1. Continuidad o discontinuidad del capítulo octavo
Mi intervención debería tener los cinco puntos que aparecen en el esquema. Los tres primeros son interesantísimos, pero no voy a decir una palabra sobre ellos. Voy a dedicarme a los puntos 4 y 5. Pedir a alguien en estos momentos que hable de la misericordia en relación con las situaciones irregulares es obviamente pedirle que haga un comentario al capítulo octavo de la Exhortación apostólica Amoris Laetitia.
Sobre dicho capítulo existe un grave conflicto de interpretaciones. El conflicto de las interpretaciones es el título de un conocidísimo libro de ensayos de Paul Ricoeur. Pero el cardenal Carlo Cafarra empleaba esta expresión precisamente para presentar el octavo capítulo de Amoris Laetitia. Si nos remitimos al núcleo del núcleo, es decir, al punto más candente del capítulo octavo, la pregunta sobre la que versan las dudas interpretativas más agudas sería la siguiente: después de someterse a un proceso de discernimiento, ¿pueden los divorciados que se han vuelto a casar civilmente recibir los sacramentos sin abandonar la intimidad conyugal? Esto no es evidentemente un resumen del capítulo octavo de la Amoris Laetitia. Pero al menos nos permite presentar los puncta dolentia de la Exhortacion apostólica.
Las reacciones fundamentales ante la propuesta del capítulo octavo han sido cuatro. La primera, abundante entre los medios de comunicación generalista, y muy representativa también en ámbitos eclesiales, ha sido la de aprobar con entusiasmo que el Papa haya abierto la puerta a los divorciados para que reciban la eucaristía. La segunda reacción ha sido de consternación ante lo que se considera un cambio de la praxis pastoral que lleva consigo implícitamente un verdadero cambio en la doctrina. La tercera reacción ha sido la de los que afirman que, aunque no se haya dado lugar a un cambio sustancial en la doctrina, es indudable que se ha originado una situación positiva de ambigüedad y de incerteza, que producirá en el futuro numerosos problemas pastorales. La cuarta y última postura dice que no ha ocurrido nada. Todo sigue como hasta ahora. La exhortación apostólica Amoris Laetitia ni puede cambiar nada, ni desea cambiarlo, ni de hecho lo ha cambiado.
Es cierto que para decir que Amoris Laetitia abre el paso a la comunión de los divorciados vueltos a casar hay que recurrir a un texto a pie de página que para muchos, incluso favorables a la introducción, es un modo sospechoso e insuficiente de tomar este tipo de decisiones. Es cierto que se emplea un modo verbal condicional («podría»), no un modo verbal absoluto. Es cierto también que ni siquiera el texto formula la cuestión con palabras expresas. El padre jesuita Domenico Marafioti decía hace poco: «Es necesario decir con toda sencillez que el Papa en Amoris Laetitia ha escrito más de 56.600 palabras, pero no ha escrito estas diez simples palabras: «puede administrarse la comunión a los divorciados vueltos a casar». ¿Por qué no las ha escrito? Algún motivo hay»[1]. Es cierto por último que se podría hacer una lectura textual en la que todas las expresiones, llevadas in meliorem partem, remitieran de un modo u otro a la doctrina anterior. Angelo Bellon, por ejemplo, escribió unas cuidadas instrucciones para hacerlo. Todos aquellos que dicen que Amoris Laetitia no ha cambiado nada apoyan esta posición.
Pero para muchos «parece ridículo decir que no ha cambiado nada»[2]. Ellos leen Amoris Laetitia como si abriera el paso a la comunión de los divorciados en nueva unión, porque el texto, respetando las reglas de la gramática, consiente esa lectura. Ahora bien, ¿se puede afirmar eso con garantías? Es decir, ¿existe un fundamento moral y jurídico para afirmarlo?
Para asentar esta hipotética nueva praxis en algún fundamento jurídico se pueden seguir (se han seguido de hecho) tres caminos.
El primero es por derogación de la norma antigua. Veamos cómo funcionaría este argumento. Si se establece en un documento pontificio las condiciones necesarias para que puedan recibirse los sacramentos sin necesidad de abandonar una situación objetiva de pecado se está estableciendo una norma permisiva de gran alcance. No se está dispensando de una norma en un caso particular, se está estableciendo otra para hipotéticos casos futuros. La contradicción directa de la norma nueva con la antigua es una manera natural de derogar la norma antigua. No hace falta que haya una derogación expresa de las normas anteriores. ¿Por qué no aceptarlo en este caso? Todas las indicaciones contrarias a Amoris Laetitia en los documentos pontificios anteriores podrían considerarse derogadas.
