Constitución Sacrosanctum Concilium
La acción litúrgica, toda liturgia, es un misterio sobrenatural y de gracia. Pese a que vemos signos, ritos, oraciones y palabras, su entramado invisible es mayor y más importante, por lo que la liturgia no es un «hacer nuestro», sino que es Dios quien la realiza eficazmente por medio de su Iglesia. La liturgia es una realidad santa, no manipulable, transida de espiritualidad, de sacralidad, de santidad.
1. Para glorificar a Dios y que los hombres sean santificados, que es el fin de la liturgia, Cristo está presente en la acción litúrgica; más aún, es Cristo quien da gloria al Padre y es quien nos santifica por su Espíritu Santo y toda gracia.
Pero Cristo, de cuyo costado abierto nació la Iglesia, ha querido que la Iglesia colabore con Él y tome parte en esta glorificación de Dios y en la santificación de los fieles cristianos:
«Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno» (SC 7).
La liturgia es un drama admirable: Cristo y la Iglesia unidos, la gracia fluyendo, el Espíritu santificando, las alabanzas subiendo al trono de Dios, los hombres santificados, la redención actuando.
«En cualquier parte que se considere la liturgia, es siempre y principalmente Cristo quien está en el primer plano: Cristo es quien ofrece el sacrificio de la misa, Cristo quien santifica y distribuye las gracias en los sacramentos; Cristo quien ruega y alaba al Padre en los sacramentales y en la oración de la Iglesia, y en la alabanza divina. La Iglesia de Cristo, sus ministros, sus fieles, son en liturgia como la sombra que Él arrastra tras de sí; a todos los cubre Él consigo mismo, los identifica consigo mismo; el Padre mira a la liturgia como cosa de Cristo; así la ve, así la escucha, así la ama. En la liturgia no ve Dios a los hombres que obran, sino sólo a Cristo, que obra por los hombres y los asocia a sí mismo»[1].
Cristo y la Iglesia están asociados en la divina liturgia, siendo Cristo quien santifica y redime, quien celebra el culto verdadero. Esto es lo que da eficacia a la liturgia, ésta es la naturaleza más profunda y verdadera de la liturgia. Cristo, en la liturgia de la Iglesia, está actuando como Sumo y Eterno Sacerdote: nada debe ocultarlo, nada debe cobrar más importancia.
Los Padres de la Iglesia así entendieron la liturgia, como acción principal de Jesucristo, y no simple acción humana (que es como, desgraciadamente, parece que hoy se entiende en muchos lugares):
«Ya es, por fin, hora de llegar a esta tremenda mesa. Por tanto, lleguemos con la templanza y la vigilancia adecuadas. Que no exista más ningún Judas, ningún malo, ninguno que esté infestado con veneno, o que hable con la boca de otras cosas, o retenga en la mente otros pensamientos. Cristo está presente, y Él mismo, que preparó la mesa, la adorna ahora. Porque no es el hombre el que hace que las ofrendas lleguen a ser el cuerpo y la sangre de Cristo, sino el mismo Cristo crucificado por nosotros. El sacerdote asiste. El sacerdote asiste llenando la figura de Cristo, pronunciando aquellas palabras; pero la virtud y la gracia es de Dios» (S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre la traición de Judas, I, 6).
Y en otro texto, de muchos que se podrían traer a colación, sigue el Crisóstomo:
«También ahora está presente Cristo, que da realce a esta mes, pues no es el hombre quien convierte la ofrenda en el cuerpo y sangre de Cristo. Sólo para llenar la representación está el sacerdote y ofrece la súplica; únicamente la gracia y virtud de Dios es lo que todo lo obra» (Hom. sobre la traición de Judas, II, 6).
2. Entonces, cabe preguntarse: ¿qué es la liturgia? ¿Cuál sería una definición acertada de liturgia?
Para algunos la liturgia sólo sería un ceremonial exterior y solemne (cuanto más barroco incluso en sus ornamentos, mejor); para otros, un ritual establecido, como cualquier religión tiene los suyos; para otros, un aspecto de la liturgia que pertenece al clero, que realiza el clero y que los demás miran pasivamente; para otros, una fiesta de la fe del grupo o comunidad que debe reinventarse y adaptarse continuamente; para otros, una celebración que simplemente recuerda el evangelio y reafirma los compromisos cristianos para transforma el mundo, esta sociedad.
Son, a todas luces, definiciones inexactas, que implican luego una pastoral errónea y una espiritualidad que buscará otros caminos y sucedáneos.
Pero es la misma constitución Sacrosanctum Concilium la que aporta una definición completa, teológica, ajustada, de lo que es la liturgia de la Iglesia:
«Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7).
El primer concepto es el Sacerdocio de Jesucristo. Él, como Sacerdote, glorifica al Padre mediante la liturgia y distribuye a sus hermanos las gracias de santificación:
«Todo culto rendido por la Iglesia a Dios lo es siempre en Cristo, en unión con Cristo y a través de Cristo, Cabeza de la Iglesia, o, con otras palabras, el culto de la Iglesia no es otra cosa que la participación de la Iglesia en el culto de Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, que, como Pontífice supremo de nuestra fe, rinde al Padre; es el ejercicio de su sacerdocio, continuado en la Iglesia, por la Iglesia y con la Iglesia, que es su Cuerpo»[2].
En segundo lugar, «signos sensibles» que siguen la ley de la Encarnación: lo visible manifiesta lo invisible, y lo invisible necesita de lo material para darse a los hombres. Ya volveremos sobre esto.
«Lo divino toma, por decirlo así, campo en lo humano para elevar lo humano a su modo de ser y de obrar divinos.
Podemos ver en ella dos aspectos: en primer lugar, Dios que comunica al hombre la vida divina, fin de toda la historia sagrada, a través del velo de las cosas sensibles, de modo que el hombre debe pasar a través de estas cosas sensibles para recibir aquella vida. En segundo lugar, el hombre que, como resultado de esa comunicación con Dios, es elevado a un modo de ser y de obrar divinos, no sólo en un orden puramente moral en la línea cognoscitiva y afectiva, sino también de un orden ontológico, entitativo»[3].
¿Entonces? Muy sencillo: en la liturgia nos movemos en el orden sobrenatural, en el orden de la gracia, de lo invisible, mediante signos sensibles que santifican. La fuerza de la liturgia –y su belleza, y su grandeza, y todo- no radica en su capacidad de convencer, en palabras convincentes y didácticas de monición tras monición, ni tampoco, ¡mucho menos!, la fuerza de la liturgia está en la homilía… o en las añadiduras de ritos inventados, ofertorios interminables, besos de paz inacabables.
La liturgia está en el orden de la gracia: es el Misterio de Cristo y es el Sacerdocio de Jesucristo actuando. Con esto, se modificaría la perspectiva a la hora de celebrar y de vivir la liturgia, así como se enriquecería mucho más la vida interior de los fieles cristianos.
Javier Sánchez Martínez, pbro
Córdoba
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