Por si a alguien todavía no le queda claro: el demonio existe y los seres humanos no somos de su particular agrado; es más, el muy cobarde, puesto que a Dios no puede hacerle ningún daño directo, decidió herirlo a través de las criaturas que Él más amaba: nosotros. Por eso nadie se espante, especialmente los cristianos (su presa favorita), si les digo que el demonio constantemente nos ataca y nos tienta para que ofendamos a nuestro Creador.
El problema es que el demonio es muy astuto, y nosotros, los cristianos, muchas veces nos pasamos de tontos. Creemos que ir a Misa, rezar el Rosario y tratar de vivir una vida cristiana coherente nos exime automáticamente de toda preocupación por la presencia de este indeseable sujeto. Lamento decir que la realidad no es así. El demonio redobla sus esfuerzos cuando ve coherencia cristiana en nuestras vidas, asume nuevos rostros y actualiza sus estrategias. Una metáfora puede ayudarnos: un ladrón quiere entrar a robar en una casa. Merodeando su objetivo y rumiando su plan descubre que ahí vive una joven cuyo novio, a una determinada hora, le lanza piedritas a la ventana para que ella se asome por el balcón y le permita entrar. ¿Qué deberá hacer el ladrón para engañar a la joven? Seguramente lanzar piedritas a la hora correcta solo podría servirle para ganarse un escopetazo del Papá. Es obvio que el plan debe consistir en disfrazarse del novio, copiar su modo de andar e impostar la voz para lograr un tono lo más parecido posible. Creo que es un buen ejemplo para entender cómo se filtra el demonio y sus tentaciones en la vida de un cristiano. El demonio, al no poder presentarnos la tentación de manera burda porque sabe bien que serían rápidamente rechazadas, cambia de plan e intenta presentarse con pensamientos y estados de ánimo que parecen espirituales para poco a poco desviarnos de la relación con Dios.
¿Cuáles son esos pensamientos y estados de ánimo en apariencia positivos y espirituales pero que en el fondo son tentaciones? Me voy a valer del libro El discernimiento del Padre Marko Rupnik, que por cierto recomiendo mucho, para responder a esta pregunta. Éste se basa, a su vez, en los padres de la Iglesia, es por ello que los puntos que se vienen tienen mucho de la riqueza de la tradición y la sabiduría de la Iglesia.
Volver a centrar la mirada en uno mismo
No sé si lo han experimentado como yo pero cuando decidí ser un cristiano de verdad uno de los grandes cambios espirituales que Dios me ayudó a hacer fue el de sacar la mirada de mí mismo y ponerla en los demás. Descubrí que había más alegría en dar que en recibir y que la alegría de la comunión auténtica no se comparaba a los opacos destellos de satisfacción que ofrece el egoísmo. En el combate espiritual es aquí donde el demonio se juega todas su cartas. Y es que es muy difícil engañar o inducir a error a una persona que tiene la mirada y el corazón puestos en Dios y en los demás. Por decirlo de una manera, el amor es la «criptonita» del maligno.
Más que el primer punto podríamos decir que esta es la estrategia base que inspirará las demás tentaciones. El demonio necesita que agachemos la cabeza, que centremos la mirada nuevamente en nosotros mismos para poder atacar con efectividad. Este aflorar de un amor propio desordenado es una enfermedad espiritual que los Padre de la Iglesia han llamado: Filaucia. Veamos cuáles son los modos sutiles con los que el demonio trata de inocularla en nuestra vida cristiana.
1. Hacernos creer que la fe es contenido y no relación
La fe cristiana es una vida de relación con Cristo. Una relación que se manifiesta de muchos modos: en lo que creemos, en lo que queremos, en lo que pensamos y en lo que elegimos. Es una fe que informa y enriquece toda nuestra vida porque es una fe viva, fundada en una relación actual y real con el Señor Jesús.
Cuando la vida del cristiano está nutrida por un dialogo amoroso con Cristo, el demonio poco o nada tiene que hacer. Su estrategia, por lo tanto, consistirá en desvitalizar esta relación. ¿Cómo lo hace? Pues tratando de que nuestros pensamientos y sentimientos religiosos; ya sea nuestra aspiración a la santidad, nuestra piedad eucarística o nuestra sensibilidad espiritual y social, entre otras, empiecen a parecernos más una conquista personal que un don recibido. El objetivo del demonio es hacer de nosotros personas religiosas sin Dios. Querrá hacernos creer que podemos mejorar como cristianos prescindiendo -paulatinamente- de las exigencias propias de una relación de amistad con Jesús.
Lo que el demonio no nos dirá es que nadie puede apropiarse de la fe sin sofocarla y desvirtuarla. Cuando el cristiano empieza percibirse como el principal autor de su vida cristiana la fe pierde toda la energía y actualidad que le donaba la dinámica relacional y se enfría hasta el punto de convertirse una ideología como cualquier otra. Es decir, en un conjunto de ideas en las que se cree (doctrina), que han modelado las costumbres de una familia o un pueblo (tradición) y que se traducen en una serie de normas de conducta útiles para llevar una vida correcta (moral). ¿Nunca les ha pasado que se encuentran con un cristiano que define el cristianismo de este modo?
