Ganar el mundo, perder el alma

«¿De qué le servirá al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 26)

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Hace unas semanas un sacerdote me contaba su experiencia en una casa de las Misioneras de la Caridad, donde compartió intensos momentos y graves situaciones: el hospital, los enfermos… De todo lo que vivió lo que más le llamó la atención fue que las hermanas se retiraban a rezar durante varias horas, «abandonándolo» todo. Sorprendido me decía: «y nada pasaba, nadie se moría, nadie se dolía, nadie se extrañaba. Imagínate un colegio donde los profesores se van de las aulas y de los despachos, ¿imaginas qué pasaría? Pues allí no pasaba nada ¿Sabes cuál es el secreto? Que lo primero es Dios, Él es el centro de todo aquello; todo por Dios, nada sin Él».

De los problemas

Impresionante testimonio el de este sacerdote pero por desgracia –y es mi percepción- dentro de la Iglesia Católica, especialmente desde orillas modernistas; se extiende, cada vez más, una forma de decir y hacer que aparta a Dios del centro de nuestras vidas. Buen ejemplo son mensajes con los que nos bombardean -mes tras mes- algunos medios de difusión llamados católicos.

Mes tras mes nos recuerdan los problemas de la humanidad: la tierra sufre por nuestra nociva acción, el hambre se extiende por el planeta, las injusticias a trabajadores agrícolas e industriales son insoportables, las mujeres y los niños son maltratados y pisoteados, la familia es atropellada… La humanidad vive una crisis económica y financiera, ecológica, educativa y moral… Bueno, vale, aunque habría muchos matices que poner a todo ello.

De las falsas oportunidades y de las falsas soluciones.

¡Cuántos problemas! Pero, atención, porque son también oportunidades ¿Cuál es la oportunidad? Desde esas modernistas orillas nos dicen: «Construir una sociedad que ponga al centro la persona humana» mediante «la solidaridad», para forjar «el bien común». A este eslogan se añaden otros: la promoción del deporte para hacer realidad la fraternidad humana, el desarrollo de la «cultura del encuentro» -¿qué será eso?- o el respeto a todas las tradiciones religiosas en un diálogo sincero. Llevando a cabo este maravilloso «bálsamo de fierabrás» surge, como por ensalmo, la solución: construir un mundo de justicia, paz y amor.

Y ¿cuáles son las herramientas? Dejar atrás las rectas normas, desechar los corazones cerrados, los «modelos anquilosados» y «expandir la conciencia» –¿qué será eso?- lo que nos permite «integrar la fragilidad» renunciando a la «fría moral de escritorio».

Todo este es un discurso, compuesto por eslóganes mundanos y vacíos, enteramente decepcionante y triste y los que lo pregonan están engañando no sólo a los católicos y cristianos en general, también están engañando a todo el mundo.

Ésta no es la respuesta correcta. Es más, digo que esta respuesta es error de base doctrinal y magisterial, no importa quién lo diga, no importa quién lo enseñe. No importa quién lo difunda y por qué medios. Decir y/o enseñar esto es un grave error doctrinal y magisterial.

De la Verdadera solución

Vuelvo a repetir, todo este es un discurso compuesto por eslóganes mundanos y vacíos. Por ejemplo, se nos dice que la familia es un bien precioso, cierto, pero ¿qué familia? ¿cualquier tipo de… «familia»?

Se nos dice que la familia está en crisis, puede ser: desde infidelidades y rupturas a dificultades económicas pasando por conflictos de relación entre sus miembros, que en ocasiones llegan a ser auténticas guerras. Y ¿cuál es la solución?: que los miembros de la familia ¿se contenten y se regodeen en las ofensas y en los fracasos? ¿Qué incumplan sus promesas? ¿Qué vivan en la indocilidad y la obstinación? ¿Qué vivan centrados en la concupiscencia? ¿llevar a todos sus miembros al psicólogo?

Lo que ocurre es que ya nadie sabe qué es la verdadera familia y cómo dar solución a sus problemas. Pero es muy sencillo y al mismo tiempo difícil.

La verdadera familia es la familia como Dios la quiso desde la creación del mundo y la elevó a sagrada por el matrimonio. Cristo debe ser el centro de la familia y todos sus miembros han de estar enfocados a Él. Por eso llamamos a la familia, la Iglesia doméstica.

Una familia centrada en Cristo tiene en cuenta que todos los problemas se llaman, Pecado; y que tienen una solución: el arrepentimiento, la Confesión, el perdón y la reparación. Una familia que quiera perseverar en el camino al Cielo debería rezar el Santo Rosario, hacer lecturas del catecismo y obras de espiritualidad, acudir a la santa misa y a los sacramentos todas las semanas, por lo menos. Incluso debería tener un director espiritual. Así eran muchas familias cristianas hasta no hace tanto tiempo, antes de que el Modernismo nos cañonease con sus mentiras.

