(ACI/InfoCatólica) «¿Para qué llamar con un nombre lo que no lo es?», preguntaron los obispos en una declaración difundida este lunes. «Las uniones de hecho no se pueden equiparar jurídicamente con la unión estable e indisoluble de un hombre y una mujer para formar familia y enfrentar juntos la vida, institución que merece el apoyo y la protección del Estado, pues origina la célula básica de la sociedad», expresaron.
«Si dos personas quieren convivir y compartir sus bienes, si quieren preocuparse de su herencia, podrían hacerlo sin leyes nuevas. Y, si se requiere una ley, creemos que hay que preocuparse de ese grupo humano, aunque minoritario, para que sean respetados y no discriminados por su condición y para que cuenten con los derechos básicos para una unión, pero no un matrimonio. Cosas de palabras, piensan algunos. Necesidad de entendernos, es lo que otros pensamos», añadieron.
En ese sentido, recordaron que «la Iglesia no condena a las personas homosexuales». «Lo que sí pensamos, es que todo proyecto de vida humana tiene que regirse por la voluntad de Dios, expresada en sus mandamientos, para llevar una vida recta, santa y acorde al proyecto divino para cada uno de nosotros. Para unos y otros, implica no pocos sacrificios llevar una vida pura, casta y transparente, en que podamos madurar en el ejercicio de nuestra afectividad».
En la declaración, donde también abordaron el intento del Gobierno de despenalizar el aborto, los obispos pidieron que la discusión sobre estas realidades no se haga «desde la ideología o desde un cierto populismo», sino contactándose «con las realidades existenciales que están en juego».
«La familia, fundada en el matrimonio, es la célula básica de la sociedad, como también lo reconoce nuestro ordenamiento constitucional y legal. Sabemos que es la realidad más valorada por los chilenos, la fuente de las mayores alegrías y el motivo de los mayores sacrificios en bien de sus integrantes, en especial de los hijos, teniendo los padres el derecho y deber de elegir la mejor educación para ellos, de acuerdo a sus convicciones y valores», afirmaron.
La humanidad se encuentra en un cambio de época que trae consigo muchas esperanzas y temores, y que nos lleva a preguntarnos por los fundamentos de nuestras vidas y opciones. Si este discernimiento es necesario para realidades como las nuevas formas de comunicarnos, los modelos sociales y económicos, más lo es cuando nos referimos a realidades esenciales como son la vida humana, la familia y el desarrollo de Chile. Ellas son nuestro tesoro y comprometen nuestra manera de existir, de amar, de servir. En la Carta Pastoral «Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile» (septiembre de 2012), los obispos del Comité Permanente ya nos hemos referido a la necesidad de construir una sociedad más justa, equitativa y fraterna, con una clara preocupación por los pobres y excluidos, destacando el rol fundamental de la educación y la familia para lograrlo, con la participación de todos y la ayuda de Dios.
Esta es la razón que nos mueve a decir una palabra evangélica acerca de diversas declaraciones y de la discusión en marcha sobre el llamado «aborto terapéutico», el «acuerdo de vida en pareja» y las «uniones homosexuales» llamadas por algunos «matrimonio igualitario». Lo hacemos con claridad y firmeza y con profundo respeto, porque todos somos hijos de unos padres y madres que nos dieron la vida y nos interesa el bien de la familia y de Chile.
Confesamos abiertamente que tenemos un temor: que la discusión sobre estas realidades –no sólo «temas»– se haga desde la ideología o desde un cierto populismo, sin contactarnos con las realidades existenciales que están en juego.
Es claro que, como lo ha repetido el papa Francisco, nuestro amor y respeto por la vida nos lleva a rechazar el aborto. Reafirmamos nuestra convicción absoluta de que el derecho a la vida humana es el primero de los derechos humanos que debe ser respetado y defendido siempre, desde la concepción hasta la muerte natural. Junto con el querer de Dios, nuestra fe nos lleva a solidarizar con la maternidad de tantas mujeres que se ven sometidas a muchas presiones para evitar el nacimiento del hijo que viene en camino. Se dirá que la creatura en gestación es parte de su propio cuerpo, pero todos sabemos que es otro ser humano que, cuando nace, colma de felicidad a sus padres y familiares y enriquece a la sociedad. ¿No es esa la experiencia de la vida que compartimos a diario?