Pero es muy difícil aceptar que un documento que se propone explícitamente no introducir una nueva normativa canónica pueda tener carácter derogatorio de la anterior normativa. Sería discutible si puede hacerlo, pero parece indiscutible que no quiere hacerlo.
El segundo modo de justificar la nueva praxis pone los ojos en la relación entre norma y concesión singular. Cuando se concede a un divorciado en situación irregular el acceso a la comunión eucarística, esa concesión sería compatible con las normas anteriores. ¿Por qué? Porque cada categoría tendría su ámbito de validez. Las normas serían el ideal genérico, la decisión pastoral sería la excepción misericordiosa. Lo único que pretendería Amoris Laetitia es establecer una praxis de discernimiento para las situaciones singulares. No sería más que una profundización o un despliegue de la doctrina anterior. Un ejercicio del derecho más elevado en sus motivaciones y más pegado a la tierra en su ejercicio. Como consecuencia, la doctrina anterior no necesitaría ser desalojada ni derogada. Simplemente se ha producido, en palabras del cardenal Walter Kasper, un cambio de paradigma. «Un cambio de paradigma no cambia la enseñanza anterior; lo que hace es situar esa enseñanza en un contexto más amplio. De modo que Amoris laetitia no cambia ni una iota de la enseñanza de la Iglesia, y sin embargo lo cambia todo»[3].
Pero esta opinión parece también muy difícil de sostener. No solo se deben respetar las reglas de la gramática sino también las reglas de la tradición, del derecho y del sentido común. Si Amoris Laetitia no cambia nada pero lo cambia todo, eso no es un cambio de paradigma sino una trampa. Estaría fundada en un error. Para que dos verdades o dos valores tengan una validez simultánea es necesario que sean compatibles entre sí. Una perspectiva nueva que contradice la anterior no es un desarrollo, sino una negación de ella. Las normas anteriores fundaban sus argumentos precisamente sobre la imposibilidad de excepción en esta materia. Por tanto si aceptáramos excepciones no tendríamos una visión desarrollada, sino que tendríamos dos visiones contradictorias.
El tercer modo, por fin, dice que no existe en realidad ninguna praxis nueva. Sencillamente, operan los principios elementales del derecho y de la teología moral. El discernimiento no haría otra cosa que descubrir que en esos casos el sujeto no tenía condiciones para que la norma le obligara. Los eximentes o los atenuantes viciarían su voluntad o su conocimiento. Así pues, no se trataría siquiera del levantamiento de la obligación para un caso. El sujeto no estaba obligado y el discernimiento lo pone en evidencia. Es un descubrimiento de la exención, no una dispensa de la obligación.
Tendremos ocasión de hablar sobre la imputabilidad en Amoris Laetitia. Pero digamos desde ahora que tampoco este planteamiento es convincente. Baste pensar lo siguiente: si estuviéramos ante un supuesto meramente declarativo, en el que se recuerda algo que todos sabemos, algo que está contenido en cualquier praxis confessariorum, ¿qué razón existiría para que se haya producido este terrible conflicto de interpretaciones?
Pienso sinceramente que ninguno de estos trámites jurídicos de afirmar la nueva praxis resultaría suficiente. Dicho de otra manera, a mi parecer, quien quisiera afirmar la nueva praxis pastoral se fundaría en un error.
2. Cuestiones interpretativas suscitadas por Amoris Laetitia
Entremos ahora en algunas cuestiones de interpretación de Amoris Laetitia. Para interpretar el capítulo octavo es imprescindible hacer una lectura in altum de algunas materias. Entiendo por lectura in altum o en profundidad una interpretación integral, que encaje los textos en sus contextos y despliegue plenamente el contenido de los términos. No quiero decir con esto que la perspectiva del capítulo octavo sea improcedente o arbitraria. Quiero decir que es radical, que subraya con mucho vigor algunas verdades, y en consecuencia, aunque no lo pretenda, otras pueden quedar de hecho oscurecidas o debilitadas. Si quisiéramos establecer un modelo típico de estos subrayados diríamos que Amoris Laetitia acentúa con gran decisión la misericordia con el pecador. Pero en el mensaje del Señor es también de una evidencia abrumadora la necesidad de la conversión, que en el capítulo octavo queda más en penumbra. El capítulo octavo de Amoris Laetitia no está destinado a los frágiles para que se recompongan, sino a la Iglesia para que los reciba. Podríamos decir que quiere convertir a los pastores sin asustar a las ovejas. Y eso exige que una serie de cuestiones sean leídas in altum.
