La controversia cristiano-musulmana es vastísima tanto en documentos como en autores. No obstante, creemos muy interesante ofrecer unos breves apuntes de algunos pocos personajes cuyos escritos, juicios o consejos pueden servirnos de luz para nuestra orientación y nuestro criterio.
(Cf. J. M. Arnold ofrece una interesante lista desde los primeros siglos del islam hasta el siglo XIX en su obra Islam: its history, character and relation fo Christianity. Capítulo Counter aggression of the Church. Longmans, Green & Co. London. 1874. –J. M. Arnold (1817-1881) fue un pastor protestante, misionero y autor prolífico, fundador de la Moslem Mission Society en Inglaterra. Obviamente su filiación religiosa pesa en la lista que ofrece a partir del siglo XVII).
San Juan Damasceno (676-749)
Juan, nacido en una familia cristiana rica, aún joven asumió el cargo –quizá ocupado también por su padre– de responsable económico del califato [Omeya]. Sin embargo, muy pronto, insatisfecho de la vida de la corte, escogió la vocación monástica, entrando en el monasterio de San Sabas, situado cerca de Jerusalén. Fue el gran baluarte de la Iglesia frente a la herejía Iconoclasta y sus Discursos sobre quienes calumnian las imágenes santas fundamentaron la doctrina que enseñó el segundo Concilio de Nicea (787). El papa León XIII lo proclamó doctor de la Iglesia universal en 1890.
El Damasceno es el autor capital en la refutación de lo que él llama la «herejía» de Mahoma. Sobre ello nos dejó dos escritos: el capítulo 101 de su libro De haeresibus y el Disputatio saraceni et christiani. Aunque el primero es más descriptivo, en ambos casos se plantean una serie de objeciones a modo de preguntas y respuestas entre interlocutores cristianos y musulmanes.
El núcleo central de la controversia con el islam en el De haeresibus es la naturaleza divina de Jesucristo y el Damasceno sale en defensa de la ortodoxia de la siguiente manera:
«Más aún, ellos nos llaman asociadores porque, dicen, introducimos un asociado junto a Dios declarando a Cristo Hijo de Dios y Dios. Nosotros les respondemos: «Profetas y Escrituras nos han transmitido esto, y vosotros, según decís persistentemente aceptáis los profetas. Así que si nosotros erróneamente decimos que Cristo es Hijo de Dios, también estaban equivocados aquellos que nos lo enseñaron y transmitieron». [...] Y también les respondemos: «Ya que vosotros decís que Cristo es la Palabra y el Espíritu de Dios, ¿por qué nos regañáis de ser asociadores? Pues la palabra y el espíritu son inseparables de aquello en lo que tienen su origen. Por lo tanto si la palabra de Dios está en Dios, entonces es obvio que Él es Dios. Si en cambio, Él está fuera de Dios, entonces según vosotros, Dios no tiene ni palabra ni espíritu. Así que, para evitar un asociado a Dios, lo mutiláis. Sería mucho mejor para vosotros aceptar que tiene un asociado que mutilarlo, y presentarlo como si fuera una piedra o un trozo de madera o cualquier objeto inanimado. Así que mientras falsamente nos llamáis asociadores, nosotros replicamos llamándoos mutiladores (coptas) de Dios» (De haeresibus, cp. 100- 101. Trad. al inglés en Daniel J. Sahas, John of Damascus on islam, Leide, E. J. Brill 1972).
El Diálogo por su parte ofrece más puntos de controversia doctrinal en torno a dos temas: el primero el libre albedrío y el segundo, ¡cómo no!, la divinidad de Cristo. El tema de la libertad en el islam es un tema no resuelto –o mal resuelto– y es que el origen del mal y la predestinación en el mahometismo tienen una fuerza irreconciliable con las enseñanzas evangélicas. (Cf. H. Belloc destaca el paralelismo en este punto sobre la predestinación entre el calvinismo y el mahometismo: Las grandes herejías, ed. Tierra Media, 2000, p. 65). Dice el Damasceno:
«Preguntado el cristiano por un sarraceno: «¿Quién dices que es el hacedor del bien y del mal?» El cristiano: «Decimos que de todo lo bueno nadie, fuera de Dios, es hacedor. Pero no es [hacedor] de los males [...] Puesto que como tú dices que los bienes y los males proceden de Dios, según tú Dios se mostrará como injusto, cosa imposible, porque si, como tú dices, Dios ordenó al fornicario fornicar, al ladrón robar y al asesino asesinar, éstos se merecen honores, puesto que cumplieron la voluntad de Dios. Y también tus legisladores, por su parte, aparecerán como unos falsarios, y como falaces tus libros, porque mandan castigar al fornicario y al ladrón, cuando han cumplido la voluntad de Dios, y porque [mandan] ejecutar al asesino, al que habría que honrar, puesto que ha llevado a cabo la voluntad de Dios» (Diálogo entre un sarraceno y un cristiano. Trad. de Pedro Sabe Andreu en http://www.uco.es/revistas/index.php/cco/article/ view/201/198 a 15 de marzo de 2018).
