de nuestros púberes, antes de que crezcan y se conviertan en recalcitrantes machistas.
Y, en efecto, se actúa sobre la escuela. El ámbito educativo es, junto con los medios de comunicación, el lugar favorito para que los difusores de lo Political Correctness difundan sus consignas.
Testigo de esta labor persistente, puedo comentar algunos ejemplos. En una ocasión, una chica joven da una charla sobre violencia de género a alumnos de la primera etapa de la Secundaria. La solución que planteó a esta verdadera lacra es acabar con el papel de varón y mujer que no son más (recuerdo la palabra) que un «constructo», es decir, un convencionalismo social que generamos, pero que no responde a ninguna realidad. Evidentemente, si acabamos con este molesto «constructo», la violencia desaparecería. Infalible: si acabamos con los coches y las carreteras, desaparecen los accidentes de tráfico.
Otro ejemplo. Un representante de una asociación con un nombre complicado expuso a los chicos el siguiente argumento: ¿podéis escoger la ropa que os ponéis? ¿Y los zapatos y el peinado? Pues si podéis escoger esto, que es secundario, cómo no vais a poder elegir vuestro sexo, que es algo fundamental.
El tema, a pesar de que tiene sus aspectos pintorescos, es grave. La ideología de género, el igualitarismo sistemático, está difundiendo un conjunto de valores que van más allá de la reforma o sustitución de instituciones, costumbres, realidades sociales, económicas o políticas. Es algo de más hondo calado: se trastoca el concepto mismo de persona. Podemos decir que estamos ante una revolución antropológica. Y el concepto de persona que se nos propone es el de un ser cuya voluntad tiene una área infinita de actuación y un poder sin límites. Disueltos los grandes valores morales y religiosos («la fin des grands récits», que dice Lyotard), abolida la ley natural, ¿quién determina la realidad? Incluso, ¿quién determina mi propia realidad? No queda más que mi voluntad. Voluntad sin verdad ni sentido de lo trascendente, es decir sin límites, sin dirección ni objetivo. Es como una enorme fuerza, caudal sin diques, que puede ser constructiva o letalmente destructiva. Esa voluntad no tiene otro principio inspirador que un hedonismo de cortos vuelos. Carpe Diem, recoge el gozo si está al alcance de la mano. Di siempre Sí al deseo. Se olvida aquella idea de Max Scheler de que el hombre es el único ser que sabe decir No a la naturaleza. El único ser vivo con capacidad de ascetismo.
La continua difusión de esta ideología laica, moralmente minimalista, igualitaria y hedonista, ¿está teniendo los buenos resultados que cabe esperar? Basta con asomarse a los medios para ver que no; que las agresiones y violencias aumentan. Tengo la sensación de que intentamos apagar un fuego arrojándole gasolina.
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