Familias: testimonios de Fe

Estaba comenzando a escribir estas líneas, cuando me llega una buena noticia: la Corte Superior de Filipinas desestimó una petición para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. La Corte rechazó el 3 de septiembre un petición presentada el año 2015 por una lesbiana de 33 años de edad, presentadora de radio y abogada, que pretendía que la Corte Suprema declarara inconstitucionales los artículos 1 y 2 del Código de Familia, que afirman y reconocen que el matrimonio está formado por un hombre y una mujer.

La reacción de los obispos filipinos no se ha hecho esperar, y valga por la de todos estas palabras del Obispo de Balangaen, Mons. Ruperto Santos.

«Con la decisión de no legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo, nuestros jueces afirmaron lo que es correcto, reiterando la forma natural y ética del matrimonio. El rechazo a los matrimonios entre personas del mismo sexo refuerza la santidad del matrimonio y la estabilidad de la familia en Filipinas».

Y una laica católica Mary Jane Castillo comentó que «la sentencia de la Corte Suprema es loable. El matrimonio siempre ha sido entre un hombre y una mujer, de acuerdo con la ley natural. Y la legislación de Filipinas sigue esa disposición».

En unos momentos en los que el Occidente «cultural» -así se reconoce a sí mismo- se obstina en atacar a la familia por todos los frentes; este testimonio del Asia cristiana es un alivio para el espíritu.

Sobre esa familia que ha creado Dios y que defienden los filipinos se ha construido Europa, América, Australia; se ha reconstruido África, y se está sembrando la semilla de nueva civilización centrada en la familia, en el resto de Asia.

De esas familias he vivido muy de cerca dos testimonios que nos encontramos tantas veces en nuestra vida y que no aparecen jamás entre las páginas de ningún periódico, ni siquiera digital.

Un buen profesional, periodista, entrado ya en años que lleva los achaques de la edad con una cierta normalidad y tranquilidad, aunque una de esas molestias sea la de estar perdiendo la vista gradualmente, poco a poco.

Un día acompaña a su mujer a una revisión médica y recibe una noticia poco esperanzadora. Su esposa tiene un cáncer de riñón y de pulmón, con metástasis en otras partes del cuerpo. Muy pocas esperanzas de vida.

La reacción del hombre no se hace esperar: «Rezaré más, y con más confianza, para que el Señor me de salud y me arregle un poco los ojos, para que pueda cuidar a mi mujer con amor y cariño, hasta que sea necesario». Y como lee con frecuencia el Nuevo Testamento, se le ocurrió añadir. «Como siempre; lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre».

Una buena empresaria, madre de cinco hijos, abandonada por el marido después de quince años de matrimonio. Lleva adelante con serenidad y paz a sus criaturas, que van creciendo y son ya hombres y mujeres hechos y derechos; un par de ellos ya están casados.

Después de años de no saber nada del marido; no de ex-marido porque seguían siendo marido y mujer-, recibe la noticia de que el hombre está muriendo de una enfermedad degenerativa, en una clínica de una ciudad vecina. Sin decir nada a nadie fue a visitarlo un día. El hombre, sorprendido al verla, abrió su corazón en lágrimas. Tras unos minutos de silencio comenzó a hablar pidiendo perdón por lo que había hecho abandonándola a ella y a sus hijos; por haber vivido con varias mujeres; haber dejado su Fe, y haber llegado casi a la ruina por su mala vida.

La mujer le sonrió, le saludó con cariño, le besó en la mejilla, y le dijo que dentro de un par de días, si no tenía inconveniente, vendría con su cinco hijos para que les viera y hablara con ellos. Y antes de marcharse, le preguntó si quería que avisara al sacerdote de la clínica para que viniera a estar un rato con él. El hombre titubeó: «¡Hace ya tantos años!, musitó»; y al final, respondió: «Si, gracias».

La familia llegó a tiempo de vivir con él la última hora de su vida. Cuando estaban cerca de la habitación, vieron al sacerdote que acababa de dar al moribundo la Unción de los enfermos. El hombre pudo saludar y pedir perdón a todos sus hijos. Y ya a punto de expirar, se dirigió a la mujer alcanzó a decir: «Lo que Dios ha unido...»; y llorando los dos, él entregó su alma.

P. Ernesto Juliá, sacerdote 

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