La Asociación de Sacerdotes Católicos de Irlanda pide respetar la conciencia de quien vote en contra del derecho a la vida

Con cierta resignación, he leído el comunicado de la Asociación de Sacerdotes Católicos sobre el referéndum irlandés en el que se decidirá si se mantiene la prohibición constitucional del aborto o se elimina para liberalizar esa plaga moderna. La Asociación en cuestión es uno de esos grupos autodenominados progresistas, así que uno puede imaginar de antemano lo que va a decir, pero me ha parecido interesante analizarlo porque es una perfecta muestra de lo que se ha dado en llamar el “nuevo paradigma” moral, nacido con los Sínodos de la Familia y la exhortación Amoris Laetitia y sus diversas interpretaciones.

De forma ligeramente sorprendente, este grupo de sacerdotes irlandeses comienza diciendo que “como asociación que representa a sacerdotes católicos, defendemos plenamente la doctrina católica de que toda vida humana, desde su comienzo a su final, es sagrada, y de que todas las personas humanas tienen en común el derecho fundamental a la vida”. Uno estaría tentado de aplaudir, si no fuera por el sospechoso cambio en la expresión habitual (“desde la concepción hasta la muerte natural”, que se convierte en un vago “desde su comienzo a su final”) y porque la experiencia nos dice que la cosa no va a quedar ahí.

Y la experiencia, como suele suceder, es buena maestra, porque el párrafo inmediatamente posterior dice justo lo contrario (la coherencia y la lógica nunca han sido puntos fuertes del progresismo):

“También somos conscientes de que la vida humana, como se nos recuerda constantemente en nuestro ministerio, es compleja y suscita situaciones que suelen ser más grises que blancas o negras y que requieren de nosotros un enfoque pastoral, sensible y que no juzgue”.

¿Y cuál es el resultado de esa complejidad, pastoralidad y griseidad? Que cada uno debe votar a favor o en contra del aborto, según le parezca mejor:

“Nos animamos a nosotros mismos y a cualquier ciudadano que pueda estar interesado en nuestra opinión a hacer lo que podamos para informarnos exactamente sobre el objeto de la votación y las posibles consecuencias de nuestro voto. Después de hacer eso Having done that to the best of our ability y de realizar la tarea, a menudo dolorosa y difícil, de consultar nuestra conciencia, depositemos nuestro voto. Un voto depositado de acuerdo con la conciencia de cada uno, sea cual sea el resultado, merece el respeto de todos”.

Lo más curioso es que estos sacerdotes progresistas tienen razón en cierto modo. La triste realidad es que, si tomamos en serio los presupuestos establecidos por Amoris Laetitia, es inevitable llegar a las mismas conclusiones que ellos sobre el aborto. Si, en situaciones difíciles de un matrimonio no se pueden dar soluciones de antemano, si la acción intrínsecamente mala del adulterio puede ser lo que Dios pide a una persona en un momento concreto, seguir adulterando públicamente sin propósito de la enmienda es una opción posible que se deja a la conciencia individual, dejar de adulterar puede llevar a “sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas” (AL 298), no pecar mortalmente simplemente es un “ideal” (AL 298), los que viven en adulterio son “miembros vivos de la Iglesia” (AL 299), etc., la lógica exige que apliquemos esos mismos principios a otras cuestiones morales, como el aborto.

Los principios defendidos por el nuevo paradigma nos llevan a concluir que, aunque en principio haya que defender la vida, sobre la acción en concreto no se puede decir nada a priori: todo dependerá de las circunstancias específicas, que solo el propio sujeto puede conocer exhaustivamente. Si la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana no es quién para decirle a un católico que no adultere, porque priman sus circunstancias personales, ¿cómo va a ser alguien el Estado para prohibir abortar a sus ciudadanas, cuando no puede conocer sus circunstancias personales? Ya no hay nada que sea malo en sí mismo y que deba estar prohibido porque nunca se debe hacer, todo depende de las circunstancias personalísimas e imprevisibles del caso concreto, del fin con que se hagan y de la situación dentro del proceso de crecimiento de cada persona.

Estos principios morales, que la Iglesia ha condenado repetidas veces bajo varios nombres (circunstancialismo, utilitarismo, subjetivismo) y que se resumen en la idea de que el fin justifica los medios, son imparables. Una vez que se aceptan, que se abre una brecha en la muralla y logran entrar, su propia dinámica les lleva a socavar y destruir todos los ámbitos de la moral, sin excepción. De hecho, ya se han aplicado al adulterio, el divorcio, la eutanasia y el suicidio, las parejas del mismo sexo, los anticonceptivos, la apostasía y, como hemos visto, al aborto. Y, sin cambiar una sola coma, podrían aplicarse igualmente al asesinato, la pederastia, el genocidio, la prostitución, la mentira, el robo o la idolatría. A la larga, si no son erradicados, su efecto será inevitablemente la disolución completa de la moral católica.

