Los datos publicados por el INE a finales del pasado junio muestran un panorama desolador en materia de natalidad: la fecundidad se sitúa en 1,25 hijos y los nacimientos han caído un 6% respecto al año anterior. Acumulamos un descenso de un 30% en la última década; y si no nos hubiésemos visto beneficiados por la natalidad de los inmigrantes, este descenso en España habría alcanzado el 44%. En nuestro país mueren más personas de las que nacen, y mientras que la población de más de 65 años supera los nueve millones de personas, los menores de 15 años no llegan a los siete millones. Estos datos se agravan aún más si nos referimos al territorio vasco.
Tengo la impresión de que nos estamos acostumbrando a escuchar periódicamente este tipo de datos, sin calibrar suficientemente lo que implican… La publicación de este tipo de cifras, cada vez más inquietantes, suscita la lógica preocupación por la sostenibilidad del sistema de pensiones. Algunos incluso llegan a mostrar cierto temor por el futuro de nuestra civilización, ya que los flujos migratorios se aceleran por motivo de la descompensación demográfica; o, en el mejor de los casos, se escuchan algunas voces (pocas, por desgracia), planteando la necesidad de implementar medidas para favorecer la natalidad, tales como la conciliación laboral, la lucha contra la especulación en el precio de la vivienda, incentivos directos, etc.
No estamos ante un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad, puesto que la crisis de natalidad ha acompañado a casi todos los declives culturales. Por poner un ejemplo, impresiona leer el siguiente texto de Polibio, historiador grecorromano, quien a mediados del siglo II a.C., en plena decadencia de la Grecia clásica, escribía: «En nuestros días, en toda Grecia, la natalidad ha descendido a un nivel muy bajo y la población ha disminuido mucho, de forma que las ciudades están vacías y las tierras en barbecho (…) Las gentes de este país han cedido a la vanidad y al apego a los bienes materiales; se han aficionado a la vida fácil y no quieren casarse o, si lo hacen, se niegan a mantener consigo a los recién nacidos, o solo crían uno o dos como máximo, a fin de procurarles el mayor bienestar mientras son pequeños y dejarles después una fortuna considerable. De ese modo, el mal se ha desarrollado con rapidez sin que nadie se haya dado cuenta...» A los pocos años de esta crónica (allá por el año 146 a.C.), el Imperio Romano fagocita a la Grecia decadente, hasta que siglos más tarde llega el ocaso del Imperio Romano, acompañado nuevamente de una profunda crisis de natalidad… Nihil novum sub sole!
Ahora bien, sería muy triste si nuestra preocupación por la crisis demográfica se circunscribiese al temor por el debilitamiento de nuestras pensiones, o al miedo a la llegada de extranjeros. Igualmente, sería muy ingenuo suponer que una administración pública vaya a ser capaz de revertir esta tendencia con la mera aprobación de incentivos a la natalidad, por muy necesarios que sean. De hecho, las clases sociales más pudientes no tienen un índice de fecundidad superior a la media, y los inmigrantes en España tienen un número de hijos muy superior a los autóctonos, a pesar de que su nivel económico es inferior y sus dificultades objetivas para la conciliación laboral sean mayores.
Nuestra crisis de natalidad es uno de los signos más evidentes de la crisis de valores que sufre Occidente. En el contexto de una sociedad en la que la calidad de vida se identifica con el mero bienestar, el reto de la maternidad y la paternidad es percibido como demasiado exigente. Es innegable que la educación de los niños demanda una entrega plena e incondicional –me atrevería a decir que heroica–, que no es fácilmente compatible con la cultura del weekend, de la invasión digital, del consumismo compulsivo, del desorden de vida generalizado, de la crisis existencial... Ciertamente, la maternidad y la paternidad requieren ‘dar la vida’ en el sentido más amplio del término. ¡La crisis demográfica esconde una crisis de esperanza!
Para abordar la cuestión es importante que entendamos que la baja natalidad no solo compromete el futuro de una cultura, sino que afecta en gran medida a su presente. La carencia de niños en nuestras familias y en nuestra sociedad, nos empobrece mucho más de lo que suponemos. De hecho, en no pocas ocasiones hemos constatado que solo la inocencia de los niños es capaz de arrancarnos de nuestra zona de confort, de nuestro aburguesamiento, llevándonos a entregar lo mejor de nosotros mismos hasta alcanzar el cenit de la madurez, que suele coincidir con el olvido de uno mismo. Nuestra cultura necesita de los niños de forma apremiante, porque pocas cosas hay tan falsas como una alegría sin inocencia…
A lo anterior debemos agregar lo que supone hurtar a los niños la experiencia de la fraternidad. El déficit de fraternidad se traduce en la educación, en una notable dificultad para la socialización, además de una proclividad para desarrollar la herida narcisista. Si la experiencia filial nos ayuda a tomar conciencia de nuestra dignidad (somos únicos e irrepetibles), la experiencia de fraternidad nos enseña a ser uno más entre todos; algo absolutamente necesario.
Decíamos que la paternidad y la maternidad requieren ‘dar la vida’. Pero la vida es algo que nos supera. Es un ‘milagro’ que hemos recibido gratis y que estamos llamados a transmitir generosamente. Los creyentes no solemos hablar de reproducción, sino de procreación. Los animales se reproducen, ciertamente; pero los seres humanos procrean. Los progenitores colaboran con Dios creador para dar vida al mundo. En este día de la Natividad de María, 8 de septiembre, no podemos sino acordarnos de sus padres, Joaquín y Ana. ¡Gracias por haber traído al mundo a aquella de la que nacería el autor de la vida!
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián
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