Benedicto enseña de nuevo



El Papa emérito Benedicto ha enviado un mensaje a la Pontificia Universidad Urbaniana, con motivo de la inauguración de un aula de conferencias que lleva su nombre. El tema elegido por el Pontífice jubilado ha sido la equiparación de todas las religiones en aras de una alianza por la paz. Si todas las religiones renunciaran a creer que tienen la verdad plena y se conformaran con decir que tienen una parte de la verdad, se afirma, sería más fácil presentar un frente unido de todas ellas para lograr la paz mundial. Eso dicen.


En el fondo no es más que la vieja pretensión de la ONU -que en España encabezó el presidente Zapatero- de la «Alianza de las Religiones», una especie de sincretismo religioso en el que las distintas formas de buscar y honrar a Dios renunciaban a la misión, a la conversión del otro, porque asumían que tanto daba una religión como otra, pues todos eran caminos igualmente legítimos para llegar al mismo fin. La pretensión por parte de todas o alguna de ellas de poseer la plenitud de la verdad era vista en sí misma como una fuente de violencia, al margen de lo que después aplicaran en la práctica sus seguidores. Por eso, lo que alentaba y sigue alentando la ONU es la renuncia a la búsqueda de «la» verdad, para conformarse con logros más modestos y relativos: «mi» verdad, «tu» verdad, «su» verdad. Si la verdad no existe o es imposible alcanzarla, entonces no hay por qué pelear entre nosotros y ni siquiera hay que intentar ofrecer al otro la propia verdad, porque en el fondo no es mejor que la suya.


Con estas premisas, se ha acabado la evangelización y la misión. Y no sólo hacia los miembros de otras religiones, sino también hacia los ateos o los agnósticos. Por eso, el Papa emérito afirma con rotundidad que la renuncia a la verdad es letal para la fe. Ninguna religión se hubiera desarrollado si sus seguidores hubieran creído que daba lo mismo creer en su Dios que en el del vecino o que era igual aplicar unas normas morales que las contrarias. Por otro lado, pretender a estas alturas y con lo que estamos viendo en Irak, en Siria o en África que es lo mismo creer en Alá que en Jesucristo y que da igual seguir al profeta que al Hijo de Dios, no sólo es blasfemo sino que es un insulto a la razón.


Pero, no sé si sin querer o queriendo, la intervención del Papa Benedicto, en este momento concreto en que se produce, tras las discusiones acaloradas del Sínodo, viene a poner luz en el nudo intelectual de la polémica. Porque lo que en el fondo se ha estado debatiendo, tras la cuestión de la comunión de los divorciados o la aceptación del comportamiento homosexual, no es otra cosa más que la relación entre verdad y misericordia. Para unos, ambas cosas no pueden ir separadas: decir la verdad es el primer acto de misericordia y la primera profesión de nuestra fe es para confesar que Dios es amor y por lo tanto misericordia. Para otros, en cambio, se trataría de un debate innecesario, pues habría que dejar la verdad en el ámbito de lo teórico, mientras que en el ámbito de lo práctico tendría que imperar la misericordia; eso significaría que no se niega que el segundo matrimonio sea un adulterio, pero que se permite a los divorciados vueltos a casar comulgar porque la comunión no es sólo para los que están en gracia (estos ahora son llamados irónicamente los «perfectos») sino también para pecadores.


«La renuncia a la verdad es letal para la fe». Es una frase perfecta, de esas a las que nos tenia acostumbrados el «maestro» Ratzinger. Sin verdad, sin asumir que Cristo es la verdad plena y que ha venido a revelársela al mundo para la salvación del mundo, el cristianismo está herido de muerte. Sin verdad, la misericordia se diluye, pues sin verdad no habría conciencia de culpa y sin ello no habría petición de perdón, por lo que no sería necesaria la misericordia. La verdad no es enemiga de la misericordia, al contrario, es la que la salva, la que hace imprescindible su existencia. Por lo tanto, no hay peor enemigo de la misericordia que los que dicen que la verdad no existe o no se la puede conocer o debe quedarse en el limbo de las teorías abstractas. El Dios de la verdad es el mismo que el de la misericordia. Y se llama Jesucristo.


P. Santiago Martín, sacerdote.


Tomado de Catolicos on line



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