1. El evangelio de la vida
Un niño engendrado en el vientre de la madre es una vida humana y, por lo mismo, es acreedor del primero de los derechos humanos: que sea respetado y cuidado. Un niño que presenta problemas en su gestación, además de las maravillas que hoy hace la medicina, es una persona única que trae una misión particular a este mundo. La supresión de niño considerado «no deseado», (¿se puede hablar sinceramente de «no deseado»?), es una injusticia e implica un trauma que puede marcar de por vida. Y una mamá que, desgraciadamente aborta, muchas veces presionada por terceros, suele llevar un peso atroz por el resto de su vida, al haber puesto fin a la gestación de sus entrañas. Por eso, lejos de condenarla, queremos ayudarla, apoyarla, como lo hacen los programas de la Iglesia con las madres adolescentes o con las fundaciones que apoyan legalmente la adopción de los niños así nacidos. Alentamos las diversas iniciativas que promueven auténtica solidaridad y acompañamiento fraterno.
En vez de discutir una ley para poner fin al ser humano concebido, podríamos discutir cómo el Estado se puede hacer cargo de acompañar, aconsejar, abrir espacios en la sociedad y hasta financiar tantas iniciativas en favor de la vida que hoy se mantienen gracias a la generosidad de muchos. Y, lo sabemos, hay en los hospitales y clínicas comités de ética que pueden ayudar a decidir el camino a tomar para asegurar la vida de la madre y de su hijo, o bien, para recomendar el camino que, siempre queriendo salvar la vida de ambos, no lo logra. Para eso no se necesita una ley que despenalice el aborto.
2. El evangelio del matrimonio y de la familia
Nuestra primera palabra es de gratitud y admiración para todos quienes han tenido la generosidad de sacar adelante su familia. La labor educativa, más el trabajo de padres y madres, y esa triple función de la mujer que es mamá, esposa y trabajadora, es una realidad que no escapa a la bendición de Dios, desde el primer día de la creación. Es un verdadero evangelio, es decir, una buena noticia que da el sustento más valioso a nuestra sociedad. Más que la organización política y social, más que las leyes y que la misma Constitución, la familia es el verdadero valor constituyente de la comunidad humana.
Por diversas razones, hay familias mono-parentales: más razón para acompañarlas. Hay familias cuyos progenitores se casaron enamorados y no pudieron llevar a plenitud sus compromisos nupciales: más razón para estar cerca, porque el sufrimiento de la separación, por mucho que se trate de atenuar, cae sobre ellos y sus hijos. No hay condena de la Iglesia. No hay «excomunión», como popularmente se cree. Hay parejas que se unieron sin las condiciones para una vida matrimonial: es razón para que los Tribunales competentes declaren con transparencia su nulidad, a veces, por razones de salud, a veces por presiones indebidas, a veces por incapacidades propias de nuestra naturaleza humana. No condenamos, pero promovemos la estabilidad matrimonial y echamos de menos leyes que faciliten y apoyen la vida de familia. Necesitamos leyes laborales y educacionales al servicio de esta hermosa aventura de ser familia. Eso lo entenderíamos todos, también los políticos y legisladores, porque es el camino que ayuda a conformar una sociedad mejor, anhelo más preciado de los jóvenes.
En este campo se discute hoy día la situación de las uniones de hecho heterosexuales y homosexuales. Nuestra opinión es que es necesario prestar atención a las uniones de hecho heterosexuales, ya que el problema está en la indefensión en la que queda la parte más débil, que suelen ser la mujer y los hijos que surgen de ésta, cuando estas convivencias simplemente se deshacen, porque son de suyo, inestables. Ninguno de ellos ha querido el matrimonio. Por lo mismo, no se puede imponer, y el Estado tiene que velar para el cumplimiento de las leyes existentes que determinan los beneficios y obligaciones de esa unión y de sus hijos. Las uniones de hecho no se pueden equiparar jurídicamente con la unión estable e indisoluble de un hombre y una mujer para formar familia y enfrentar juntos la vida, institución que merece el apoyo y la protección del Estado, pues origina la célula básica de la sociedad.
En cuanto a quienes buscan una unión entre personas del mismo sexo, nos parece superficial hablar de «matrimonio igualitario», simplemente porque no lo es. No es una unión entre un varón y una mujer y no tiene la estabilidad propia del matrimonio que, en la enseñanza bíblica posee dos notas características e inseparables: su aspecto unitivo (varón y mujer) y su vocación a la procreación. Por esa razón, ¿para qué llamar con un nombre lo que no lo es?
