Pensaba Hobbes que la religión como impulso coercitivo que se hace presente a los hombres por su condición natural de ignorancia y de temor deberá suprimirse y colocarse al servicio del soberano. Esta tesis parece asumirla Pablo Iglesias, al reivindicar para un Estado moderno la eliminación de «delitos medievales», como el referido a las ofensas a la Corona y a los sentimientos religiosos. Para Pablo Iglesias las creencias son meros sentimientos domesticados por el soberano, referidos al alma, sin cuerpo posible en la vida pública. En pensamiento tan grotesco, la convivencia exige excluir cualquier respeto por la dimensión pública de la fe, sometiendo las creencias religiosas a un orden litúrgico secularista, donde el único culto sea el de una vida colectiva ideologizada.
La voluntad de Podemos demandaba que el asalto a la capilla de la Complutense protagonizado por Rita Maestre en 2011 fuera un acto neutro, a lo sumo algo propio de adolescentes, como aseveró condescendiente su Eminencia, el cardenal Osoro; o que la proclividad exultante a la blasfemia del actor Willy Toledo encontrase una Iglesia incapaz de respuesta por su penoso descrédito, blandiendo tan sólo la espada del silencio ante la propuesta de una ontología de la violencia del Estado. No erraríamos al considerar las armas menos benévolas que empuñarían la teocracia arbitraria y el fideísmo integrista islámicos ante un desafío semejante.
No es bueno cerrar los ojos ante la injusticia. Los dirigentes políticos sólo pueden gobernar participando de una ley superior, de la preocupación por el bien común. Es violencia de Estado no velar por el bien común, servidumbre de Estado privatizar la fe, coerción de Estado no responsabilizarse en el mantenimiento del orden público, utilizar el poder coercitivo de un modo totalitario, tratando las convicciones y los sentimientos religiosos como conspiraciones propias de gente cuyo fervor, celo y fanatismo no es digno del saeculum.
Ni la Iglesia como institución ni el ciudadano cristiano pueden enmudecer cuando el legislador escarnece la ley de Dios santificando la ofensa y la blasfemia. Despenalizar las ofensas religiosas, además de privatizar la religión, constituye una notable violencia por parte del Estado. La religión sufre coacción cuando un procedimiento legal pretende impedir el respeto a Dios en una sociedad libre: ¿o no es coaccionar legalizar la blasfemia? La libertad religiosa es inmunidad de coacción garantizada por un procedimiento legal que preserva la apertura a Dios en una sociedad libre. ¿Por qué debería tolerar el ciudadano una libertad que no respeta sus creencias y sentimientos religiosos?
La democracia colapsará en una manipulación populista y maniquea si no se equilibra mediante la excelencia de la paideia, de una educación donde el ágora es un espacio abierto a todos, incluidos los católicos. Lejos de una educación subordinada a la política de gobernantes acéfalos que nunca fueron elegidos por el pueblo, cualquier pacto político exige la dependencia al respeto del carácter público de las creencias y las tradiciones religiosas, sin ignorar ni cancelar la necesidad de las personas de una relación religiosa que las vincula mucho más profundamente de lo que puedan hacerlo las interesadas alianzas de los políticos. La democracia también es obra del pueblo, y no sólo de políticos que «toman por asalto el cielo». La libertad se define como la capacidad de que los ciudadanos escojan su vida sin ser violentados por los demás. La religión encarna un master discourse, una realidad radical incapaz de someterse a dominación alguna ni a proyectos políticos secularistas donde vivir juntos no implique una paz real sino un mero estado de guerra suspendido.
Dostoievski señalaba los límites con que ha de tropezar la rebelión del hombre autónomo, pensaba que la naturaleza del hombre no soporta la blasfemia contra Dios y oraba siempre infligiéndose un castigo por ella. Sin la posibilidad real de remitir a nuestros gobernantes a maestros tan sublimes, sí que estamos en condiciones de exigir al Estado refrenar el mal y ponerse al servicio de la reconciliación y de la paz, protegiendo el respeto del ciudadano creyente, organizando una convivencia que no arroje fuera de la sociedad la religión, ni practique la violencia como disciplina habitual para unirnos unos a otros, o aspire a una falsa libertad de expresión que en ausencia de unos fines compartidos signifique legalizar la blasfemia.
Roberto Esteban Duque
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