Las consecuencia son obvias. Cuando la fe se convierte en ideología, aburre; se abre una grieta enorme entre la vida concreta y las propias creencias. La Encarnación, la Muerte y la Resurrección de Cristo adquieren repentinamente la misma relevancia que Neptuno, Urano y Saturno en nuestra vida. El demonio ha vencido. Nos ha convertido en cristianos bien adoctrinados, asiduos en las prácticas y rituales católicos, moralmente ejemplares… y muertos por dentro.
2. La sensualidad
Es fundamental rezar y realizar con amor nuestras actividades religiosas. No es atípico y no está mal que realizando todo esto experimentemos satisfacción y paz interior. ¡Estamos haciendo lo que la Iglesia nos invita a hacer y estamos perseverando! Es algo para sentirse felices, que nadie te diga lo contrario. Pero hay un peligro del que te quiero advertir; se trata de algo muy sutil: es muy fácil perder el horizonte y empezar a practicar nuestros ejercicios de devoción ya no con el objetivo de acercarnos a Dios y reforzar nuestro amor por Él, sino por el gusto espiritualidad que estas prácticas nos producen. Por lo que nos hacen sentir o por la imagen personal que empezamos a construir a partir de ellas.
¿Cómo podemos saber cuándo nos ocurre esto? El P. Rupnik nos da un excelente consejo:«Es importante estar atentos al proceso de los pensamientos y de los sentimientos en las oraciones y en los momentos espirituales de gran calor e intensidad (…) el enemigo se sirve de una imaginación que tiene por objeto las cosas de Dios, las cosas santas, las personas santas, o bien nosotros mismos, nuestro futuro espiritual, con el fin de suscitar en nosotros convicciones y pensamientos que, o nos hacen protagonistas «sensuales» de la vida espiritual -deseosos sobre todo de esta satisfacción- o bien, nos hacen sentirnos contentos de estar en este camino porque es satisfactorio». Por experiencia propia, creo que no es difícil darse cuenta de la naturaleza de nuestros pensamientos y sentimientos una vez que nos hemos hecho conscientes de la necesidad de realizar su análisis. Lo difícil es precisamente esto último. Por esta razón la Iglesia recomienda no perder de vista nuestro examen de conciencia.
3. El apego a las propias ideas o planes
El éxito nos encanta. Somos seres humanos. Queremos que nuestros proyectos salgan bien e incluso rezamos para que esto sea así. No tiene nada de malo, es más, Dios también quiere que nuestras empresas evangelizadores salgan adelante. Sin embargo, el demonio sabe muy bien que el corazón humano a veces se entrega demasiado a los propios proyectos. El hecho de que nuestras obras busquen la evangelización no nos hace inmunes a desarrollar apegos mundanos con nuestro proyectos. Apegos que nos hacen olvidar la centralidad de Dios y su gracia y nos ponen a nosotros como los protagonistas y los héroes indispensables de ese apostolado concreto. El demonio goza cuando logra disfrazar la filaucia de celo apostólico; por eso nunca está demás poner en las manos del Señor, especialmente en el Sagrario, nuestro corazón y todos nuestros proyectos. Hablar con confianza de cada uno de ellos y dejar que el Señor nos interpele y nos ayude a ponerle siempre a Él en el centro, aunque eso signifique -gracias a Dios- hacer retroceder nuestra hambre de protagonismo.
4. Hacernos sentir los justicieros de Dios
¡Qué lindo! Vivimos la pureza, vamos a misa, pensamos como cristianos y ayudamos a las viejitas a cruzar la calle. Agarrémonos entonces de las manos, hagamos una ronda y no dejemos entrar a ninguna persona en nuestro círculo de diáfana virtud. ¿Te parece esta una actitud cristiano? ¡Claro que no! pero la dura verdad es que enjuiciar y despreciar a los demás por no vivir o pensar como nosotros es una práctica común cuando la propia vida espiritual no es lo suficientemente madura. Esta es otra gran tentación de la que se vale el demonio para introducir la filaucia en nuestras almas: nos hace experimentar el gusto fariseo de ser los justicieros de Dios; aquellos con poder para definir quién vive la fe y quién no. Inclusive podríamos a hacer largas vigilias de reparación por los pecados de los demás; rezando y llorando por un mundo que se cae a pedazos cuando a pedazos – en realidad – se desgaja el corazón de Dios al vernos sumergidos en un ciego y torpe amor propio.