Si dos personas quieren convivir y compartir sus bienes, si quieren preocuparse de su herencia, podrían hacerlo sin leyes nuevas. Y, si se requiere una ley, creemos que hay que preocuparse de ese grupo humano, aunque minoritario, para que sean respetados y no discriminados por su condición y para que cuenten con los derechos básicos para una unión, pero no un matrimonio. Cosas de palabras, piensan algunos. Necesidad de entendernos, es lo que otros pensamos.
Ser una persona con tendencia homosexual no es un castigo de Dios, como muchos equivocadamente piensan. Y muchos perdones tenemos que pedir como sociedad por haberlos discriminado injustamente. La Iglesia no condena a las personas homosexuales, como muchos creen. Lo que sí pensamos, es que todo proyecto de vida humana tiene que regirse por la voluntad de Dios, expresada en sus mandamientos, para llevar una vida recta, santa y acorde al proyecto divino para cada uno de nosotros. Para unos y otros, implica no pocos sacrificios llevar una vida pura, casta y transparente, en que podamos madurar en el ejercicio de nuestra afectividad.
3. Nuestro apoyo a las familias y sus derechos
No existen las familias «perfectas» que nos propone la propaganda falaz y consumista. En ellas no pasan los años, no existe la enfermedad, el dolor ni la muerte. No existen los dramas humanos, los problemas de convivencia entre los esposos, las situaciones dramáticas de hijos enfermos o en situaciones de vulnerabilidad. La propaganda consumista muestra una fantasía que nada tiene que ver con la realidad que deben afrontar, en el día a día, los jefes y jefas de hogar que con tanto sacrificio acuden a sus trabajos para «ganarse la vida».
Desde esta óptica mentirosa, la Sagrada Familia de la Virgen María, de san José y del niño Jesús no cualificarían para los parámetros de la felicidad engañosa: el niño Dios nació en una pesebrera de animales porque no hubo lugar en la posada; en la presentación del Niño en el templo, a María le fue profetizada que «una espada te atravesaría el corazón»; debieron sufrir el exilio en Egipto por la persecución del tirano de turno; y María finalmente estuvo al pie de la cruz como madre dolorosa. Pero fue ella misma la testigo de la resurrección del Hijo de Dios. Es la familia solidaria con todos los dramas que debe enfrentar la vocación familiar.
Desde esta mirada de fe, expresamos que la familia, fundada en el matrimonio, es la célula básica de la sociedad, como también lo reconoce nuestro ordenamiento constitucional y legal. Sabemos que es la realidad más valorada por los chilenos, la fuente de las mayores alegrías y el motivo de los mayores sacrificios en bien de sus integrantes, en especial de los hijos, teniendo los padres el derecho y deber de elegir la mejor educación para ellos, de acuerdo a sus convicciones y valores.
Al interior de la familia, nos cuestiona la realidad cada vez más desprotegida de los adultos mayores. Damos gracias a Dios por el bien que se les ofrece, pero aumenta cada día lo que queda pendiente con ellos. Aquí hay un ámbito inmenso de acción para el Estado, la Iglesia, las instituciones y el voluntariado.
Invitamos, por eso, a orar por el Sínodo de los obispos al que ha convocado el papa Francisco para reflexionar sobre la familia, porque en este «patrimonio vivo de la humanidad» se fragua el futuro de la humanidad.
4. Nuestro anhelo
Hemos escrito estas reflexiones motivados por el anhelo de prestar nuestra mejor contribución a la Patria, mediante el anuncio de Cristo y de su Evangelio y de la múltiple acción pastoral de la Iglesia Católica. Lo hacemos con el propósito de aportar al bien integral de la comunidad nacional, de las familias y de cada persona, por quienes Jesucristo entregó su cuerpo y sangre.
Encomendamos el fruto de estas reflexiones a la maternal protección de nuestra Madre, la Virgen del Carmen, Patrona de Chile, cuya fiesta hemos celebrado recientemente a lo largo y ancho de nuestra Patria.
EL COMITÉ PERMANENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE CHILE
- Ricardo Card. Ezzati Andrello, sdb
Arzobispo de Santiago - Presidente
Obispo de Rancagua - Vicepresidente
Arzobispo de la Ssma. Concepción
Arzobispo de Puerto Montt
Obispo de Valdivia - Secretario General
Santiago, 21 de julio de 2014.
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