Esta constatación sería suficiente para justificar la necesidad de este artículo, pero aún hay algo más en el comunicado de los sacerdotes irlandeses que merece la pena y que puede mostrarnos un aspecto crucial del llamado nuevo paradigma. Inmediatamente después de afirmar que no se puede dar una solución a priori al dilema moral del aborto y que, por lo tanto, cada uno debe hacer lo que le indique su conciencia, la asociación de sacerdotes critica que, en algunas parroquias, se haya defendido el voto contrario al aborto:

“nos preocupa que algunas parroquias católicas estén permitiendo que sus púlpitos se usen durante la Misa para hacer campaña. Como entre los fieles católicos que van a Misa hay una gran variedad de opiniones sobre esta votación, creemos que es inapropiado e insensible y que algunos lo considerarán un abuso de la Eucaristía”.

Una vez más, lo llamativo es la profunda incoherencia y falta de lógica de esta actitud. Si, con respecto al aborto, cada uno debe hacer lo que le diga su conciencia, parece lógico que esos otros sacerdotes contrarios al aborto hagan también lo que les indica su propia conciencia y se opongan a ese crimen con todas sus fuerzas, proclamando la moral de la Iglesia. Pero no, cualquier defensa de la moral tradicional católica es anatema para el nuevo paradigma, que percibe muy bien que, para existir, la nueva moral debe destruir la antigua.

El nuevo paradigma es, en esencia, un arma arrojadiza: solo se usa para la disolución moral. Si alguien intenta acogerse al mínimo espacio que ofrece para defender la moral perenne de la Iglesia, inmediatamente es denunciado y acosado. Los neoparadigmáticos abandonan sin escrúpulo sus propios principios cuando no resultan útiles para acabar con la odiada moral tradicional. Contradecirse a sí mismos es un pequeño precio a pagar para alcanzar tan alto fin.

A mi juicio, es fundamental entender esto. Alguien educado en la doctrina y la moral tradicionales considera que la lógica, como manifestación de las leyes más profundas del ser, no puede dejarse de lado en ningún caso y, por lo tanto, que la contradicción interna siempre es señal de error y anula cualquier argumento. Asimismo, y aquí es donde está el peligro, suele dar por supuesto que sus contrincantes piensan del mismo modo y se someten a las mismas leyes lógicas. No podría estar más equivocado.

El mismo impulso que lleva a la revuelta contra la moral tradicional católica conduce igualmente a la negación de la lógica, de la verdad absoluta y, a la larga, de la misma realidad. Lo vimos numerosas veces durante los sínodos de la familia: los partidarios del divorcio nos hablaban de “indisolubilidades disolubles“, segundas uniones que eran “tan indisolubles como la primera“, adulterios que eran “un acercamiento personal a Dios“, la idea de que lo verdaderamente cristiano era volver a la Ley de Moisés, aplicaciones “pastorales” de las leyes morales que consistían en lo contrario de lo que manda la ley moral, la sorprendente afirmación de que adulterar es la “respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios” y “la entrega que Dios mismo está reclamando” (AL 303), los “caminos de conversión” en los que el interesado no caminaba ni se convertía pero al final podía comulgar o, por si quedaban dudas, la afirmación de que, en teología, “2+2=5″. Cualquier argumento valía siempre que llevase en la dirección adecuada; las contradicciones internas no parecían tener ni la más mínima importancia.

Es hora de que lo aceptemos: la lógica ha dejado de ser el presupuesto común de todos los que participan en una discusión. La cultura de la posmodernidad, liberada del cristianismo, la tradición, las normas morales y la autoridad, se esfuerza por liberarse también de la lógica como última “imposición externa", insoportable para el hombre posmoderno.

El nuevo paradigma, como su propio nombre indica, es intrínsecamente novedoso, posmoderno, y, por lo tanto, contrario en su raíz tanto a la existencia misma de la moral como a la de una lógica absoluta, que se presentan como obstáculos para la verdadera libertad humana. Ahí está su fuerza, en la indeterminación: solo usa los argumentos para atacar la moral tradicional, pero, para sí misma, no admite la fuerza de ninguno, porque no se rige por la razón y la lógica. Si no entendemos y asumimos esta naturaleza alógica profunda de lo que se ha llamado el nuevo paradigma moral, no comprenderemos a qué nos enfrentamos y nos limitaremos a dar palos de ciego, notando que algo va muy mal pero sin saber qué es.

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