Pasando luego por la necesidad del bautismo para la salvación y la distinción de lo que es voluntad o permisividad (paciencia) de Dios llegan al punto central de toda la controversia cristiano-musulmana y que el Damasceno remata con una hermosa síntesis doctrinal sobre quién es Cristo:
«Si te pregunta el sarraceno: «Si Cristo era también Dios, ¿cómo comió, bebió, durmió y todo lo demás?». Dile que el Logos eterno de Dios, el que creó todas las cosas, como testimonian mi Escritura y la tuya, creó, Él mismo, de la carne de la santa Virgen María, un hombre perfecto, animado y dotado de razón. Aquel [hombre] comió, bebió y durmió, pero el Logos de Dios no comió, bebió, durmió, fue crucificado ni murió, sino la santa carne que tomó de la santa Virgen. Aquella [si que] fue crucificada. Has de saber [también] que Cristo se dice doble en las naturalezas, pero uno en la persona. Pues el Logos eterno de Dios, también después de tomar la carne, es uno hipostática o personalmente, pero no según la naturaleza. Pues no fue asociada una cuarta persona a la Trinidad después de la inefable unión con la carne» (ibid.)
Finalmente, seguidas de otras pocas cuestiones, dice S. Juan Damasceno: «El sarraceno, fuertemente admirado y confundido, sin tener respuesta que ofrecer al cristiano, se retirá sin atacarle [más]» (ibid.)
Abd-el-Messih ben Isaac-el-Kindy (s. IX)
No se conoce mucho de este autor, pero cuatro datos bastan para enmarcarlo: era originario de la noble tribu yemení Kindah, sirvió en la corte del califa Al-Mamun como amigo personal y consejero, era cristiano y escribió una apología cristiana. No debe confundirse con el sabio Abü Yüsuf Ya´qüb ibn Ishäq al-Kindï, originario de la misma tribu y también servidor en la misma corte, pero musulmán. (https://en.wikipedia.org/wikilAl-Kindi a 3 de marzo de 2018).
La Epístola de Al Kindy es un texto de respuesta a la invitación del primo del califa a que abrazara la religión islámica. La epístola es una extensa refutación de Mahoma y de las doctrinas coránicas, a la vez que ofrece una visión extraordinaria de las ideas y la memoria del islam en aquel primer siglo de vida, y termina con una exposición de la doctrina cristiana. Es un documento realmente interesante en primer lugar por su proximidad geográfica e histórica, en segundo lugar por ser el autor mismo un árabe y finalmente por el texto en sí mismo que, lleno de apasionamiento, lleva la argumentación con inteligencia y estilo. (Sir William Muir, Apology of Al Kindy, London 1887, p.7 en https://es.scribd.com/document/370536361 al-kindi a 3 de marzo de 2018).
La controversia doctrinal se hace siguiendo el libro del Corán del que dice que «contiene falsedades, que es indigno en el orden, estilo, elegancia o precisión en la composición; [y que] contiene contradicciones de principio a fin: una sentencia deroga a otra y en su totalidad es pueril y pobre» (Arnold, op. cit. 325). No obstante, resulta muy interesante la refutación de Mahoma, para el que no escatima epítetos, poniendo en evidencia su vida, la arbitrariedad de sus «mandatos» y la falsedad de su profetismo.
