Homilía en la celebración del Te Deum en la Catedral de Los Ángeles el 18 de septiembre por el obispo Felipe Bacarreza Rodríguez
Señor Gobernador...
Queridos hermanos sacerdotes y diáconos
Queridos hermanos y hermanas en el Señor.
Nuevamente, nos encontramos en esta importante fecha de la independencia de nuestra Patria ante el altar del Señor para agradecer, por los beneficios recibidos durante los 207 años de nuestra nación.
Acción de gracias por la patria
La comunidad cristiana ha querido reunirse, acompañada por sus pastores, a celebrar la Acción de gracias por excelencia –esto significa la palabra «eucaristía»– en primer lugar porque Dios nos ha concedido la fe en Él y nos permite alabarlo, a nosotros que somos criaturas suyas tan pequeñas. Lo decimos con San Agustín en el comienzo de Las Confesiones:
Grande eres tú, Señor, y muy digno de alabanza; grande es tu fuerza y tu sabiduría no tiene medida» (Sal 48,2; 96,4; 145,3; 147,5). Y el hombre pretende alabarte, esta partícula de tu creación, que lleva sobre sí su destino mortal, que lleva sobre sí la prueba de su pecado y la prueba de que tú resistes a los soberbios (Sant 4,6; 1Ped 5,5). Y, sin embargo, el hombre, esta partícula de tu creación pretende alabarte. Eres tú quien lo induces a deleitarse en tu alabanza, porque nos creaste para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti (Conf. I,1,1).
Él nos concede, entonces, poder cantar: «Te Deum laudamus, te, domine, confitemur...». «A ti, Dios nuestro, te alabamos; a ti, Señor, te confesamos...».
Nos duele la patria
No podemos ocultar, sin embargo, que este año, por primera vez, venimos a celebrar el aniversario patrio con dolor en el alma por la patria. Nos duele la patria, porque vemos que ella ha decidido sacudirse de sus hombros el suave yugo de la ley de Dios y ha preferido adoptar el pesado yugo de la ley humana. Por primera vez se ha adoptado en nuestro sistema legal una ley contraria a la ley de Dios.
Bien recordamos los mayores el canto que aprendimos y que cantabamos en nuestros templos:
«Hasta tus plantas, Señor, llegamos,
buscando asilo en tu Corazón.
Tus gracias todas hoy imploramos,
que ellas protejan nuestra Nación».
Y el coro decía:
«Do quiera el Rey de reyes,
levantese un altar.
a Dios queremos en nuestras leyes
en las escuelas y en el hogar»
No podríamos cantar este canto hoy, porque no sería verdad. Hoy la patria no quiere a Dios en sus leyes. No queremos su mandamiento: «No matarás»; no matarás a un inocente. Hemos aprobado una ley que permitirá matar en nuestros hospitales a seres humanos inocentes, creados por Dios para que comiencen su existencia, que vean la luz y aporten a nuestro mundo con los dones que Dios les ha dado.
Querríamos borrar de nuestro calendario y de la historia de nuestra patria el día en que esa ley fue promulgada. El día 14 de septiembre de 2017 es un día nefasto, en que nuestra patria firmó su disociación respecto de Dios: No queremos que tú nos gobiernes; no queremos tus leyes. Firmamos lo contrario que decía el canto: «A Dios no lo queremos en nuestras leyes». Queremos, en cambio, una ley que permita quitar la vida a seres humanos inocentes, cuando ellos incomodan, cuando a la madre significa un sacrificio llevar adelante la vida de su hijo.
Qué distinta es esa conducta de la que Jesús define para su discípulo: «El que quiera ser mi discípulo tome su cruz cada día y sigame».
Nuestro pueblo ya no es cristiano
¿En qué momento dejó nuestro pueblo de ser cristiano? ¿Quién quitó del corazón de los chilenos el amor a Dios? Todos tenemos culpa y tenemos que pedir perdón. Bien puede quejarse Dios de estos hijos suyos, como hacía con su pueblo de Israel: «Oigan, cielos, escucha, tierra, que habla el Señor; Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí. Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne... Han dejado al Señor, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto de espaldas» (Is 1,2-3.4).
