Gracias a Dios, la Iglesia está llena de santos sacerdotes que a lo largo de estos dos mil años contribuyeron a darle su más bello rostro. Desde San Pedro y San Pablo, hasta San Juan Bosco, o nuestro San José Gabriel del Rosario (Cura) Brochero; pasando por San Agustín –a quien celebramos hoy-, Santo Tomás de Aquino, San Francisco de Sales, San Ignacio de Loyola, San Pío de Pietrelcina, y tantísimos otros. ¡Una auténtica escuadra de valientes y lúcidos soldados de Cristo Rey; que, en la eternidad, a las órdenes del Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19, 16), siguen intercediendo por su amadísima Iglesia! ¡Estará postergado en este tiempo su descanso eterno, con tantas horas extras para pedir al Supremo Pastor (1 Pe 5, 4) por las víctimas de los malos pastores…!
Más que nunca, los sacerdotes debemos acudir a su auxilio ante el dueño de la mies (Mt 9, 38) en esta lacerante, y en extremo necesaria, purificación de la Iglesia. Su ejemplo de pastores todo terreno, siempre dispuestos a más y más sacrificios y renuncias por el cuerpo místico de Cristo, debe sostenernos y retemplar nuestro espíritu en este tiempo del poder de las tinieblas (Lc 22, 53).
Quiero presentar, en estas horas de penumbras, un luminoso modelo; bien cercano y contemporáneo. El de un sacerdote, como tantos otros de todas las diócesis –incluidas Roma y Washington-; congregaciones e institutos religiosos, que jamás saltaron a los medios de comunicación y que, precisamente, por no haberse envuelto en ningún escándalo nunca dieron que hablar al gran público. De esos sacerdotes a los que no puedo calificar de santos –la autoridad para ello la tiene solo el Sumo Pontífice-; pero de los que sí puedo afirmar que buscaron sin pausa serlo, para la mayor gloria de Dios. Y que murieron en olor de santidad; como hasta hace unos años se decía. Me refiero a nuestro inolvidable Mons. Jorge Schoeffer, de cuyo fallecimiento se cumplirán cinco años el próximo 4 de enero de 2019; fecha en la que bien podría su diócesis de origen, San Isidro, iniciar su causa de beatificación.
En el capítulo De la mano de Dios, haciendo dedo hacia el Cielo, en mi libro Católico, periodista y sacerdote, publicado en 2014, escribí de él que pertenecía a esa estirpe de hombres que están siempre; especialmente cuando más se lo necesita. Y que parecía ubicarse más allá de cualquier límite de tiempo y espacio; casi al borde de la bilocación o de la multilocación… En una de las crónicas que se escribieron por su pascua se dijo que solo Dios podía hacerlo descansar. Y fue así, efectivamente. Pocos días antes de su muerte fuimos a visitarlo al Hogar Marín, de San Isidro –donde residió en sus días finales- con el hoy padre Carlos Reyes Toso; y, por cierto, no paró un instante aun en el almuerzo y en la sobremesa de evangelizar. Todo y todos para él eran motivo para anunciar a Jesucristo; nuestro único Salvador. Todo en él hacía referencia a Dios; y a su obra de amor para cada uno. Tenía la delicadeza de las almas elegidas, que siempre saben reconocer los dones ajenos; y los alientan y promueven para la mayor gloria del Señor.
Su estilo verdaderamente único e irrepetible no siempre era bien entendido. Incluso en curas de distintas vertientes solía despertar incomprensiones; pues era, de los pies a la cabeza, políticamente incorrecto. No buscaba el aplauso del mundo sino el triunfo de Cristo Rey. No buscaba endulzar los oídos con sociología o psicología sino anunciar y dar testimonio de Jesús; con todas sus exigencias. No buscaba ser el centro; vivía en total referencia a Cristo, su único centro.
