Reflexión de Cuaresma



Hay días en que parece que el mal amenaza con aplastarme. Desde que estoy en Puerto Real he podido palpar el sufrimiento de mucha gente, de muchas familias que a duras penas sobreviven a causa del paro; familias que siguen adelante gracias a la ayuda de los abuelos o que malviven en la economía sumergida. Hay tanto dolor, tanta angustia, tanta injusticia… Hay situaciones que claman al cielo. El dolor, el sufrimiento y la zozobra que provoca no tener un trabajo digno sólo se puede comprender cuando se ha pasado por el paro como, por desgracia, he pasado yo también. Y la inquietud es mayor cuando tienes que sacar adelante a unos hijos.


Hay días que el mal amenaza con aplastarme. Hay tanto dolor… Cristianos y personas inocentes degolladas por fanáticos asesinos; niños maltratados; niños de los que algunos malditos desalmados abusan sexualmente matando su inocencia para siempre; niños a los que se mata sin dejarles siquiera la oportunidad de vivir, cientos de miles de niños abortados, niños inocentes, buenos, que nunca le han hecho daño a nadie, ni se les dará oportunidad de hacerlo; mujeres asesinadas o maltratadas por quienes deberían quererlas y cuidarlas.


Hay días que no lees más que noticias que hablan de corrupción, de ladrones, de sinvergüenzas que roban a manos llenas. Hay días en que parece que no hay más que mentirosos y que la honradez, la honestidad y la decencia han sido enterrados bajo una pesada capa de estiércol y podredumbre. Hay días que parece que lo normal es mentir, engañar, robar, estafar. Hay días que parece que todo el mundo ve normal que se engañe a la mujer con otra o que los políticos mientan o que vale todo con tal de hacer carrera o enriquecerse lo más rápidamente posible.


Hay días que las mentiras, las medias verdades, las difamaciones, los embustes más burdos o los insultos y las descalificaciones parece que me van a aniquilar. Hay días que parece que el aire se vuelve irrespirable y amenaza con ahogarte y no tienes ganas más que de llorar y te desesperas y no ves salida. Parece como si todos los demonios estuvieran sueltos y tuvieran carta blanca para destruirte a ti y a todo cuanto de bueno y bello hay en este mundo. Y no lo entiendes. Llevo toda mi vida denunciando la injusticia, rebelándome contra la pobreza que machaca a tantas personas a mi alrededor. Llevo toda mi vida intentado luchar por un mundo mejor y más habitable para todos. Cuando era más joven creía que si quería, podía hacer algo para que el mundo fuera un lugar más decente. Creía que la verdad y la belleza podrían derrotar a la mentira y a la fealdad. Creía que era una cuestión de voluntad: de buena voluntad. Hasta que me di cuenta de que por mucho que yo hiciera, no iba a conseguir nada o muy poca cosa. Ahora me doy cuenta de que ni siquiera soy capaz de acabar con el mal que hay dentro de mí mismo. Lo intento. Intento ser bueno y justo y no hablar mal de nadie y hacer lo correcto. Y siempre acabo cayendo. Una y otra vez caigo en los mismos errores, en las mismas tentaciones, en los mismos pecados. Con los años me he dado cuenta de que el mal no solo está en la sociedad; que el mal está también dentro de mí. Y me siento impotente para acabar con el mal del mundo y también para acabar con mi propia maldad. Y entonces me veo como la pecadora que se arrodilla a los pies del Maestro y lava los pies de su Señor con sus propias lágrimas.