En la historia tendrá que escribirse que el día en que Chile oficialmente renunció a su condición de cristiano fue el día en que firmó la ley de aborto, que permite en tres casos matar a seres humanos inocentes. Ese día, como dijimos, es el 14 de septiembre de 2017. Por eso, decíamos al comienzo que celebramos este Te Deum con dolor en el corazón.
No estamos rendidos
Pero no estamos rendidos. Los cristianos estamos acostumbrados a vivir en situaciones contrarias a la enseñanza de Cristo, incluso de persecución. Debemos seguir luchando para que todos los chilenos volvamos a unirnos en el respeto al carácter inviolable de la vida humana, en cuanto su sujeto ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza. Debemos considerar que vivimos en un país que ya no es mayoritariamente cristiano. Nuestro país es hoy como los de Oriente medio, de Asia o Africa en que los cristianos no son mayoría. También allí, como en Chile, los cristianos tenemos que cumplir el mandato misionero de Cristo resucitado: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos». Chile es entonces una tarea.
Tres aspectos principales tiene esa lucha que debemos emprender desde ahora mismo.
El primero consiste en la instrucción. Tenemos culpa los cristianos de Chile en la aprobación de la ley de aborto, porque no nos hemos instruido y nos hemos dejado engañar. Hemos escuchado a aquellos que niegan la existencia de un ser humano en el seno materno desde la concepción; hemos creído a los que afirman que se trata sólo de un grupo de células que la madre puede decidir eliminar, como algo que invade su cuerpo. No nos hemos preocupado de instruirnos en la doctrina de la Iglesia sobre el aborto. La Iglesia enseña sin vacilación: «La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida... tanto el aborto como el infanticidio son crímenes abominables» (Catecismo, N. 2270; 2271).
El segundo aspecto es la participación activa en la formulación de las leyes que rigen nuestra convivencia, es decir, en la participación política. Tenemos que informarnos sobre lo que piensan y creen los candidatos al parlamento y, sobre todo, los candidatos a la presidencia de la República. Los cristianos no debemos votar nunca más por candidatos ateos o agnósticos que arrastren a todo el país en la negación de Dios. Ningún cristiano debería dar su voto a personas que no creen en Dios, porque para los cristianos Dios es todo y tenemos la sentencia clara y absoluta de Cristo como nuestra norma: «Separados de mí no pueden hacer nada», separados de mí son como el sarmiento que se corta de la vid. Dentro de dos meses exactos tendremos ocasión de ejercer ese derecho y elegir nuestras autoridades. El principal criterio para decidir por quién votar debe ser que el candidato crea en Dios y respete la ley de Dios.
Ley de matrimonio homosexual
No podemos celebrar con alegría estas fiestas patrias, porque estamos agobiados por lo que se ha llamado un «frenesí legislativo».
No basta con haber introducido una ley que acaba con el respeto al valor inviolable de la vida humana; ahora se quiere acabar con el matrimonio como unión de hombre y mujer, como ha sido establecido por Dios desde la creación: «Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les díjo Dios: Sean fecundos y multipliquense y llenen la tierra» (Gen 1,27-28).
Jesucristo sancionó también él esta unión cuando dijo: «¿No han leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?» (Mt 19,4-5). No se encuentra en toda la Escritura Santa un sólo texto que contemple la unión de dos personas del mismo sexo. Y, si lo menciona, es para reprobarlo.
La Iglesia afirma con energía que las personas homosexuales tienen idéntica dignidad que toda otra persona y deben ser respetadas y amadas. Pero con la misma energía enseña que las relaciones homosexuales son contrarias a la voluntad de Dios.
Enseña el Catecismo: «Apoyándose en la Sagrada Escritura que presenta los actos homosexuales como depravaciones graves (cf Gen 19, 1-29; Rom 1, 24-27; 1 Cor 6, 10; 1 Tim 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso» (Catecismo N. 2357). Esta es la enseñanza que la Iglesia recibe de la Palabra de Dios y en la cual los cristianos debemos instruirnos. Dijimos que la instrucción es uno de los aspectos por medio de los cuales debemos volver a evangelizar nuestra patria.