2.1. El objeto de la misericordia
La primera pregunta es: misericordia, ¿de qué? El cardenal Walter Kasper[4] ha criticado con vigor la falsa misericordia del laissez-faire y se ha quejado también de convertir la misericordia en «una suerte de suavizante de la ética cristiana». Un sentimiento dulce, amable e inofensivo.
Sería inconveniente cifrar la misericordia exclusivamente en acciones determinadas o en fragilidades concretas, como si las acciones propias de la misericordia o de la compasión fueran típicas e invariables. Pero si queremos ser fieles a la tradición cristiana no hay más remedio que decir que la primera miseria es el pecado. Salta a la vista que desde los orígenes la misericordia canónica ha procurado poner remedio al periculum animae. Decía Pio Fedele que si no se capta el «nexo íntimo e inescindible que une la aequitas canonica con el periculum animarum, no se ha captado el significado verdadero que tiene la misericordia»[5]. La equidad y la misericordia no son simplemente un correctivo benigno del rigor iuris. Son sobre todo una liberación del pecado y de sus amenazas.
2.2. El sujeto de la misericordia
Además del objeto de la misericordia es importante también establecer correctamente el sujeto de la misericordia. Misericordia ¿con quién? Si seguimos la dirección de la Amoris Laetitia, la respuesta es clara: misericordia con los débiles, con los frágiles, con los pecadores.
Sin embargo, una de las constantes de las soluciones equitativas canónicas consiste en hacer ver que no es solo el receptor inmediato de la acción compasiva de la potestad quien se puede considerar destinatario de la misericordia. Cuando la potestad canónica ejercita una acción equitativa mira a todos, no solo al sujeto inmediatamente afectado por el acto compasivo.
Hoy estamos muy acostumbrados al principio de tolerancia cero. Este principio quiere decir precisamente que en esos casos el bien de la comunidad prevalece, y de qué manera, sobre el bien del individuo. En estas circunstancias, la benignidad con el delincuente singular queda en un segundo plano. Hace dos meses ha entrado en vigor el motu proprio Come madre amorevole. Se trata de normas penales considerablemente rigurosas para la remoción de obispos que hayan podido ser negligentes en la protección de niños y adultos vulnerables. La Iglesia «cuida y protege con afecto particular a los más pequeños e indefensos», dice el Papa Francisco. En ocasiones los más débiles no son los pecadores, sino los que sufren las consecuencias de los pecados.
Recordemos unas palabras de san Ambrosio: «¿no va a ser una misericordia inútil el que por evitar el breve dolor de un corte o de una quemadura, se nos corrompa el cuerpo entero y se nos vaya la vida? Por tanto, también el sacerdote, como un buen médico, ha de abrir la herida y sacar el veneno mortal oculto; no taparlo y mantenerlo resguardado de modo que se extienda a todo el cuerpo de la Iglesia. No vaya a ser que por no querer excluir a uno se hagan muchos dignos de exclusión»[6].
La acción de la autoridad canónica nunca acaba simplemente en su destinatario natural o primario. Todos los fieles son destinatarios de cualquier decisión pastoral. Sería una ingenuidad pensar que el único afectado por la misericordia de una decisión eclesiástica en esta materia es el fiel que solicita la comunión sacramental sin abandonar su unión irregular. Si no ha abandonado su situación objetiva de pecado, todos los fieles aprenderán muchas cosas, en el sentido más neutro de aprender.
