Carta a D. Fermín Otamendi, Juez del Juzgado de Instrucción nº 2 de Pamplona

Estimado señor: aunque no soy un conocedor de las cuestiones jurídicas, me permito expresar mi opinión sobre el el caso de Abel Azcona, acusado de robar formas consagradas y usarlas para formar la palabra «pederastia» en una exposición pública, organizada por el Ayuntamiento de Pamplona, y cuyo caso usted ha archivado,

Respetando las decisiones judiciales, en cuya independencia reconozco uno de las bases fundamentales del Estado de Derecho, creo que tengo derecho como ciudadano a expresar mi opinión y, máxime cuando creo que coincide con la de muchas personas que ante este tema sienten descontento e indignación.

La sagrada forma, la hostia consagrada, que usted ha definido como «objetos blancos y redondos de pequeñas dimensiones», es para los católicos el cuerpo de Cristo. En el culto católico la eucaristía recibe la máxima veneración y respeto. Los lugares donde se guardan, los sagrarios, son los centros, el alma diríamos de los templos y lugares de culto. Todo esto constituye una serie de creencias que suponen una opción personal, que puede no compartirse y que, en un país de tradición cristiana como España, se asume en un contexto de libertad religiosa.

Sin embargo, estas creencias, como una vigencia social admitida y profundamente arraigada en la sociedad española, entiendo que son merecedoras de una defensa por parte del Estado de Derecho. Cualquier católico es un ciudadano que merece la protección y salvaguarda de su ámbito personal y familiar, de su honor, su propiedad; y también de su valores y creencias.

Indudablemente Abel Azcona ha ofendido gravemente el sentimiento de muchos católicos. Este señor podría haber realizado su montaje con formas no consagradas; sin embargo con premeditación y perfecta intencionalidad, se ha dedicado a «robar» formas consagradas, con lo que está clara su intención de ofender y hacer daño a determinadas creencias. Usted llama a las formas «objetos blancos...»; y, en efecto, lo son desde un punto de vista meramente material, el de un no creyente. Pero este punto de vista puede inducirnos a un debate nominalista de largas consecuencias. Las cenizas de un difunto -uso un ejemplo extremo- pueden ser consideradas un montón de polvo y cualquier objeto valioso, desde un punto de vista artístico o histórico, puede ser un trozo de madera o metal. Si despojamos al mundo material de significados, terminaremos en una situación en la que cada persona establece su sistema significativo y de valores «desde cero», sin tener en cuenta la sustancia histórica con la que está conformada la realidad humana y que se manifiesta en la tradición, en los usos, en las vigencias sociales. Es decir, el imposible de que una persona comience «ab nihilo» la configuración del mundo cultural -hecho de signos, significados, valores...- en el que se mueve la vida humana. Si esto se convirtiera en una conducta masiva, la sociedad se haría invivible y la convivencia, imposible. Hay, pues, en el fondo de este problema, una cuestión de antropología cultural.

Pero existe, de forma más primaria y evidente, una cuestión jurídica, que tiene también una dimensión política: soy un ciudadano español que, como la inmensa mayoría de los católicos españoles, cumplo con mis obligaciones públicas y pago mis impuestos; además respeto a los que defienden otros valores religiosos o ideológicos. Tengo, por lo tanto derecho a que se respeten los míos y a que el Estado (y la Justicia, como órgano encargado de esta función) garantice este derecho como un «bien jurídico protegible».

Atentamente,

Tomás Salas 

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