La libertad como ideal humano



Hace unos días, oyendo una conferencia, se dijo algo en lo que no había caído en la cuenta: que la concepción relativista, aunque tenga su origen en la Ilustración y en el Racionalismo, es profundamente irracional.


En la Sociedad actual hay fundamentalmente dos posturas contrapuestas: la concepción cristiana, basada en la frase de Jesucristo: «La Verdad os hará libres» (Jn 8,32), y la concepción atea relativista, cuyo eslogan podría ser la famosa frase de Zapatero: «La Libertad os hará verdaderos». Lamentablemente en estos momentos la, al menos aparentemente, mayoritaria es la atea relativista.


«La Libertad os hará verdaderos» supone una libertad ilimitada, sin obligaciones, desvinculada de toda norma. La dignidad de la persona exige no aceptar nada impuesto desde fuera, sino que sea ella misma quien determine libre y autónomamente lo que considera justo y válido. El único Maestro al que debemos seguir es nuestro Maestro interior. La Ley Natural es por ello sólo una reliquia del pasado y un vestigio ideológico. No hay una Verdad objetiva, el bien y el mal son intercambiables, no existen reglas generales universalmente válidas, y en consecuencia lo justo o lo injusto depende de mí y haré lo que quiero, porque soy yo quien lo decide. Pero como puedo enfrentarme a los demás, es la voluntad popular, teóricamente representada por el Parlamento y prácticamente por el grupo o individuo que manda en el Partido, quien decide realmente lo que es bueno o malo, identificando lo legal con lo moral, terminándose así mi propia libertad, puesto que ya no soy yo quien decide.


En esta mentalidad, por supuesto, Dios no existe y el mundo es fruto de unas energías anónimas, impersonales, de las que ha surgido por azar el ser humano. No tenemos ni idea de lo que pasa después de la muerte, aunque lo lógico es pensar que todo termina con la muerte y, por supuesto, no hay resurrección. Jesucristo no es Dios, y es, en el mejor de los casos, uno de tantos maestros. En cuanto a los Derechos Humanos, hay que sustituir la Declaración de la ONU de 1948, por los presuntos nuevos derechos humanos, que son esas aberraciones como la obediencia a lo que diga el Partido por encima de mi propia conciencia, aunque el Partido mande algo opuesto a la Ley de Dios, es decir totalitarismo puro, porque la persona ha dejado de ser un sujeto natural de derechos que nadie puede violar, proclamándose el aborto y la eutanasia como derechos, el que los terroristas son los verdaderos hombres de paz y representan el futuro, que quien se debe encargar de la educación es el Estado de acuerdo con los criterios de la perspectiva o ideología de género, es decir favorezcamos la promiscuidad porque el fin de la sexualidad es el placer y no el amor, la familia hay que destruirla, e incluso se defiende que está mejor un niño educado por una pareja homosexual que por un padre y una madre que se quieren.


Las consecuencias de este portazo a Dios son esa total irracionalidad y absoluta falta de sentido común que impera en nuestra Sociedad enferma, que da más valor a un perro que a un niño en el seno de su madre, la caída del índice de natalidad muy por debajo de la tasa de sustitución generacional, tasas muy elevadas de divorcios, aumento vertiginoso de los abortos, delincuencia juvenil, fracaso escolar, drogadicción, violencia de género, aumento de suicidios y depresiones y donde incluso las leyes se preocupan directamente de atacar a la familia. Incluso el ayudar al prójimo en necesidad es malo, porque frena el ímpetu revolucionario. En pocas palabras, estupidez en grado sumo y una ausencia de principios y valores que llevan a la corrupción en gran escala, tanto a nivel económico como sexual.


En la concepción cristiana, en cambio, mi búsqueda de la Verdad tiene como consecuencia que el Bien y el Amor dan sentido a mi vida y me hacen persona libre. Voy a poner un ejemplo que creo ilustra bien los dos tipos de libertad contrapuestos: en la concepción atea mi libertad consiste en hacer lo que me dé la gana, por ejemplo, en practicar la promiscuidad sexual y si estoy casado, poder, si quiero, cometer adulterio. En cambio si la meta de mi vida es amar, querré profundamente a mi mujer y le seré fiel, precisamente porque la quiero. Y termino con una pregunta: ¿cuál de las dos concepciones enaltece más a la persona y realiza mejor la libertad como ideal humano?


P. Pedro Trevijano, sacerdote



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