La impunidad de Femen

La vida pública y la vida privada son interdependientes. Si la primera se corrompe, la segunda se ve imposibilitada para alcanzar sus fines. Platón mostraba en su República los peligros a que se expone el individuo dentro de un Estado injusto y corrupto. Corruptio optimi pessima, la corrupción de lo mejor se convierte en lo peor: las almas mejores se encuentran afectadas particularmente por estos peligros. El mal es peor enemigo de los buenos que de los no buenos. Cuando falta la justicia, se perjudica más al hombre justo que al injusto.

La sentencia absolutoria de dos activistas de Femen, encadenadas con el torso desnudo en la Cruz del altar de la catedral de La Almudena en junio de 2014, con un ritual tedioso y grosero, es poco menos que un incidente de dos nenas díscolas, cuyos actos exultantes sólo pueden ser ofensivos para atrabiliarios miembros de una Iglesia acomplejada y timorata, cuyo Cuerpo injuriado sólo encontrará la respuesta de un elocuente silencio penitencial y el extrañamiento de un pobre deán al no haber existido ni siquiera acto alguno de reparación posterior. Perdida la aptitud para denunciar una mala praxis judicial, el inútil deán consiente en la violencia del Estado, potenciando así el encogimiento inmoral y la secularización de la propia Iglesia, que acepta, como uno de los más jaleados logros de la modernidad, ponerse al servicio del sistema ideológico, moral, político y social dominante.

Dice el magistrado Pablo Mendoza Cuevas que no hay delito, puesto que las activistas sólo querían defender la idea del derecho al aborto, sin ánimo de ofender a los católicos, en un momento de debate sobre la legislación vigente que sacaría del gobierno a Gallardón. Para el magistrado utilitarista, el fin justifica los medios. ¿Qué podría ser más correcto en la reivindicación de un falso derecho sino hacer uso de la sacralizada libertad de expresión vulnerando un lugar sagrado, como otrora hiciera Rita Maestre en la capilla de la Complutense con el sórdido beneplácito del Cardenal?

La democracia sólo puede funcionar cuando más allá de la manipulación ideológica y mediática, existe una búsqueda de la verdad y de la virtud por parte de aquellos cuyo papel consiste en legitimar el orden y la paz, sin contribuir más a la violencia por parte del Estado, comenzando por respetar la sacralidad de la vida. Es un problema de integridad intelectual, de acendrar la visión y discernir el orden de los valores buenos, de no hacer, al menos, de la profanación virtud. Donde no hay reconocimiento público de la primacía de un bien absoluto, como es el carácter sagrado e inviolable de la vida, la democracia se hace imposible y el Estado se convierte en el origen de todos los ulteriores problemas.

No es posible la separación de fines y medios en la perspectiva de la praxis: los fines asumen su forma y obtienen su eficacia en el horizonte de medios concretos. Más allá de que el fin no sea bueno (aquí está la raíz de todos los males posteriores, el parásito alimentado por el Estado), no se juzga la defensa del infundado derecho al aborto, sino los medios utilizados, la injuria y la falta de respeto a lo sagrado. El juez minusvalora los medios elegidos. Decir que los medios elegidos no son importantes es desfigurar la acción humana: no es posible querer el fin (el «derecho» al aborto) sin querer intencionalmente los medios para alcanzarlo (la injuria, al utilizar el altar y la Cruz en La Almudena). Los actos hay que individualizarlos en términos de intención. Decir que sólo pretendían dar publicidad a su posición ante el aborto es no comprender que en el acto voluntario de la elección está presente intencionalmente la intención del fin.

La defección del Estado es defección a través de unos jueces indignos cuyas resoluciones judiciales crean el marco de la provocación impune y el desprecio hacia la Cruz, aunque no hubiera «contacto físico» con ella, que menosprecian y se ufanan en el sacrilegio hacia el lugar donde se actualiza el Único Sacrificio, festejando la inutilidad de los sentimientos religiosos, incapaces de venerar lo que se autocancela cuando se pierden las propias funciones. No se puede aislar, como hace un juez injusto, el análisis de los medios de los fines de la vida humana, preocuparse de los bienes externos y no de los internos a la persona, exiliar lo sagrado, dejando el campo libre para la invasión del laicismo, legitimar a cualquier precio la satisfacción de una necesidad tan abyecta como convertir el crimen en derecho, olvidando que la realización de una acción concreta está sólo justificada cuando en ella se apunta a un buen fin. Sentencias absolutorias como las del juez Mendoza, convierten en un hortus siccus la acción de los magistrados, incapaces de operar ya definiciones, de velar por la correcta designación de las acciones después de llamar al mal bien o a la acción mala una legítima herramienta para demandar imaginarios derechos.

Roberto Esteban Duque

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