2.3. La imputabilidad del pecado
El siguiente punto que hay que interpretar integralmente es la imputabilidad de la situación de pecado. El capítulo octavo tiene desde el primer momento un gran interés en discernir las situaciones objetivas de pecado de acuerdo con las condiciones subjetivas del pecador. En esas situaciones pueden descubrirse atenuantes e incluso eximentes. Ahora bien, tal vez uno de los puntos que más ha sorprendido a los comentaristas de Amoris Laetitia ha sido la extremada eficacia funcional que se atribuyen a las circunstancias atenuantes, capaces de convertir una situación de pecado en una situación de gracia.
Se hace preciso en primer lugar distinguir entre atenuantes y condicionantes del acto moral. Todo acto humano está condicionado. Los condicionantes más típicos de los actos humanos son las virtudes y los vicios. Las virtudes ayudan a obrar bien, los vicios dificultan la acción buena. Un acto dificultado por una costumbre viciosa, no es menos responsable. El vicio más bien agrava la responsabilidad moral. Cuando se obra bien ayudados por la virtud, el acto no pierde bondad sino que la manifiesta y la acrecienta. Quizá las dificultades pueden constituir alguna vez atenuantes de la moralidad; pero no es raro que sean condicionantes profundamente voluntarios. Esto tiene especial relieve en las dificultades para comprender. Una dificultad para comprender que conduce deliberadamente a una efectiva falta de comprensión es una ceguera voluntaria. Se ha dicho –desde luego con ironía–, que la envidia de Lucifer sería disculpable porque tuvo gran dificultad para comprender el valor inherente a la majestad de Dios[7].
A mi parecer, el problema más difícil que plantea la imputabilidad en Amoris Laetitia es lo que podríamos llamar la valoración de las circunstancias atenuantes en el tiempo. Como ha explicado muy bien Christian Brugger, una cosa es la culpabilidad retrospectiva y otra la culpabilidad prospectiva. Un pastor puede descubrir en un fiel que se sujeta a su discernimiento la existencia de un atenuante que ha limitado su comprensión de la vida cristiana. El verdadero problema moral se plantea cuando ese pastor aconseja mantener el límite o la situación objetiva de pecado para el futuro. Mantener la ignorancia, dar crédito al error, dar por buena una dificultad de comprensión, todo eso contrasta con la actitud de conversión y no es aceptable.
2.4. Los supuestos generales y el realismo pastoral
Otra materia que debe ser también dilucidada o interpretada in altum es la referente a los supuestos generales. El lenguaje de la exhortación apostólica ha sido caracterizado como «situacional»[8]. El documento pondera constantemente el valor de las circunstancias individuales. La realidad personal sería inapresable, no contenible en las normas. Solo el discernimiento práctico se haría cargo de las situaciones singulares.
A las normas les correspondería un lugar de honor, en el sentido de que establecen un grado de excelencia formal. Pero este grado sería de carácter orientativo y estimulante. Las normas, más que para ser aplicadas, estarían hechas para ser miradas y aprender de ellas. El riesgo frente al que alerta Amoris Laetitia sería emplear las normas como si fueran instrumentos absolutos de medida. En el empleo de lo normativo emerge el lenguaje más duro y más vehemente de la exhortación apostólica. Las normas son como piedras. Detrás está indudablemente la imagen de la mujer pecadora que sufre el riesgo inmediato de la lapidación. Para entender bien las propuestas de la exhortación apostólica me parece que es preciso hacer tres comentarios.
a) Tipología de las normas
Aunque Amoris Laetitia nunca distingue en este terreno, las normas no son realidades unívocas e indiferenciadas. Pueden ser morales o jurídicas. Frecuentemente las normas jurídicas formalizan contenidos morales, como en el caso que nos ocupa. Pueden ser de derecho divino o de derecho humano. Las normas de derecho divino pueden ser a su vez de derecho natural o de derecho positivo. Comprendo que son cuestiones muy básicas, pero me parece imprescindible distinguir. Una vez que la Iglesia ha cobrado conciencia histórica de que una determinada realidad pertenece al designio trinitario sobre la Iglesia o sobre el hombre, la doctrina católica (moral y jurídica) no ha admitido nunca las excepciones. Obtener esa conciencia no siempre es una tarea fácil e inmediata. Pero una vez obtenida la Iglesia opta por una continuidad sin salvedades.
b) Funcionalidad de las normas
Me parece muy importante también entender la funcionalidad de las normas generales. En este asunto puede estar mezclado un planteamiento antijurídico difuso que entiende lo normativo como disciplinario, y lo disciplinario como impositivo. «Pero el derecho normativo solo en algunas ocasiones impone modos de obrar. Muy frecuentemente hace otras cosas: reconoce derechos, otorga garantías, da a conocer los instrumentos que emplea, diseña estructuras, protege a los individuos o a las asociaciones, valora los actos, prevé hipotéticos problemas en los que cualquiera podría encontrarse. En fin, las normas describen la vida. Entender el sistema normativo como la ordenanza de un desfile militar es muy inconveniente»[9].