Y es que a pesar de lo evidente, del error doctrinal y magisterial que se nos está comunicando, el cañoneo mundano no para y mes tras mes nos sueltan sus «bálsamos de fierabrás», como la solidaridad y la fraternidad: ¡solución de soluciones! para lograr el bien común y establecer una misericordiosa sociedad centrada en el desarrollo integral del ser humano.

Qué quieren que les diga, pues que no, que es mentira. La solidaridad es un valor bueno sólo si está enraizado en las Virtudes Teologales, especialmente la Caridad. Porque la verdadera solidaridad nace de la Caridad, del Amor. Y el Amor no es algo indeterminado o nebuloso, ni es una idea y menos aún un sentimiento.

El Amor, el auténtico Amor, es Cristo Jesús Crucificado y Resucitado. Éste es el Elemento «indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral» (Cáritas in veritate 4): la adhesión a Cristo. Pero resulta que es, además, «deber moral de los hombres y de las sociedades» (Dignitatis humanae 1).Es un «deber universal» que «el mundo se impregne del espíritu de Cristo» (Lumen Gentium, 36).

Y además, el Bien Común sólo se puede realizar abriendo «de par en par las puertas a Cristo», abriendo «a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo» (Apostolicam actuositatem, 13; CIC 2105) haciendo, así, posible el reinado social de Cristo (Juan Pablo II, Homilía, 5, 22/10/1978).

Pero la ofensiva modernista no para aquí. Sus medios de divulgación insisten en proclamar que debemos «construir una sociedad que ponga al centro la persona humana». Pues vuelvo a decir que no, que esto es un error y es mentira.

Es Cristo el que tiene que estar en el centro de la persona humana y de la sociedad. Estamos llamados (desde los apóstoles a Benedicto XVI pasando por todos los padres de la Iglesia) a formar una sociedad que ponga a Dios vivo, a Cristo Resucitado, en el centro de la persona humana; en el centro de la familia, en el centro de las empresas, en el centro de los partidos políticos, en el centros de las instituciones educativas y culturales, en el centro de los gobiernos políticos y económicos.

Ésta es la Doctrina y Magisterio infalible de la Iglesia.

De la gran enfermedad: la falta de Dios.

Si a pesar de los machacones eslóganes de medios de difusión modernista no hemos caído en la alienación mundana, no se preocupen, porque seguirán con el martilleo anti doctrinal y anti magisterial llegando a corear que: «necesitamos una conversión que nos una a todos». Y pregunto: una conversión ¿a qué y/o a quién?

La respuesta vuelve a ser absolutamente decepcionante, se nos dice: «encontrar a Dios de diferentes maneras», según las diversas tradiciones religiosas. Porque «muchos piensan y sienten distinto» pero «buscan y encuentran a Dios de diversa manera». Y es que «en el abanico de religiones hay una sola certeza: todos somos hijos de Dios». Por lo tanto, se impone el respeto a todas las tradiciones religiosas en un diálogo sincero. Ya tenemos aquí otro «bálsamo de fierabrás» con el cual alcanzar la paz y la justicia universales.

Hay quienes pretenden que aceptemos ésta idolatría sin pestañear. Incluso nos muestran imágenes de los ídolos de diversas religiones junto a la imagen del niño Jesús, dando el claro mensaje de que son equiparables. Pues debo decir que no, que éste es un camino erróneo y mendaz. A Dios no se le encuentra en Buda, en Alá, en Brahma, en Krishna o en el Yi Yin-Yi Yang, ni en la meditación tántrica.

Ciertamente, necesitamos de conversión que nos una a todos, pero en Dios, Santísima Trinidad: Dios-Padre, Dios-Hijo, Dios-Espíritu Santo. El único Verdadero Dios y único Redentor de la humanidad. No hay otro Dios más que Él.

Jesucristo, en la Iglesia Católica, es el único arca de salvación: único Camino, Verdad y Vida. Quien quiera llegar al Padre tiene que pasar por Jesucristo. Porque si bien, todos somos creaturas de Dios, no todos somos hijos de Dios. Sólo por Cristo, mediante el Bautismo, nos hacemos Hijos adoptivos de Dios: «a quienes le recibieron y creyeron en él les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios» (Jn. 1, 13).

Todos los papas, desde San Pedro, vienen repitiendo esto y advirtiendo de los peligros de poner al mismo nivel todas las religiones. Pongo un solo ejemplo, Pío XI y la Mortalium Animos:

Hay quienes –dentro de la Iglesia Católica- están convencidos y trabajan para que «lospueblos, aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual. Con tal fin suelen estos mismos organizar congresos, reuniones y conferencias (…) Tales tentativas no pueden, de ninguna manera, obtener la aprobación de los católicos, puesto que están fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y laudables (…) aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan el (…) nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios (…) Cuantos sustentan esta opinión, no sólo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera religión (…) cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la religión revelada por Dios».

