A propósito de los últimos atentados yihadistas nos han dado noticias de casi todos los pormenores de lo sucedido: de la carrera de la furgoneta, de los disparos de unos y de otros, de las reacciones de los parientes de las víctimas, de la presencia de médicos, enfermeras, psicólogos, para atender a los heridos y a sus familiares, etc. La más mínima mención de la presencia de sacerdotes. Y allí estaban también.
En un momento de la noticia la cámara grabó la conversación con uno de ellos, y lo hizo de tal manera que era difícil descubrir que la persona que hablaba fuese un sacerdote: las tomas eran angulares, no de frente, y con un ángulo que no permitía descubrir que aquel hombre iba vestido de sacerdote.
¿Por qué? ¿Miedo a la muerte, o miedo a la vida eterna?
Leemos muchas noticias de muertes violentas, asesinatos, abortos –que son muerte de criaturas vivas-, y quizá nos lamentamos en el momento de ver las imágenes de víctimas de un atentado terrorista; pero después, enterramos esas imágenes en el fondo de la memoria ante la avalancha de nuevas informaciones que nos asaltan.
Es ese olvido de la muerte que con tanta frecuencia se vive en los mismos tanatorios. Gente que va a saludar a los parientes del difunto, de la difunta, que después ni se acercan a la caja que guarda los restos mortales, y que, ya en los pasillos comienzan a hablar de cualquier cosa, o se entretienen con sus móviles, tabletas, etc.
El pensar en la muerte, en la realidad de que nuestro pasar por la tierra es tiempo, no eternidad -aunque existan algunos que comentan que entre sus planes no está la muerte: ya la encontrará-, y que un día también nosotros moriremos y otros vivirán nuestra muerte, parece que pesa en el alma, y queremos olvidarlo del modo más radical posible. No obstante nuestros esfuerzos, la realidad de la muerte sigue ahí, presente cada día.
¿Por qué el hombre quiere borrar de su mente el pensamiento de su desaparición de la tierra, de su muerte? ¿Quizá porque anhela arrancar de lo más recóndito de su ser la conciencia de la realidad del pecado, de la ofensa a Dios y del mal que se hace a sí mismo?
Uno de los grandes vacíos que asolan hoy la mente, la inteligencia el corazón del hombre, es el vacío de la Muerte. Muchas de las campañas para quitar crucifijo no son más que una manifestación del temor a la muerte, del anhelo de quitarse del entendimiento el hecho del morir.
Y el hecho del morir vuelve siempre, y con él, la pregunta, siempre latente también en el hombre, sobre la vida eterna, que se convierte en una pregunta ¿cielo o infierno? ¿Vivir en la Luz de Dios para siempre: el Cielo; o vivir para siempre en la oscura soledad de uno mismo: el Infierno?
Si se puede hoy hablar de una «cultura del descarte», me parece que la mejor aplicación del término es precisamente a la cultura que quiere descartar todo pensamiento, todo diálogo sobre la «vida eterna», y ese «descarte» lleva consigo el «descarte del pensamiento sobre la muerte». En definitiva un descarte de pensar en Dios, que nos creó por amor, y anhela recibirnos con amor en el momento de la muerte.
Tantos sacerdotes podemos dar gracias a Dios de haber acompañado a víctimas de accidentes, asesinatos, etc., que han abierto los ojos emocionados al encontrarse con un cura en medio del fragor de ambulancias, sirenas. Al verlo, han elevado su mirada y han musitado «deme una absolución», «rece por mí» y, cuando ya veían agostar sus fuerzas, han muerto con una sonrisa en los labios. Y el sacerdote, al verlos expirar se ha acordado de las palabras del Apocalipsis:
«Bienaventurados los muertos, los que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas, porque sus obras les acompañan».
P. Ernesto Juliá, sacerdote
Publicado originalmente en Religión Confidencial
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