Hay que hacer otra advertencia muy importante. En estos momentos existe una especie de acuerdo tácito de que la grandeza del hombre está en su singularidad. La generalidad sería un añadido impuesto y artificial. Cada situación humana tendría su propia regla. Esto es profundamente falso. La grandeza del hombre está en su condición humana. Es importante entender que la generalidad dignifica. Cuanto más asume cada uno su naturaleza (las normas generales), mejor se descubre a sí mismo, y encuentra mejor la medida de su propia alma. Todo esto nadie lo duda cuando lo que se proclama son los derechos del hombre. Pero tampoco se habría de dudar si lo que se proclama son sus deberes. Cada una de las personas humanas singulares es sagrada, pero cada una de las situaciones en las que se encuentran esas personas humanas no es sagrada. Por lo tanto sería muy poco adecuado entender que el carácter sagrado de cada hombre y de cada mujer arrastra consigo sagradas excepciones.
c) Aplicación de las normas
El lenguaje de Amoris Laetitia tiene más sentido si se orienta a alejar al pastor de la crueldad que a alejarlo de la aplicación del derecho. La metáfora de la lapidación, tan viva a lo largo de todo el documento, tiene sentido sobre todo por el modo en que los descubridores del delito acusan a la adúltera. En realidad el resultado de la escena no es que la delincuente resulte eximida de la norma, y en consecuencia del pecado, sino que el pecado resulta perdonado porque hay dolor y arrepentimiento verdadero («vete y no peques en adelante»). La aplicación de una misma norma puede ser el impacto de una piedra o la unción de un bálsamo. En el caso de Cristo con la adúltera, la aplicación de la norma se hace con una delicadeza sorprendente y con una eficacia de conversión sorprendente también. Amoris Laetitia puede entenderse mejor si se percibe como un modo de evitar toda crueldad en la aplicación de la justicia.
2.5. La fragilidad
Se abre un nuevo campo interpretativo en el concepto de fragilidad. Todo el capítulo octavo gira en torno a la fragilidad. Es uno de sus objetivos, como expresa su propio título. Una fragilidad que hay que acompañar, discernir e integrar. Esta atención a la fragilidad exige algunas reflexiones.
Hay muchos modos de ser frágiles. Puede ser frágil una unión, un matrimonio. Puede ser frágil el alma de las personas, que rompe su comunión con Dios. Puede ser frágil la relación del pecador con la Iglesia. Puede ser frágil la misma intimidad de cada uno, que a veces se quiebra y produce dolor. Por último tenemos la fragilidad como riesgo, como virtualidad. Un jarrón frágil es un jarrón que no se ha roto por ahora. Y en este sentido tenemos que doblar la tipología de la fragilidad. Una unión frágil es una unión que no se ha roto pero que se puede romper. Y así en los demás casos. Como se ve, la fragilidad, como la misericordia, tiene una fenomenología extremadamente amplia. Si entendemos la fragilidad en sentido amplio promoveremos también una lectura amplia de Amoris Laetitia. Existen al menos tres aprovechamientos interesantes en esta ampliación de la fragilidad.
El primero es que hay que atender también a la fragilidad virtual de las personas y de las instituciones. El matrimonio es de vidrio, cada matrimonio y el matrimonio como institución. Necesita mucha atención misericordiosa. Ya hemos dicho que el sujeto de la misericordia es considerablemente más amplio de lo que uno piensa. Un frágil de hecho (alguien que ya se ha roto) debe ser siempre el objetivo inmediato de la misericordia. Pero nunca es un objetivo absoluto, porque hay modos de tratar a los frágiles que condicionan la fragilidad virtual de los demás y de la propia institución matrimonial. Una fragilidad de hecho convertida en normalidad de derecho se haría a su vez el máximo estímulo de la ruptura.
