Más allá de los gestos de proximidad, compasión y apertura del papa Francisco, que tanto consenso han suscitado, y no sólo entre los fieles de la Iglesia católica, su llegada a la sede de San Pedro ha puesto sobre el tapete diversas cuestiones de enorme trascendencia. Unas ya desactivadas, otras incorporadas ahora al debate.
Los católicos no podemos estar satisfechos del todo con los frutos cosechados por la Iglesia tras la clausura del Concilio Vaticano II. Si bien los temas relativos a la fe no se puedan tasar ni medir, no cabe duda que los datos estadísticos orientan sobre la realidad eclesial de los años posconciliares. Y éstos no pueden ser más demoledores: caída de las vocaciones y de la práctica religiosa, envejecimiento de los fieles... El fenómeno afecta mayormente al Occidente cristiano, pero su capacidad de irradiación es inmensa en una sociedad globalizada.
Lo dicho no pasaría de ser un tema que incumbe sólo a los católicos si no fuera por los efectos que tiene para cada hombre, en esta vida y más allá de la muerte. No podemos olvidar que la fe cristiana posee vocación de universalidad y de iluminar a todos acerca de las grandes preguntas de la vida. Por eso es tan importante lo que a ella le suceda, aunque muchos no creyentes no lo consideren así.
La Iglesia se halla, a mi juicio, ante dos grandes tentaciones: la de conceder a las tendencias y actitudes vigentes en el mundo una autoridad y un valor que, en realidad, no siempre tienen, creyendo que para llegar a nuestros contemporáneos es preciso adoptarlas, y segunda, reducir su misión a la promoción de la paz, la justicia, la acción social y la tolerancia, por muy importantes que sean.
En la primera se parte de una idea fuerza, bien asentada en nuestro tiempo: que todo el que se oponga a la interpretación de los oráculos modernos acerca del hombre, el orden social y el progreso está condenado al fracaso, será reducido al ostracismo y la irrelevancia, o acusado de delito de lesa humanidad. Por eso -se dice- es indispensable, no sólo que la Iglesia dialogue, tarea sin duda encomiable, sino que ceda o se suba al tren de la modernidad, aceptando sus presupuestos ideológicos.
Otorgar a la cultura hoy dominante capacidad para conducir a un futuro de más felicidad y verdad para el hombre no deja de ser algo aún por demostrar. Con frecuencia parece suceder más bien lo contrario, y ya se habla incluso de colapso de la civilización.
No obstante, en lugar de aguantar hasta el cambio de tornas, hace tiempo que se vienen retirando del discurso eclesial, o al menos de la primera fila del mismo, todos aquellos aspectos que puedan ser objeto de rechazo por la cultura dominante, como el pecado o la muerte eterna, a pesar de su capacidad para orientar al hombre e intentar corregir sus desvaríos. O, como hace poco se ha puesto de manifiesto, el intento, bajo propósito de una mayor comprensión y misericordia, de abrir caminos a la relativización de la norma y, a la postre, dejar veladamente en suspenso el magisterio sostenido por la Iglesia sobre temas hoy controvertidos.
Evidentemente, esta cesión tiene alto riesgo, si provoca aún mayor confusión entre los pastores y sus fieles, sin por ello lograr el benéfico efecto pretendido entre los hipotéticos beneficiados. Incluso aunque pueda existir un consenso social mayoritario y el concurso de un alto número de creyentes. En el fondo traduciría una pérdida de confianza de la Iglesia en sí misma, generando a su vez desapego y desconfianza entre los católicos. Y, cómo no, a la larga se resentiría la petición de Cristo: «Enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado».
La segunda tentación se podría denominar el «síndrome de la ONG». Nadie puede negar que la ayuda a los pobres, los marginados de toda laya y los enfermos, forma parte esencial del mensaje evangélico. Desde sus orígenes, la Iglesia así lo ha entendido, a través de múltiples actuaciones adaptadas a los tiempos. De igual manera sucede, hoy sobre todo, con la defensa de la justicia social.
Pero no es esta la misión última de la Iglesia, aunque sí pueda ser el pórtico. Su deber es proclamar la salvación que viene de Dios para todos y cada uno de los hombres, mostrando el camino que es preciso seguir para alcanzarla. Tal es, en última instancia, lo que el hombre de todos los tiempos busca: vida, felicidad y plenitud eternas, si bien no siempre se vislumbra esta preocupación. Sólo desde este objetivo se podrá valorar si la Iglesia está cumpliendo con su verdadera misión profética, aunque la acción social pueda hoy vender mejor que las exigencias de la salvación.
Si, por contra, entendiera los «signos de los tiempos» como un pasar de puntillas en los temas de calado y buscase el acomodo en el mundo, sólo cabría esperar desafección. Y sin lograr a cambio el aprobado de sus conciudadanos, ni, todavía más importante, ser levadura que fermenta la masa.
Manuel Bustos Rodríguez
Publicado originalmente en el Diario de Sevilla
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