Se han cumplido los 50 años desde el Concilio Vaticano II, y con este motivo se ha divulgado desde la Santa Sede un cuestionario sobre la situación de la música sacra en la actualidad.
El Concilio Vaticano II fue un acontecimiento que, como es bien sabido, tuvo notabilísimas consecuencias en el campo litúrgico en general y en el de la música sacra en particular. Las opiniones sobre los cambios acaecidos en el rito romano son diversas, pero donde sí hay un disgusto bastante unánime es en la música litúrgica. Muy pocos son los que tienen una opinión positiva de los frutos concretos que trajo aquella reforma en este campo.
Unos porque, bajo argumentos pastorales, desearían un alejamiento de la tradición de la Iglesia todavía mayor que el que ya se ha producido, reivindicando la inoculación en el culto de los lenguajes musicales más característicos del ámbito profano actual.
Otros, entre los que me encuentro, porque juzgamos como un desastre el que la música empleada en el culto católico haya dejado de ser el ámbito de belleza que -con los altibajos inevitables- siempre fue o intentó ser, para acabar degenerando en irrisión de los gentiles.
No es una exageración. Podría yo testificar ampliamente, desde la propia experiencia, acerca del desprecio que entre las personas con cierta sensibilidad o formación musical suscita esa suerte de canciones que “ambientan” las actuales celebraciones. La expresión suena a canción de misa designa el género musical más desgraciado y mediocre que pueda tenerse a la vista, por debajo incluso de los productos estereotipados de la industria musical comercial. Y suelen emplearla las mismas personas que, al margen de su cercanía o lejanía respecto de la fe, profesan una sincera admiración ante la verdadera música de la Iglesia: desde el canto gregoriano y los compositores de música sagrada de los diversos siglos, hasta las más que dignas composiciones polifónicas sencillas que nacieron del impulso renovador de San Pío X, y que todavía a mediados de los años 1960 eran cantadas habitualmente incluso por coros parroquiales populares.
Este es el fenómeno habitual hoy en día: un repertorio que apenas puede ser tolerado desde el punto de vista técnico-musical, y que desde el teológico y espiritual adolece de una pobreza si cabe mayor, por cuanto sus textos abandonaron en gran medida las fuentes litúrgicas para acogerse a unos dejes de piedad subjetiva y personal que, dados los tiempos que han venido corriendo en las últimas décadas, se escoró hacia lo racionalista, antropocéntrico y semipelagiano.
Si se piensa bien, esto no es muy de extrañar dado que el modelo del repertorio divulgado en los años 1970 y 1980 no fue tanto el corpus gregoriano, absoluta y coherentemente litúrgico y enraizado en la Escritura, como los cantos devocionales extralitúrgicos popularizados desde principios del siglo XX, que en su día nadie pensó oponer al repertorio propiamente litúrgico.
En fin, tenemos una situación en la que la música del culto ni alcanza a cumplir con las exigencias intrínsecas de la acción litúrgica, ni contribuye a edificar adecuadamente la vida sobrenatural de los fieles, ni mucho menos puede aspirar a ser como belleza y cultura algo parecido al atrio de los gentiles.
A esto hay que añadir en el plano práctico-operativo el rechazo generalizado de la figura del músico cualificado al servicio de la Iglesia (cantor, director de coro, organista), conocedor de su oficio y tratado como tal. En un fenómeno parecido al de los cálices de barro y las casullas de tergal, el músico de iglesia competente fue eliminado en favor del colaborador aficionado. Esta figura del voluntario aficionado, que sin duda es necesaria y loable allí donde no hay otra solución, no deja de denotar en iglesias de mayor tamaño y capacidad un énfasis pobrista tanto más afectado cuanto más dotada de medios es la comunidad en cuestión. Este aspecto organizativo ha tenido una importancia decisiva en la degeneración de la música sacra.
Por lo que he podido detectar en no pocas conversaciones a lo largo de los años, lo que acabo de escribir refleja bastante bien el sentir y entender de muchas personas. Desde luego resume lo que tengo pensado contestar por mi parte. Y quizá no esté lejos tampoco la raíz de que alguien en la Santa Sede haya considerado oportuno elaborar esta encuesta. Ciertamente, pueden encontrarse en ella párrafos de muy honda y necesaria reflexión.
El documento con las preguntas ha sido enviado por la Congregación para el Culto Divino y el Pontificio Consejo de la Cultura a las Conferencias Episcopales y otras instituciones de la Iglesia. Puede descargarse también en la página web del Pontificio Consejo de la Cultura.
Está destinado principalmente a las personas que trabajan en el campo de la música sacra (responsables musicales de iglesias, maestros de coro, organistas, etc.). Las respuestas deben ser enviadas antes del 30 de abril de 2014 a la dirección que aparece al final del documento.
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