La segunda indicación tiene que ver con la confusión de algunas expresiones. Integrar la fragilidad, que es una expresión característica de Amoris Laetitia, se entiende en la exhortación apostólica muy razonablemente como la acción y el efecto de acoger en el seno de la Iglesia a los que se encuentran en las situaciones llamadas irregulares. Sin embargo, integrar la fragilidad, según el significado más inmediato de los términos, quiere decir unir lo que se rompió. Volver a incorporar en la unidad de un cuerpo íntegro a los esposos. Aunque se trate de un asunto muy difícil, no podemos dejar de pensar que esto es, no solo desde el punto de vista semántico y lingüístico, sino también teológico, la primera connotación de esta fórmula. Integrar la fragilidad no quiere decir que cada una de las partes rotas rehaga su vida. Eso sería todo lo contrario de integrar la fragilidad, sería desintegrarla.
Un tercer aspecto paradójico de la fragilidad tendría que ver con el sentimiento herido. Una de las expresiones frecuentes dentro de nuestro lenguaje eclesiástico es que hay que hacerse cargo de la cantidad de matrimonios rotos que sufren en nuestro mundo. No hay ninguna duda de que ese sufrimiento existe. Pero de ordinario esas parejas sufren por otra cosa completamente distinta de su fragilidad. No se sienten frágiles sino consolidadas. Lo que les produce incomodidad no es la vida matrimonial frágil sino un reconocimiento insuficiente de su unión por parte de la Iglesia. No les preocupa la fragilidad pasada sino la estabilidad presente.
2.6. El ideal del matrimonio
Una cuestión central de la exhortación del Papa Francisco es el matrimonio como ideal. Dice Amoris Laetitia que los divorciados que han emprendido una nueva unión no cumplen el «ideal pleno del matrimonio» (AL,307); pero a veces realizan ese ideal «al menos de modo parcial y análogo» (AL,292). O sea, habría que descubrir el bien posible y dedicarle la atención posible. Este rasgo de ejercicio de la misericordia suscita también algunas preguntas.
a) Matrimonio y vida matrimonial
El matrimonio puede ser concebido como ideal de muchos modos. Por ejemplo, en su significado de unión de Cristo con la Iglesia. Es indudable que los esposos nunca llegarán a agotar este modelo. También se puede hablar de ideal en la vida de un matrimonio. Un matrimonio siempre podrá demostrar mejor el amor. La vida matrimonial es una constante demanda de generosidad, de comprensión y de afecto. Y siempre adolecerá de algo, sin agotar el ideal del amor.
¿Quiere esto decir que algunas formas de unión realizan de modo parcial y análogo el ideal del matrimonio? La vida more uxorio de un varón y una mujer tiene múltiples analogías con la vida matrimonial. Lo que no existe es identidad ni analogía en el ser. Las uniones uxorias no matrimoniales y el matrimonio no son idénticos, ni siquiera análogos. Es más, frecuentemente se ponen como ejemplos de contraste. Para calibrar lo que es el matrimonio no se pone como ejemplo de disparidad una sociedad anónima o un contrato de seguros sino una unión more uxorio no matrimonial. Entonces se entiende exactamente que esa unión, aunque pueda tener numerosas semejanzas de hecho, no tiene precisamente los elementos, los fines y las propiedades del matrimonio, sino que es su opuesto. Por eso, decir que realiza parcial y analógicamente el ideal del matrimonio se debe entender en un sentido menor y derivado. Puede asemejarse a algunas actitudes propias de la vida matrimonial. Pueden vivir igual, hacer lo mismo. Pero en esto los hechos puros son poco de fiar. Una persona que ha trabajado toda su vida para comprar una casa, puede vivir exactamente igual que su vecino, que la ha robado a su propietario.
b) La extensión analógica
Para entender todo esto ayuda bastante la llamada extensión analógica. En la interpretación y en la suplencia de ley positiva se emplea mucho la analogía. La doctrina y la jurisprudencia ha procurado poner condiciones para que un exceso analógico no defraude el orden jurídico. «No falta nunca una cualidad, cualquiera que sea, capaz de establecer semejanza entre dos casos. Si no es la forma puede ser el color, o el tamaño, o la textura. La semejanza no es un absoluto, sólo la identidad lo es. Dos cosas semejantes en un punto pueden ser contradictorios en otro»[10]. Las analogías se pueden forzar muy fácilmente. Es más, si uno busca analogías puede encontrarlas siempre, porque hay muchas. Unas son pertinentes, otras menos, algunas no lo son en absoluto. Ahora bien, el hecho de que una analogía no sea pertinente no quiere decir que no sea argumentable. Siempre se pueden construir argumentos más o menos persuasivos.