A propósito de la unión de un hombre y una mujer en el matrimonio, el Catecismo cita a Tertuliano, un antiguo escritor eclesiástico: «¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio, que la Iglesia celebra, que la ofrenda confirma, que la bendición sella? Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo ratifica...¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos son hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu» (Catecismo N. 1642).
El Catecismo nos manda amar y respetar las personas homosexuales: «Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales instintivas. No eligen su condición homosexual; ésta constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición» (Catecismo N. 2358).
La ideología de género
La última insidia, no sólo contra el cristianismo, sino contra la humanidad en general es la imposición de la «ideología del género». Se nos quiere hacer creer que el género masculino o femenino puede ser elegido por cada uno independientemente del sexo biológico que cada uno tiene. Que los roles masculino y femenino son una creación cultural que bien puede cambiar.
Ya hemos recordado que según nos instruye la Palabra de Dios, y también la evidencia, Dios creó al ser humano hombre y mujer y que la distinción sexual es clara y se ordena a la complementariedad y a la procreación. Los seres vivos que se reproducen por generación tienen sexo que distingue al macho de la hembra. Nadie confunde un toro de una vaca; y así de todos los animales. Son los seres inanimados, los seres sin vida, los que en su materialidad no tienen sexo y cada cultura les asigna, por analogía con los seres vivos, un género masculino o femenino. Por ejemplo, la sangre, en español es femenina y decimos: «La sangre roja»; en italiano y también en latín, ese mismo objeto, se considera masculino y ellos dicen: «Il sangue rosso (rojo)». Pensaríamos que una flor es esencialmente femenina y decimos: «La flor es bella». Pero no; para un italiano es masculino y dice: «Il fiore è bello». No ocurre así con el ser humano. El ser humano no es un objeto; es un ser vivo, en el cual la distinción masculino y femenino forma parte de su naturaleza. El ser humano no sólo tiene sexo; es sexuado todo él. La ideología de género reduce al ser humano a un objeto no sexuado al cual se puede dar uno y otro género. La ideología del género es un engaño ante el cual tarde o temprano el mundo reaccionará; pero habremos dejado a muchos profundamente dañados en su identidad.
¿Qué hay detrás de estos intentos? Se trata de la destrucción de los valores cristianos tradicionales de los cuales el mundo quiere liberarse. Como decíamos más arriba, se trata de sacudirse el suave yugo de Cristo. No queremos oír su voz que nos invita: «Tomen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí... mi yugo es suave».
La misericordia cristiana
El tercer aspecto en nuestra tarea de hacer discípulos de Cristo, que he dejado para el final pero es el más importante, es ejercicio de la misericordia. No hay anuncio más elocuente de Cristo que el amor fraterno, que adquiere la forma de la misericordia, cuando se dirige a quien está sufriendo, a los más necesitados. El ejercicio de la misericordia depende, sin embargo, de nuestra estrecha unión con Cristo en la oración, en la Eucaristía dominical, en la lectura de la Palabra de Dios. Sin estos medios no podemos hacer nada, porque separados de Cristo somos como el sarmiento que se seca y se arroja al fuego. En Cristo hemos aprendido lo que es el amor.
El apóstol San Pablo en la carta a su discípulo Timoteo lo exhorta a «orar por las autoridades para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador». Y agrega: «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad». Esa verdad plena es esta: «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el tiempo oportuno». De esto queremos ser testimonio nosotros en nuestro tiempo.
Encomendamos, finalmente, nuestra patria a la Virgen del Carmen, bajo cuyo manto protector está puesta nuestra patria desde sus origenes. Así lo quisieron los padres de la Patria, que no la imaginaban sino como un país cristiano y a todos sus habitantes como hijos de María. En este dia de la Patria oramos para que recupere esa identidad que los padres de la patria le dieron.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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