Mis criterios para votar

Pasadas las elecciones andaluces y ante las a plazo no muy largo elecciones municipales, regionales y europeas, así como también posiblemente las generales, es indiscutible que uno de los problemas que nos tenemos que plantear es el de a quien voy a votar.

Pienso ante todo que el votar es no sólo un derecho, sino sobre todo un deber. Por ello cuando alguien se queja del Gobierno y me dice que no votó le digo que no tiene demasiado derecho a quejarse cuando su actuación tuvo bastante de irresponsable.

Como sacerdote católico español creo hay diferencia entre lo que puedo decir en la predicación, en la que tengo que atenerme estrictamente a los principios cristianos y lo que informalmente puedo decir. En este caso soy simplemente un ciudadano más y como tal puedo expresarme con total libertad, como indicar a quien en concreto voy a votar.

En mis Misas, en la oración de los fieles, con relativa frecuencia hago esta petición: «Por España, por su recristianización y unidad». Lo de la recristianización está claro y pienso que la unidad de España atañe al Bien Común y por tanto es legítimo pedirla. Cuando llegan las elecciones, mi oración es ésta: «Para que las elecciones las gane España». En cuanto a quien votar, tengo claro que mi voto como católico tiene que ir a partidos que no sean enemigos de la Iglesia y como español a partidos que sean de verdad españoles.

Mi ideal político lo tengo claro: la Declaración de Derechos Humanos de la ONU del 10 de Diciembre de 1948. Es un texto al que san Pablo VI calificó de «precioso ideal hacia el cual todos debemos tener».

Es frecuente que los Obispos afectados cuando hay unas elecciones publiquen alguna nota tratando de orientar el voto católico. Yo suelo tener muy presente la Exhortación Apostólica «Sacramentum Caritatis» del 2007 de Benedicto XVI, especialmente su número 83.

Ahí podemos leer: «Es importante notar lo que los Padres sinodales han denominado coherencia eucarística, a la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En efecto, el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe». En estas líneas se dice algo muy importante: mi fe no es algo que Dios me concede para que la guarde y no la enseñe, pues como nos dice Jesucristo: «Pues si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él» (Lc 9,26). Y es que mi fe es algo de la que debo dar testimonio sin avergonzarme y dándome cuenta además que mientras nosotros tenemos una mercancía de primerísima calidad, es decir que la vida tiene sentido y que nuestro deseo de ser eternamente feliz puede realizarse, los no creyentes, en cambio, tan solo pueden decirnos que todo termina con la muerte, y sin embargo, a pesar de la muy superior calidad de nuestro mensaje, muchas veces nos dejamos llevar por un complejo de inferioridad simplemente absurdo.

En el mismo número se nos indican como valores a defender: «el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables».

La dignidad humana, que es lo que se intenta proteger con los derechos humanos supone ante todo la defensa de la vida. En efecto, si no estoy vivo, ¿para qué quiero los derechos? Igualmente, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, supone el respeto a la diversidad sexual y el no rotundo a la ideología de género, que intenta destruir el matrimonio y la familia. La libertad de educar a los hijos, según las convicciones de los padres, supone el derecho de éstos a que sean ellos y no el Estado el educador de los hijos, abriendo así la puerta a la educación basada en el amor y cerrándola en cambio al totalitarismo. En cuanto al bien común «es el conjunto de las condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección». Son estos los valores que los católicos de acuerdo con la doctrina de la Iglesia hemos de considerar como no negociables.

Pedro Trevijano

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