La verdad es que los justicieros de Dios, con sus condenas y sus poses, están muy alejados de la mirada de misericordia y amor que Dios nos pide. Es importante que el cristiano que ha caído en esta tentación identifique aquellos juicios condenatorios o aquellos sentimientos de superioridad que le han embotado el corazón y los ponga con humildad a los pies del Dios que no bromeaba cuando decía que las prostitutas y los publicanos precederían a los fariseos en el Reino de los Cielos.
Solo para mencionarlo, esta tentación también se cuela en el mundo de las ideas. Ocurre cuando nuestra propia interpretación de la fe se vuelve la norma universal para juzgar las reflexión y comprensión que otros tienen de la doctrina católica. Dice el P. Rupnik: «Así las ideas se convierten en idolatría, y siguiendo ese camino se puede llegar a confundir la fe con un filón de pensamiento preciso, con una escuela precisa, incluso con un método preciso, perdiendo así un enganche real con Cristo Salvador». En el fondo se produce una ideologización de la fe que puede llegar al extremo de descartar cualquier opinión que se oponga a la propia, incluida la voz del propio obispo, la voz del Papa o la del Magisterio de la Iglesia.
5. Pensamientos conformes a la Psiqué
Como ya comenté, cuando el cristiano crece en su vida espiritual el maligno debe volverse más refinado para poder introducir su aguijón en nuestras vidas. Un modo muy astuto de hacerlo – percibido, estudiado y combatido por los padres del desierto – es el deinspirar pensamientos conforme a las características de la persona; es decir, a quien es valiente le inspirará pensamientos de entrega y coraje, quien es devoto pensamientos de piedad y mortificación, quien es generoso pensamientos en la linea de la caridad y la defensa de los pobres, etc. Dice el P. Rupnik: «El enemigo llega a fingir que reza con quien reza, ayuna con el que ayuna, que hace caridad con quien da limosna, para atraer la atención, entrar por las puertas de la persona y después hacerla salir donde él quería llevarla».
El demonio conoce nuestro mundo interior y lo tiene en cuenta. Es fundamental que nosotros también lo conozcamos y sepamos hacer un fino examen de conciencia (¡que es oración!) con vistas a reconocer dónde crece el trigo y dónde fue sembrada la cizaña. El criterio último de discernimiento debe ser el plan de Dios en nuestras vidas. Hay muchas cosas buenas y santas que podríamos hacer que no son parte de lo que Dios quiere para nosotros. La prudencia, fundada en el plan divino, debe siempre regular a la caridad.
6. La falsa perfección
Esta probablemente te sorprenda. El maligno también es capaz de tentarnos con cosas que podemos superar fácilmente con el objetivo de hacernos sentir personas buenas y luchadoras, con un nivel decente de virtud en nuestras vidas. Advierte el P. Rupnik: «Se cae así en la trampa más peligrosa, la de la soberbia espiritual. No son los hombres los que consiguen vencer al príncipe de las tinieblas, sino que es sólo Dios el que vence, es el Espíritu Santo quien nos comunica la fuerza del Señor de la luz para desechar las tinieblas y vencer los engaños del tentador». Esta soberbia espiritual va de la mano con la falsa creencia de que somos capaces de vencer cualquier tentación si es que nos lo proponemos. Dios y su gracia salen inconscientemente del panorama del combate espiritual y el terreno queda servido para que el tentador muestre su verdadero rostro. Lo terrible de este modo de filaucía espiritual es que el cristiano vencido tratará de recuperarse subiendo por la misma escalera que le permitió alcanzar su pasado grado de virtud; es decir, la escalera del voluntarismo. La oración acompañará sus esfuerzos pero no será el corazón de su combate porque el tentador se ha asegurado de hacerle creer que puede lograrlo por él mismo. ¡Qué gran mentira!
La siguiente movida del maligno, y hay que estar atentos, será hacerlo abandonar la esperanza de ser ayudado por Dios para finalmente llevarlo a desesperar de su misericordia. Es irónico pero es cierto. El cristiano abandona la esperanza de recibir una ayuda que nunca pidió, y desespera de la misericordia divina cuando su objetivo no fue el perdón, sino recuperar la paz que le producía sentirse bueno y virtuoso. En el fondo, con la filaucía el maligno desubica al cristiano y lo coloca inerme en batallas cuyo resultado está previamente definido: perderá.
Es esencial saber que la verdadera perfección cristiana se vive en clave de morir y resucitar constantemente. Se expresa en un amor humilde que nunca se pone por encima de los demás ni se envanece con sus logros o capacidades. No haya paz en la auto contemplación sino en la felicidad de quienes están a su lado. Es una perfección que se sabe profunda y constantemente necesitada del auxilio de Dios porque reconoce su pequeñez ante el misterio del amor al que está llamada. Sus conquistas no las atribuye a sí misma sino que las agradece porque siempre son dones recibidos. Ante la perfección cristiana lo único que el maligno puede hacer es controlar su impotencia.
Mauricio Atienza
Publicado originalmente en Catholic-link
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