Si quiero saber lo que los otros piensan de mí, hay esta receta: «Lo que tú opinas del otro, casi siempre es lo que el otro opina de ti». Quien piensa bien de los demás es fácil que los demás opinen bien de él. Jesús en una de sus bienaventuranzas nos dice: «Bienaventurados los limpios de corazón» (Mt 5,8).
Ahora bien la convivencia no es fácil y nos obliga a constantes ejercicios de paciencia. En nuestras relaciones con los demás, una de las cosas que más nos cuestan y donde más fácilmente vemos los límites ajenos es en las discusiones. En nuestro trato con los otros el diálogo es uno de los principales fundamentos de nuestra convivencia.El diálogo se compone de dos partes: escuchar y hablar. Para evitar conflictos es muy importante escucharse mutuamente, pues hoy muchos oyen, pero no escuchan ni saben escuchar. Tan o más importante es que uno trate de ayudar a los demás, como el que permita que los demás le aporten y ayuden. La comunicación perdura en el tiempo si es buena y se basa en la lealtad, lo que supone entrega sincera de sí mismo, mutua confianza y aceptación. En el famoso himno de la caridad de 1 Cor 13, San Pablo nos recuerda que el amor es paciente y no se irrita (vv. 4 y 5), y no hace muchos días un médico, hijo de otro médico me decía que su padre, cuando empezó a ejercer medicina le había dicho: «Hijo, recuerda que en cada paciente, hay una persona que sufre y detrás de él, una familia que también sufre».
El comunicarse con los demás es imprescindible para la propia vida y muy especialmente en el seno familiar y lleva consigo un compartir mucho mayor que la simple información sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Comunicarse es manifestarse como somos, mostrando nuestro mundo interior. Ya en Gén. 2,20 se nos recuerda que no es bueno que el hombre esté solo y se le procura una ayuda semejante a él y de su misma naturaleza. La comunicación debe ser una conquista permanente, tanto más cuanto que vamos evolucionando con los años. Es indiscutible que ninguno de nosotros es perfecto y que fácilmente podemos no acertar e incluso herir al otro, por lo que es importante reconocer los propios errores, procurar comportarse en el futuro de otra manera y saber pedir perdón, siendo el perdón expresión del amor. Desde luego no es buena actitud exigir que el otro cambie y yo no. Es mucho más eficaz y ayuda más a una mutua relación ser muy riguroso conmigo mismo, interrogándome sobre en qué debo yo cambiar, y ser en cambio flexible y comprensivo con el otro, reconociendo sus virtudes y valores, aunque siempre dentro de la verdad y la realidad.
En cambio, la falta de comunicación conduce a la soledad, al estrés, a la tristeza, a la depresión y a la desesperación. Una de las cosas peores que nos puede pasar es la soledad, el sentirnos solos.
Todos nosotros hemos de ser conscientes de la importancia de saber perdonar, y no sólo porque lo diga el Padre Nuestro, siendo desde luego el perdón expresión de amor. Es en la familia, donde ayudados por el afecto mutuo, aprendemos de modo especial a dar y recibir el perdón generoso. Además el perdonar nos evita que sentimientos negativos como el rencor y el odio se adueñen de nosotros y nos envenenen. Si yo fuese terrorista y me enterase que una de mis víctimas me odia, creo que me alegraría porque pensaría que aparte del mal que le he hecho físicamente he conseguido también dañarle e incluso destruirle como persona. Y no olvidemos que para pedir perdón y perdonar la Iglesia ha puesto a nuestra disposición el Sacramento de la Penitencia, sacramento que nos da la certeza que Dios nos perdona y nos da en consecuencia una gran tranquilidad y una profunda paz y alegría interior.
Pedro Trevijano, sacerdote
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