La identidad de Cataluña

Los pueblos, como los individuos, tienen su propia identidad que se fundamenta en su su memoria, es decir, en su historia. Mirar al pasado no es, pues, otra cosa que mirarse a sí mismo y saberse. La invocación y el recuerdo del pasado, su constante actualización es la condición para construir el futuro de este pueblo. Por esta razón, todo pueblo, o incluso todo grupo social por reducido que sea, ha de escoger entre la tradición o la voluntad de suicidio.

Bajo esta perspectiva se comprende claramente que ningún pueblo del mundo puede ser definido como un pueblo «progresista». Tal calificativo es necesariamente falso y sólo puede ser una manera de disimular una tentación o seducción, cuyo final inevitable es la muerte de este pueblo. Nadie puede apuntarse al futuro por la sencilla razón de que es inexistente. Las metas que habrán de realizarse en el futuro lo son verdaderamente en la medida en que son ya ahora una realidad. Esto pasa con las sociedades exactamente igual que con las personas.

No es posible proyectarse hacia el futuro sin una actual memoria de su pasado que muestre la verdadera potencia en que consiste el ser de este pueblo.

Cuando aplicamos este principio general a Cataluña en el momento presente entendemos que no se puede hablar de su futuro, presentarlo como un programa de acción sin fundamentarlo en su pasado glorioso. Es evidente que en toda historia hay que distinguir lo anecdótico de lo sustancial o, mejor dicho, hay que distinguir lo creativo, lo fecundo, lo aglutinador, de lo mimético, estéril y desintegrador.

Lo primero son las glorias de un pueblo, lo segundo son sus debilidades. La política se apoya sobre la historia de tal manera que ninguna política sensata puede hacerse en nombre del futuro, el cual no solamente no es todavía, sino que nadie conoce como será. Este último aspecto es tan verdadero que una reflexión sobre las falsas profecías sería ya por sí sola una enorme lección no sólo de prudencia política sino de conocimiento de la verdadera realidad de un país, de manera que más que hacer real lo posible la política debería consistir en hacer posible lo real, es decir, no empeñarse en negar la realidad para justificar la validez de un pseudo programa político, sino dejar a los grandes ideales que han dado ya su fruto, seguir fecundando la vida de cada pueblo y dando frutos de creatividad, de estabilidad y de verdadero progreso social.

Es con esta intención que nuestra revista se ocupa de temas históricos y, en particular, como lo ha hecho varias veces, de la historia de Cataluña, de sus instituciones, de sus hombres, de sus proyecciones verdaderamente universales. Con el mismo espíritu nos oponemos y advertimos sobre la vacuidad de los mitos de una pretendida Cataluña inexistente tanto antes como ahora, para cuya realización es absolutamente necesario prescindir de la más evidente y palpable –porque la historia deja huella– realidad histórica. Hasta tal punto es patente este olvido del ser de Cataluña que se ha puesto como ideal de Cataluña la catalanidad, la propia identidad, o sea, el ser «uno mismo» en lugar de ser algo. Un algo, una historia, unos hechos, unas gestas, unos hombres y unas instituciones que sistemáticamente se olvidan o positivamente se rechazan.

Planteadas así las cosas Cataluña se vacía, de hombres y de ideas, de creencias y de instituciones, y se hace exclusivamente apta para el resentimiento. Ni lo sensato, ni lo heroico, cosas que pueden ir juntas en la historia de Cataluña, son ahora punto de referencia de nuestro ser de catalanes. Por obra y gracia de la dialéctica marxista somos ahora un pueblo «colonizado», «oprimido», que no tiene otra identidad que la de su «autodeterminación» –idea, por cierto, que puede determinar una actitud de futuro pero es metafísicamente incapaz de constituir el ser de ningún pueblo porque pertenece al modo de acción y no al contenido del mismo, que es de lo que se trata. Cataluña es ahora, según esta perspectiva, como un pueblo africano que busca su independencia y que hace consistir en ella su ser nacional. Para hacer una revolución, como la que se pretende hacer en Cataluña, es preciso negar sistemáticamente toda nuestra realidad hasta el punto de definimos como a un pueblo que «lucha» sin decirmos por qué lucha. La actitud de definir a Cataluña, de manera romántica, como un pueblo que ha luchado por conservar su identidad, sin decir en qué ha consistido ésta, es servir Cataluña en bandeja a los genios de la Revolución, a los teóricos y técnicos de la Revolución. Es elegir la voluntad de suicidio por negarse a reconocer lo que realmente somos.

José Mª Petit Sullá  fue colaborador de la revista CRISTIANDAD y publicó en ella este artículo en el nº 585 de diciembre de 1979. La misma revista lo ha reproducido en el nº 1035 de octubre 2017.

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