La inconsistencia de Mahoma de dárselas de profeta al referir los asaltos y saqueos de las caravanas durante sus primeros años queda del todo demostrada ya no por Al-Kindy, sino por los hechos mismos (ibid. 146ss); y no son menos ridículas las excusas del Profeta de no obrar milagros, a lo que sus seguidores no se pudieron resistir al producir innumerables haddices en siglos posteriores (ibid. 351). Esto es lo que Al Kindi acusa sin piedad: ¿dónde están los signos de los profetas? El profeta advierte qué va a acontecer y cuándo antes de que suceda, tal como hizo el profeta Samuel (1 Samuel cp. X); y también obra milagros para demostrar la autoridad con la que habla. Pero no es éste el caso de Mahoma. «Refiéreme un milagro, un signo, una visión, una partícula de milagro que fuera realizado por tu amigo Mahoma y del cual su libro dé testimonio y detén así la boca de los que se burlan. Ofréceme algo que tengas de lo que no tengamos nada igual para convencernos de la verdad y la justicia de tus peticiones» (Arnold, op. cit. 351).
Es del todo interesante que Al-Kindy pueda retar a su interlocutor sobre la demostración de milagros, siendo que la Sunna está llena de ellos... Pero la realidad es que ésta se escribió con posterioridad, agrandando a conciencia la figura del Profeta.
San Francisco de Asís (1181–1226)
EL Poverello de Asís no necesita introducción y su tarjeta de presentación [en esta lista] la podemos hallar en el retablo de Bardi, en los frescos de Giotto y Fra Angelico... y en las obras de tantos otros que con devoción y admiración han reproducido aquella escena única de san Francisco ante el sultán de Egipto.
«Movido san Francisco del celo de la fe de Cristo y del deseo de martirio» (Florecillas de san Francisco. Escritos y biografias, BAC, 1971, p. 120), se lanzó a la aventura de llegar a tierra de sarracenos. Según cuentan las biografías, aquel venturoso encuentro tuvo lugar después de varios intentos: primeramente trató de llegar a Siria –de polizón–, pero el mal tiempo obligó al barco a volverse a Italia; también se encaminó hacia Marruecos a través de España pero una enfermedad le obligó a desandar el camino; hasta que al fin consiguió llegar al frente de la cruzada en Damieta y desde allí «el intrépido soldado de Cristo, Francisco, juzgando tener a la mano la ocasión de conseguir sus designios, resolvió atravesar el campamento, sin que le arredrase el temor a la muerte, antes bien, deseando sufrirla por la fe que profesaba» (San Buenaventura, Leyenda de San Francisco, ibid. p. 524).
Se ha escrito muchísimo sobre el significado de aquel encuentro y no ha habido poca controversia entre aquellos que exaltando el pacifismo de Francisco condenan la cruzada y los que valoran, por el contrario, críticamente el pacifismo de Francisco (Artemio Vítores González, OFM, Francisco de Asís y Tierra Santa; PPC 2009, p. 41), como si fuera una controversia pacifista-belicista, cuando en realidad con ambas posturas lo que se deja de lado es el sentir y el juicio de aquellos que no ven necesariamente contradicción entre predicación y cruzada, entre san Francisco y santo Domingo, entre san Eulogio de Córdoba y el buen rey san Fernando... y hasta podríamos decir entre Cristo airado en el Templo y Cristo manso frente a Pilatos.
En toda la literatura franciscana no existe ni una sola cita en que el santo enjuicie, critique o desapruebe las cruzadas ni tampoco la hay en favor o en su promoción; reconozcamos al menos el silencio. Tampoco el encuentro con santo Domingo –predicador de aquella quinta cruzada– es un momento del que se desprenda ni una sola crítica o siquiera reserva. Por otro lado su adhesión a la Santa Iglesia jerárquica es inquebrantable y múltiples veces recomendada a sus hijos desde la Regla hasta su Testamento; una adhesión devota y filial al sucesor de Pedro que reverenciaba en Inocencio III, Honorio III y Gregorio IX –amigo personal, protector y benefactor del santo–, que a la vez que aprobaban, apoyaban y promocionaban aquella obra de Dios, lanzaban a la Cristiandad a las cruzadas.