c) Mitis Iudex y Amoris Laetitia
Un último punto sobre el matrimonio como ideal. Hay dos importantes documentos del papa Francisco, el motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus (15.08.2015) por el que se reforma el proceso para la declaración de nulidad del matrimonio, y la exhortación apostólica Amoris Laetitia, que guardan una relación no exenta de tensiones. Con las facilidades que Mitis Iudex ofrece para declarar la nulidad de los matrimonios parecen menos necesarios todos los esfuerzos de Amoris Laetitia por integrar a las personas que viven en situación irregular. El ofrecimiento de esa ingente provisión de medios que facilitan una declaración de nulidad rápida y gratuita parecería un recurso suficiente para solucionar los verdaderos problemas de conciencia.
Pero ahora me refiero a una tensión de otro tipo que los canonistas debemos plantearnos y resolver bien. Amoris Laetitia tiene un verdadero interés, fundado en la misericordia con los débiles, por reconocer formas análogas al matrimonio que merezcan un respeto humano y cristiano. Mitis Iudex tiene sin embargo el propósito de facilitar al máximo el reconocimiento de la invalidez de toda unión que no cumpla con el ideal del matrimonio. De esta tensión resulta que existe en estos momentos entre nosotros una voluntad de sustraer al matrimonio su carga de ideal, de modo que podamos reconocer como matrimoniales situaciones análogas al matrimonio. Y por otra parte existe también entre nosotros la voluntad de devolverle al matrimonio todas sus exigencias de ideal para poder reconocer la invalidez de las uniones que no cumplen perfectamente el modelo. Aquí tenemos un problema y debemos ser conscientes de él.
2.7. El alimento eucarístico
La última cuestión que me gustaría presentar en clave interpretativa es el alimento eucarístico. En su voluntad de integrar a los irregulares, Amoris Laetitia presenta la recepción de la eucaristía como un remedio y un alimento para los débiles. La exhortación apostólica se hace fuerte en dos preciosos textos de San Ambrosio y san Cirilo de Alejandría sobre la necesidad del alimento eucarístico y de su virtualidad de perdonar los pecados. Veamos algunas cuestiones sobre este punto que también merecen una interpretación integral.
a) Sacramenta propter homines
Habrá que decir que un sacramento soporta siempre el contacto con la condición humana, es decir, el encuentro con un amor débil, distraído, y condicionado. Los sacramentos están para ser recibidos, no para ser admirados. Claro está que quien no los admira difícilmente los recibe bien. Pero una disposición débil es muy distinta de una disposición indigna o injuriosa. El que ofende y se arrepiente es débil, el que ofende y no se arrepiente rechaza la salvación.
b) La eucaristía y el pecado
La condición de necesidad del alimento eucarístico es innegable porque el Señor lo ha dicho expresamente. Si no comemos su carne y no bebemos su sangre no tenemos vida. Ahora bien, frecuentemente el alimento eucarístico requiere una purga del corazón y de las obras. Tenemos textos de la sagrada Escritura que no dejan lugar a dudas sobre el particular. «No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios, ¿o es que queremos provocar la ira del Señor?» (1Cor 10,21-22). Y sobre todo la conocidísima advertencia del apóstol un capítulo más adelante de la misma epístola a los corintios: «quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación» (1Cor 11,27-29).