Lo tuvimos en nuestra Arquidiócesis de La Plata varios años, casi hasta el día de su fallecimiento. Como provicario general de Mons. Héctor Aguer no tenía, obviamente, una parroquia a su cargo. ¡Toda la Arquidiócesis era su parroquia! Director Espiritual del Seminario, era asesor nombrado o de hecho de cuanta institución eclesial lo requiriera. Iba de aquí para allá en micros, autos de alquiler, o haciendo autostop (o dedo, como lo llamamos popularmente en Argentina). Jamás se podía saber en qué momento descansaba; pues aun después de jornadas extenuantes, iba al Servicio Sacerdotal de Urgencia (para atender a enfermos y moribundos en las madrugadas), o a visitar ancianos (preferentemente sacerdotes o religiosas) y familias cristianas.
De invariable sotana o traje eclesiástico; sobretodo y bufanda, aun en épocas veraniegas, parecía que las temperaturas oficiales no le hacían mella. O, si se quiere, como andaba de aquí para allá, sin límites de horarios, ni extensiones geográficas, ningún bajo registro térmico lo tomaba por sorpresa. Su hermana llegó a decir que era atérmico; y que, hasta en eso, rompía todos los moldes…
Los años acrecientan su figura, y el conocimiento de sus múltiples y, con frecuencia, insólitos apostolados: jóvenes que cuentan haberse confesado con él en la madrugada, en su coche, luego de hacerlo subir, a la salida de un hospital; monjas de la zona rural que veían emerger su figura, de noche, en medio del campo, para dar la Unción a un moribundo; aquel conductor de un vehículo, a quien le pidió que lo llevara por pocas cuadras, y con quien terminó en la provincia de Entre Ríos, en la casa del niño curado por intercesión de la entonces beata Maravillas de Jesús. Y, por supuesto, su devoción de tiempo completo a Santa Teresita del Niño Jesús; a quien tanto hizo conocer desde su parroquia de San Isidro.
Pobre y bien austero, sin embargo tenía siempre algunos pesos para dejar con sobria discreción en los bolsillos de seminaristas, religiosos o cualquier otro necesitado. Se encargaba de reunir todos los ornamentos que fuesen necesarios para los seminaristas más pobres. Y hasta tenía la delicadeza, días antes de las ordenaciones sacerdotales, de concurrir a los hogares de los futuros presbíteros; para ponerse a disposición de sus padres, y felicitarlos por haber dado una vocación a la Iglesia. Por supuesto, también les explicaba cómo sería la celebración; y los contactaba con otros padres de sacerdotes, para que recorrieran juntos el próximo camino…
Una anécdota que lo pinta de cuerpo entero, y que lo muestra bien lejos de cualquier paralizante respeto humano, fue cuando en septiembre de 2010, luego de la beatificación del Cardenal Newman, en Inglaterra, llegó tarde para tomar su avión de regreso a la Argentina. Nadie sabe cómo hizo pero la nave lo esperó ¡en la cabecera de la pista de partida! ¡Se me voló el tiempo hablando de Jesús!, fue su espontánea respuesta a la sorprendida tripulación…
Aquel 23 de diciembre de 2013, de nuestro encuentro final, nos dijo al hoy padre Reyes Toso, y a mí: No lo olviden nunca: todo buen Sacerdote debe tener cerca enfermos y pobres; penitentes, y un convento de religiosas para atender. Todo lo demás viene solo
Efectivamente, todo lo demás viene solo porque el Señor jamás se deja ganar en generosidad. Y vendrá, se quiera o no, renuncien o no los que deberían hacerlo, una auténtica renovación del clero. De toda esta inmundicia –como bien lo sostenía el gran poeta argentino, Leopoldo Marechal-, al igual que en el laberinto, solo se saldrá por lo alto. Con la mirada solo puesta en Aquel que debe reinar hasta poner a todos los enemigos debajo de sus pies (1 Cor. 15, 25). Incluidos, por supuesto, aquellos con grandes responsabilidades en la Iglesia…
+ P. Christian Viña
Cambaceres, martes 28 de agosto de 2018.
San Agustín, Obispo y doctor de la Iglesia.
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