La actitud del frailecillo era la de los mártires de Córdoba, más que la de sus hermanos menores que se enfrentaron a la muerte yendo a predicar a Marruecos. El santo de Asís buscando el martirio pudo predicar ante el Sultán: no halló aquello que tanto deseaba, ni consiguió convertir a aquella gente. Su atrevimiento fue genial y sencillo, como todas sus ideas, y la verdad es que de haber triunfado el mundo hubiera vivido incomparablemente más unido y feliz y se hubiera evitado tres cuartas partes de las guerras modernas. La historia sin embargo arrojó un fracaso para la cristiandad... en ambas cruzadas; Dios tiene sus tiempos y sus caminos. (Cf. G. K. Chesterton, San Francisco de Asís, Ed. Juventud, 1961, p. 146).
Un consejo dejó el santo después de aquella experiencia en su primera Regla –confirmada por Inocencio III– para «los que fueren entre sarracenos y otros infieles»:
[...] que puedan tratar con ellos de dos maneras: La primera, que no muevan a pleitos ni contiendas, mas sean sujetos a toda humana criatura por Dios, y confiesen siempre que son cristianos. La segunda, que cuando vieren ser voluntad de Dios, anuncien su palabra para que crean en Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y para que se bauticen y hagan cristianos.
[...] Y todos los frailes, dondequiera que estuvieren, acuérdense que hicieron entrega de sí mismos y dejaron sus cuerpos a Nuestro Señor Jesucristo, y por su amor se han de ofrecer a los enemigos visibles e invisibles, porque dice el Señor: El que perdiere su vida por mi amor, salva la tendrá en la vida eterna» (Primera Regla, cp. XVI).
Y así han vivido los hijos de san Francisco durante siglos como custodios valientes y privilegiados de Tierra Santa.
Beato Ramon Llull (1232–1316)
Casi a sus ochenta años, escribió de sí mismo:
«Hubo un tiempo en que yo era bastante rico; tuve una mujer e hijos; probé libremente los placeres de esta vida. Pero renuncié alegremente a todas esas cosas, para poder esparcir por todo el mundo el conocimiento de la verdad. Estudié árabe y varias veces salí a predicar el Evangelio a los sarracenos; he sido encarcelado; me han azotado; durante años me he esforzado en persuadir a los príncipes de la Cristiandad para que se unan a la causa de convertir a los mahometanos. Ahora, aun viejo y pobre, no desespero: estoy preparado, si es voluntad de Dios, a perseverar hasta la muerte» (cf. Arnold, op. cit. 375).
Y puede que no haya mejor resumen para la vida de este trabajador incansable de la viña del Señor, hijo dignísimo de san Francisco de Asís, que dejó cientos de obras escritas y miles de kilómetros recorridos en su pródiga actividad apostólica.
La lengua árabe es considerada sagrada por el islam ya que dice de sí mismo el Corán que ésta es la lengua en que Dios lo escribió. Acertadamente, el Doctor Iluminado no sólo lo aprendió para el estudio sino que en esa lengua escribió y predicó según el consejo que él mismo daría: «serien leygers a convertir a la fe catholica, si era qui la fe los mostràs e’ls preycàs, e qui amàs tant la honor de Jhesus Christ, e qui membràs tant la passió sua, que no duptàs a sostener los trebays que hom ha per aprendre lur llenguatge... » (Doctrina pueril, cp 71 De Mafumet, cd. Obrador i Benassar, Palma de Mallorca (l906)p. 127.
De entre la multitud de obras escritas, son alrededor de sesenta las dedicadas especialmente a la apología frente al islam y en muchos casos dirigidas directamente a ellos para convencerlos de sus errores y de la superioridad de la religión cristiana. La labor incansable del beato le llevó a escribir solamente en su último año de vida quince obras en Túnez en medio de los musulmanes y con motivo del islam (cf, Sebastián Garcías Palou, Ramón Llull y el islam, Mallorca 1981, p.89). Unas son libros y otras meros opúsculos sobre personajes del islam, los temas trinitarios o encarnacionistas, sobre los atributos de Dios, sobre la creación del tiempo, sobre el origen del mal, sobre la fatalidad y la predestinación, sobre el fin mayor del entendimiento, del amor y el honor divinos, o sobre las definiciones divinas.., en un frenesí escritor y apostólico sin comparación y difícil de imaginar en un anciano de ochenta y cuatro años.
Entre las obras principales compuestas con motivo del islam destacamos tres.
En primer lugar el Libre del gentil e los tres savis considerada la más importante escritas con motivo del islam, demostrando el dominio que tenía Llull de los textos coránicos, de la Sunna y las creencias populares del mundo islámico. Se presenta como un coloquio o una disputa entre un judío, un cristiano y un musulmán.