Cuando se lee lo referente a la función sanante de la eucaristía es muy interesante distinguir entre la comunión eucarística en el contexto de la debilidad cotidiana y en el contexto del pecado sin conversión. En este punto también cabe una interpretación in altum de los textos de san Ambrosio y san Cirilo de Alejandría citados en Evangelii Gaudium y recordados en Amoris Laetititia. Ambos padres recuerdan la necesidad que tenemos de recibir la eucaristía como pecadores. Pero Ambrosio advierte: «vive de tal modo que merezcas recibirlo cada día»[11]. Y Cirilo, a renglón seguido de su afirmación de la necesidad de la eucaristía por nuestra condición de pecadores, dice: «por tanto, decídete a vivir recta y honestamente, y participa de la Eucaristía»[12].
c) El derecho a la administración de los sacramentos
Los canonistas hemos recordado muchas veces la formulación del actual c. 213: «Todos los fieles tienen derecho a recibir de los pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos». El derecho a la administración de los sacramentos no es un derecho sobre los sacramentos. Es un derecho que liga al fiel con los pastores para que le sea dispensado razonable y justamente el don. A esta distinción elemental se añade también que ese derecho tiene sus propios límites, como todos los derechos. Para que a un fiel se le administren los sacramentos se exige obviamente que sea capaz de recibirlos, que lo pida razonablemente y que esté bien dispuesto, que «se examine a sí mismo» y «discierna el cuerpo» (1Cor 11,28.29).
La eucaristía se debe entender en un clima de gracia y de misericordia. Es un alimento necesario y una ayuda para la debilidad. No podemos menoscabar ninguna de estas exigencias si no queremos tirar por tierra la economía sacramental. Sin embargo sería un gran riesgo y un error maligno entender lo gratuito como un derecho y la eucaristía como un alimento de mi propia despensa.
La Iglesia no administra la eucaristía con criterios de justicia social (pan para todos), ni con criterios de justicia conmutativa (pan para el que lo pague), ni con criterios de justicia distributiva (pan para quien lo merezca), ni con criterios de justicia legal (pan para quien se establezca), sino con criterios de dispensación. Dispensa un pan que no es suyo, o al menos un pan que es tan suyo como la gracia. Es suyo porque vive de él, porque ha recibido el poder de confeccionarlo y de administrarlo. Pero es un pan dado en préstamo y en prenda. Es un préstamo para el camino, y una prenda del destino final. Y el título en virtud del cual la Iglesia lo posee es la pasión de su Señor, no un contrato de libre disposición. Por eso la Iglesia no solo debe dar de comer, sino que, como buena madre, debe enseñar a comer.
Javier Otaduy, sacerdote, profesor de derecho canónico en la UNAV
[1] D. Marafioti, Una lettura dell’Essortazione “Amoris Laetitia”, Ascolta 195 (2016) 2 [goo.gl/pO9CsP].
[2] J. Antula, La verdadera novedad de “Amoris Laetitia”, Religión Digital, 21.04.2016 [goo.gl/lGeqKW].
[3] W. Kasper, “Amoris laetitia”: Bruch oder Aufbruch?, Stimmen der Zeit (2016/11) 723-732
[4] W. Kasper, La misericordia. Clave del Evangelio y de la vida cristiana, Santander: Sal Terrae, 2013, 143. Kasper dedica unas cuantas páginas a alertar contra la seudomisericordia del laissez-faire (cfr. 143-146).
[5] P. Fedele, Aequitas canonica, cit., 435-436.
[6] Ambrosio de Milán, Opere esegetiche VIII/1, Commento al Salmo CXVIII (Lettere I-XI), Lit. VIII [Eth], 26, cit., 336-337.
[7] Cfr. A. M. Silvas, Some Concerns about “Amoris Laetitia” [goo.gl/Ity7jW].
[8] Cfr. A. Gracián, Inconveniencias eclesiales IV. Uso de lenguaje situacional en “Amoris Laetitia”, I. Puntos 291 a 300. InfoCatólica, 25.04.2016 [goo.gl/gLdGFf].
[9] J. Otaduy, Giuridicità e prospettiva antigiuridica nell’interpretazione e ricezione del Vaticano II, en E. Baura (a cura di), Diritto e norma nella liturgia, Milano: Giuffrè, 2016, 64-65 [traducción propia].
[10] J. Otaduy, «Analogía en el derecho», DGDC I, 324.
[11] S. Ambrosio, De sacramentis, V, 4, 25: PL 16, 379.
[12] S. Cirilo de Alejandría, In Joh. Ev. 6,57, Lib. IV, cap. 2, en L. Leone (trad., intr. e note), S. Cirillo di Alessandria, Commento al Vangelo di Giovanni 1 (Libri I-IV), Roma: Città Nuova, 1994, 508 [traducción propia].
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