Hay días que el mal parece que me va a triturar todos los huesos y que amenaza con aplastarme. Y me doy cuenta de lo poca cosa que soy, de lo poco que valgo, de lo frágil que soy, de lo pecador que soy. Y me doy cuenta de la poca fe que tengo y de que la esperanza se torna en desesperación y de que todo parece oscuridad a mi alrededor. Y entonces veo a Cristo crucificado, despreciado, humillado, torturado, escupido, desfigurado, sangrando por todo su cuerpo, abandonado por todos; víctima de las mentiras de unos, de las burlas de otros; destrozado por una crueldad inhumana. Y entonces me agarro a esa cruz y le pido al Señor que tenga compasión de mí, que soy un pobre pecador; que tenga compasión de mi pueblo que está sufriendo tanto, de mis hermanos en la fe que están siendo masacrados, de los niños y las mujeres maltratadas, de los que están sufriendo el paro, la enfermedad, la desesperación, el desconsuelo, la soledad. Yo no puedo nada, Señor, pero Tú lo puedes todo. Yo no puedo ser santo por mucho que lo intente, pero Tú, mi Señor, puedes hacerme santo con tu gracia. Yo no puedo acabar con la injusticia ni con el paro de las familias que tan mal lo están pasando, pero Tú sí puedes, Señor. Que venga a nosotros tu Reino, Señor. Que venga ya. Ten compasión de tu pueblo y de este pobre e inútil siervo tuyo. Señor, que yo pueda ser cauce de tu amor a cuantos me rodean. Que pueda poner esperanza y amor donde no se ve más que desesperación y odio. Que pueda ser portador de bien y de luz en medio de tantas tinieblas. Yo no quiero nada para mí, Señor. Todo lo bueno que tengo me lo has dado Tú: mi esposa, mis hijos, mi vocación de maestro, mi fe. Todo es tuyo. Yo sólo quiero ser santo. Pero yo no puedo sin tu gracia. Te pido, mi Señor, que pueda cargar con mi cruz con tu ayuda hasta las últimas consecuencias, que sea capaz de gastar mi vida amando a cuantos me rodean como Tú los amas. Pero la cruz no me gusta, Señor. No me gusta que me calumnien, que me desprecien, que se burlen de mí. Yo prefiero los halagos y el éxito y vivir bien y tranquilo y no tener problemas. Pero sé que ese no es tu camino. Tu camino es el del calvario. Dame fuerzas para seguirte hasta el último momento, para serte fiel y no caer; para que no reniega de ti ni te traicione, Señor. Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Contigo lo puedo todo; sin ti, nada. No permitas que te abandone nunca ni que te dé la espalda. Dame tu amor y tu gracia: eso me basta.


Hay días en que parece que el mal amenaza con aplastarme. Y entonces recuerdo que Tú, Señor, venciste ya al mal y a la muerte con tu resurrección; que no estamos condenados, sino salvados. Que Tú, Señor, ya has derrotado al mal y a la corrupción y a la muerte y a la mentira. Entonces me doy cuenta de que realmente Tú eres el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Que estás esperando a que volvamos los ojos a ti para recibirnos con los brazos abiertos y salvarnos de todo ese mal que amenaza con ahogarnos, ese mal que nos rodea en el mundo y ese mal personal que nos esclaviza.


Hay días que parece que el mal amenaza con aplastarme y entonces Tú me preguntas “¿por qué tienes miedo? ¿no estoy yo contigo?” Y entonces los temores desaparecen y el amor de Dios me desborda. Que toda la gloria sea para Dios, Alfa y Omega, Señor de la Vida y de la Historia; Camino, Verdad y Vida. Pidamos perdón a Dios por nuestros pecado, adorémosle ante el Sagrario y unámonos a Él en la sagrada comunión para que su gracia nos transforme y nos santifique. Cristo está realmente presente en el Santísimo Sacramento: allí está en cuerpo, alma y divinidad. El Creador y Señor de todo cuanto existe está allí realmente presente en el Pan de la Eucaristía, esperándonos para llenarnos con su amor y para que vivamos una vida plena. Todo es gracia. Amar a Dios y amar al prójimo, especialmente a quienes más sufren: ese es el único camino para que este mundo sea como Dios manda y como Dios quiere. La esperanza es Cristo.


Pedro L. Llera



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