El segundo libro es el Liber de quinque sapientibus que en virtud de su cuarta parte, Disputatio latini et saraceni, es el tratado apologético más extenso y de mayor fuerza compuesto por Ramon Llull con motivo de los errores islámicos sobre la Trinidad y la Encarnación (ibid. 44). Es propiamente el libro ecuménico por excelencia de Ramón Llull pues de igual manera que el Liber del gentil.., también se presenta como un coloquio de cinco sabios: un latino, un griego (fociano), un nestoriano, un monofisita... y un musulmán, que les pide le iluminen con razones necesarias porque, consagrado como se halla a la filosofía, ha llegado a dudar vehementemente de su fe, de la verdad de su fe; porque Mahoma cometió muchas deshonestidades, las cuales demuestran que no fue profeta (ibid. 71).
Obviamente, en el libro hay un desarrollo doctrinal, pero es interesante notar lo que apunta Ramón Llull por medio de uno de los sabios cristianos que dirigiéndose a los demás, con lágrimas en los ojos, se lamentaba de que ante tantos peligros no se uniesen todos los cristianos, después de ponerse de acuerdo acerca de la Trinidad y de la Encarnación, para a continuación, someter a los musulmanes, a los tártaros y a los demás paganos (ibid. 70).
Si tenemos en cuenta que la obra la escribió en Nápoles y la entregó al papa Celestino V, no hay duda del mensaje de Ramon Llull respecto a lo que veía él como un impedimento para la conversión de los musulmanes: la desunión.
Finalmente la Disputatio Raimundi christiani et Hamar saraceni es la narración de la disputa que tuvo el beato con el teólogo musulmán Hamar en la ciudad de Bugía en 1307 y que envió al jefe religioso musulmán rogándole que él y sus teólogos la leyesen y le respondiesen. La respuesta le llegó sin embargo en forma de expulsión, obligado a embarcar rumbo a Génova (ibid. 77).
La narración muestra una disputa tensa, agria e incluso violenta, mantenida en la cárcel a la que fue conducido por predicar en plena calle, y en la que el musulmán intenta filosóficamente rebatir la Trinidad y la Encarnación y a la que es respondida igualmente por el beato predicador. Termina además con una exposición catequética de la doctrina cristiana y la demostración de ser la única verdadera.
No obstante, no sólo los argumentos filosóficos parece que fueran los esgrimidos, mostrando así la fortaleza de la fe de aquel gran predicador de los musulmanes:
«Me prometiste esposa y muchos otros bienes terrenos si aceptaba la ley de Mahoma. Hiciste mala comparación, ya que por tales bienes terrenos no puede ser adquirida la gloria sempiterna, pero yo te prometo que si dimites y renuncias a tus falsas y diabólicas leyes, extendidas por la espada y la fuerza, y aceptas la mía, conseguirías la vida eterna, pues mi ley crece y se extiende por la predicación y el derramamiento de la sangre de los santos mártires» (Disputatio, P II, n.3, p.12 ed. Salzinger, IVI, Maguntiae 1729).
Dicen los biógrafos que todos los escritos del beato Ramon Llull no muestran todo su conocimiento sobre el islam, que según algunos era incomparable con cualquier pensador cristiano medieval, sino que todo lo supedita a su finalidad misionera (cf. Sebastián Garcías Palou, op. cit. 415). Siguen al afirmarlo lo que el propio Llull cuenta de sí mismo:
«inflamado ya y encendido en el amor de Cristo entró dentro de sí para pensar qué acto de servicio podría hacer que fuera placentero al Crucificado. Y estando en estos pensamientos recordó que dice el Evangelio que no hay mayor amor ni caridad con respecto a otro que poner su vida por aquél. Y por tanto el Reverendo Maestro deliberó que no podía hacer acto más agradable que devolver a los infieles e incrédulos a la verdad de la santa fe católica, y para ello poner su persona en peligro de muerte» (Juan Nadal S. J., Ramon Llull, apóstol y santo, CRISTIANDAD, 355, p. 244).
Esta determinación misionera y martirial la tomó el beato tras su maravillosa conversión, en que Cristo se le apareció hasta cuatro veces, y la siguió fielmente durante toda su vida.
Tomado de CRISTIANDAD, Año LXXV, nº 1041, abril 2018.
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