El método O'Malley contra los abusos sexuales



(Aleteia/InfoCatólica) Hace treinta años, en las Islas Vírgenes, el joven arzobispo Sean Patrick O’Malley se asustó cuando vio el pequeño y destrozado hidroplano en el que debía embarcarse. Frente a él había una mujer muy gorda. El piloto bajó, con un cuaderno en la mano, para anotar el peso de sus pasajeros, antes del despegue. Cuando le preguntó a la mujer, ella respondió, con cierto mimo: «40 kilos». Luego se dirigió al joven monseñor. «Yo peso 150 kilos» respondió imperturbable O’Malley. «De este modo, desde el primer día como arzobispo, aprendí a cargar el peso de mi rebaño».


El rebaño de los bostonianos que O’Malley debe guiar no es de los más ligeros. Con una población católica mayoritaria, pero extremadamente secularizada, progresista, una alta tasa de inmigración de América Latina (sólo los brasileños son 200.000), Boston es un campo de batalla para la fe.


«Más difícil aún que un pueblo que no ha conocido nunca la fe, es el pueblo que la ha conocido y se considera vacunado contra la Palabra», comenta el arzobispo. O’Malley, del paraíso de las Islas Vírgenes fue transferido a Massachusetts en 1992, en Fall River, diócesis herida por el escándalo de los abusos de menores.


Fortalecido por esta experiencia fue nombrado arzobispo metropolitano de Boston en 2003, por san Juan Pablo II, después de un año en la diócesis de Palm Beach (Florida). En contacto con una de las sociedades más laicistas de Estados Unidos, O’Malley no ha hecho nunca concesiones, a costa de ceder a importantes relaciones públicas.


Ha definido abiertamente el aborto un «crimen contra la humanidad» y, el año pasado, rehusó recibir al Primer Ministro Irlandés Enda Kenny, que lo estaba legalizando, cuando estaba de visita en el Boston College, invitado por los jesuitas.


El arzobispo, haciendo un amplio uso de los medios de comunicación, en 2012 condujo una batalla ganadora contra la legalización de la eutanasia, en un referendum en que el frente «pro-muerte dulce» estaba a la cabeza hasta un par de meses antes. Es intransigente su defensa de la vida y de la dignidad desde la concepción.


Y precisamente por eso ha adoptado una estrategia de tolerancia cero en relación a los abusos de menores, que ha combatido en primera línea en su diócesis. Y esta es, desde un punto de vista histórico, la parte más interesante de su testimonio de evangelización.


El momento fue uno de los más difíciles y duros para toda la Iglesia, no sólo para la diócesis de Boston, de donde surgió el escándalo: «El dolor de las personas y los sacerdotes, en toda la diócesis, era palpable. Sabía que mi primera tarea era reconstruir la Iglesia en Boston». En 2003 se trataba, antes que nada, de restablecer la confianza de los fieles.


«En enero de 2002, en el Boston Globe apareció la primera de las terribles historias, en primera página, sobre los sacerdotes que abusaban de los niños confiados a su responsabilidad espiritual. Los católicos de Boston, así como los pertenecientes a otras religiones, quedaron desconsolados por el número de sacerdotes bajo denuncia y por el hecho que podrían continuar ejerciendo su ministerio. Las personas se esperaban que los sacerdotes y la jerarquía de la Iglesia hicieran lo justo. Pero la Iglesia los decepcionó.


Fue difícil para muchos, confiar en las personas a cargo de la Iglesia y seguir sus enseñanzas, dado que, muchos, en el pasado, habían abusado sobre todo de su confianza. Esto se volvió un motivo de no evangelización: muchos cristianos han puesto en duda su fe, o han dejado de practicarla totalmente.


Muchos se sentían avergonzados, a causa de su mera pertenencia a la Iglesia y simplemente no sabían qué responder a sus amigos no creyentes. La Iglesia y sus miembros fueron escarnecidos en gran parte por la cultura contemporánea».


Contrariamente al sentido común, que piensa en una Iglesia silenciosa que sólo este año, con el Papa Francisco, inicia la lucha más seria contra la pedofilia, O’Malley nos habla de la dura acción disciplinar conducida desde el verano de 2003, aún en los tiempos de san Juan Pablo II. La grave enfermedad de los abusos es curada, simultáneamente, de tres maneras.


Primero: asistencia a las víctimas. «Ha sido para mí un privilegio y una fuente de gran humildad – recuerda esos días – encontrarme con cientos de víctimas de abusos y con sus familias. Sus voces, caras, palabras, lágrimas, me ayudaron a entender lo profundamente que fueron dañados los que sufrieron los abusos.


Algunos de los momentos más conmovedores fueron los encuentros con las familias que habían perdido a sus seres queridos, muertos por suicidio o sobredosis después de quedar destrozados por los abusos sexuales.


Nuestra oración por la paz de las almas de los difuntos permanecerá siempre en mi memoria y mi corazón. He quedado conmovido en los encuentros con las víctimas de los abusos y sus familiares, que perdonaban a los hombres que los habían hecho sufrir hasta aquel punto. Este es un signo extraordinario de la bondad de Dios, que va más allá de cualquier medida, un mensaje de valentía, esperanza y amor».


Segundo: castigo de los culpables. «Me convencí de que había que moverse rápidamente. Postergar el proceso habría provocado mayor dolor a las víctimas y sus familias, así como a toda la comunidad católica. Hemos instituido políticas y procedimientos para garantizar que el mal del abuso sexual no se repita».


«Hemos instruido a más de 300.000 estudiantes para señalar los abusos. Hemos instruido a 165.000 voluntarios para identificar y señalar a los sospechosos de abusos. Y hemos verificado los bagajes de cada miembro del clero. Hemos seguido la regla de la tolerancia cero, asegurando que ningún sacerdote culpable de haber abusado de un niño pueda ejercer aún el ministerio».


Tercero: asistencia a un clero abatido por el escándalo. «Una de las consecuencias de este mal ha sido sobre todo la desmoralización del clero. Hemos buscado poner remedio de varias maneras. Con encuentros regulares, con la formación permanente, con la creación de una oficina pastoral de sacerdotes que los ayuden y apoyen en todos los problemas, médicos o vocacionales, que estén atravesando. Los encuentros son muy frecuentados, a los jóvenes sacerdotes les gusta estar entre ellos y con su obispo».


«Estamos buscando juntar a los sacerdotes en casas parroquiales regionales, de manera que ninguno viva solo. Esto es muy útil porque permite a los curas, a menudo pertenecientes a generaciones diversas, cuidarse mutuamente».


La dureza de la situación y la dificultad de su solución, como explica monseñor O’Malley, forman parte también del diseño divino. Lo explica a su manera, con su habitual humor surrealista, cuando cuenta que siendo un joven seminarista se puso repentinamente a perseguir a una monja alemana, con una escoba en la mano, gritando «¡el animal, el animal!».


Todos creían que estaba loco o endemoniado. Pero no era así: la monja, sin darse cuenta, tenía una tarántula encima, que había salido de una caja de plátanos. El joven O’Malley, no sabía bien alemán, no podría señalar el peligro de otra manera.


«La expresión de la monja pasó del terror de quien cree estar frente a un loco, al alivio de ver caer una araña de 25 centímetros». A veces es Dios que se comunica de esta manera brutal, como un hombre gritón que agita una escoba, aparentemente para pegarnos, pero en realidad para liberarnos de un mal mayor.



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