Es palpable que las sociedades del siglo XX-XXI –especialmente occidentales- padecen una gran enfermedad: la falta de Dios. Pero, del Dios Único y Verdadero. Éste es el Gran Problema sobre el que se sustenta todos los aprietos y dificultades, apuros y conflictos que nos afligen.

La Iglesia Católica ha dicho, repetido y enseñado -y lo sigue enseñando por la Doctrina y el Magisterio infalible- que la cuestión de fondo, el verdadero problema, tiene dos orígenes y causas relacionadas: Uno, la falta de Dios, la falta de Cristo, porque donde no está Dios está Satanás. Y dos, todo ello tiene como derivada directa el pecado individual y colectivo.

Por lo tanto, la falta de Dios es objetivamente el principal y auténtico problema de la humanidad. Porque el ser humano sin su Creador desaparece (Gaudium et spes, 36). La Iglesia no se ha cansado de pregonarlo al mundo entero:

«El problema central de nuestro tiempo es la ausencia de Dios, y por ello el deber prioritario de los cristianos es testimoniar al Dios vivo. Antes de los deberes morales y sociales que tenemos, de lo que hemos de dar testimonio con fuerza y claridad es del centro de nuestra fe (…) Si hoy existe un problema de moralidad (…) deriva de la ausencia de Dios en nuestro pensamiento, en nuestra vida» (J. Ratzinger, Ser cristiano en la era neopagana, Madrid 1995, 204).

De la Cruz, fuerza de Dios para los que se salvan.

Sin embargo cada vez son más los católicos –de toda condición y rango- que están ya tan persuadidos, tan vencidos por el sincretismo que hasta se avergüenzan y esconden de la Santa Cruz, la señal del Hijo del Hombre (Mt. 24, 30).

Para San Pablo la Cruz era motivo de gloria (Gal. 6, 14) y el centurión romano, pagano, se convirtió al ver la Cruz y en ella a Cristo. Tal es la fuerza de Cristo y su Cruz. Por eso Cristo resucitado no borró de su cuerpo las llagas de la Cruz, sino que las mostró como señal de su victoria (Jn. 20, 24-29). Por eso «la predicación de la Cruz es locura para los que se pierden (...) pero es fuerza de Dios para los que se salvan» (1 Cor 1, 18). Es así que los grandes misioneros han predicado por todo el mundo el Evangelio con el Crucifijo en la mano. Predicar sin la Cruz no tiene sentido.

De la Evangelización: fin prioritario.

Cuántos medios materiales y humanos despilfarrados, cuánto tiempo malgastado. Sí, cada vez que no se proclama a Cristo Jesús como único y verdadero salvador se malogran las heredades y se queman las viñas. Pero el rey llegará y dirá: «eres un mal administrador, y por tus propias palabras te juzgo» (Lc 19, 22).

No lo duden. En el día (hoy en que leen estas líneas, por ejemplo) ¿Cuántas ocasiones hemos tenido de predicar y dar testimonio de la Verdad enseñando, reprendiendo, animando? Es nuestra obligación de bautizados mostrar la Verdad al mundo, «a tiempo y a destiempo», porque «llegará el tiempo en que la gente no soportará la sana enseñanza; más bien, según sus propios caprichos, se buscarán un montón de maestros que solo les enseñen lo que ellos quieran oír. Darán la espalda a la verdad y harán caso a toda clase de cuentos. Pero tú conserva siempre el buen juicio, soporta los sufrimientos, dedícate a anunciar el evangelio, cumple bien con tu trabajo» (2Tim. 4, 2-5).

Por consiguiente, cuántas ocasiones perdidas para anunciar a Cristo y su Signo -la Santa Cruz- a todas las naciones, a todos los pueblos (Mc. 16, 15). La evangelización ha de ser cuestión y llamada prioritaria para todos los bautizados (CIC 900; Apostolicam actuositatem, 6; Ad gentes15). Anunciar a Cristo, ésta es la respuesta a todos los males.

Sólo cuando Jesucristo sea conocido, creído y amado por todo el mundo; Sólo cuando los corazones se conviertan a Cristo y hagan de Él el centro de su existencia, todos los problemas que afligen a la humanidad podrán estar en el correcto camino hacia su solución. Estar centrados en Cristo. Este es el primer desafío que tenemos todos, individual y colectivamente. Todo lo demás está subordinado a este esencial, apremiante e imprescindible desafío (Benedicto XVI, Homilía, 10, 9, 2006).

Y es que no hay bajo el cielo otro nombre que Dios haya dado a los hombres, y por el cual podamos ser salvados, fuera de Nuestro Señor Jesucristo (Hch. 4, 12). ¿De qué le servirá al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 26). O somos de Cristo o somos del mundo y de su príncipe, Satanás. Así pues, ¡conviértete a Cristo y cree en el Evangelio!

Antonio R. Peña

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