Cuando voy a Medjugorje me hospedo en el castillo de Patrick y Nancy, un matrimonio que desde hace ya bastantes años ha dedicado y consagrado su vida a la Virgen. Patrick es muy conocido allí por el testimonio de su conversión del que él culpa, en el mejor sentido de la palabra, a su madre, que rezaba todos días el rosario durante treinta y seis años por la conversión de su hijo.
La tarea de la Iglesia de ayudar a gente con problemas es inmensa. Pero me asombró saber que hay una institución ucraniana, llamada Cáliz de Misericordia, cuya tarea es ayudar a los médicos abortistas de ese país, a fin que abandonen las prácticas abortistas. Ya el año pasado me impactó bastante el saber que la que había sido mi cama iba ser ocupada esa misma noche por un médico o médica abortista.
Esta tarea se realiza en una doble dimensión: de prevención y de rescate. En mi estancia en Medjugorje coincidí con un grupo de chicos y chicas que se estaban preparando para ser médicos internistas. A éstos y a los adultos, unos días más tarde, con experiencia de abortos, se les invita a pasar unos días gratis con un día en la playa en la ida y otro en la vuelta. En medio reciben tres días de charlas sobre su profesión, insistiendo en el valor del amor y de la vida, pues la formación que reciben en su país es puramente abortista, materialista y atea.
Uno se pregunta cómo es posible que un cursillo tan corto pueda tener algún éxito. Pero la respuesta a esto está en manos de Dios y de la Virgen. Ya el año pasado me contaron que en el primer grupo que vino la jefa del grupo dijo a sus colegas: «Hoy, subiendo al monte del Vía Crucis, el más alto de los dos junto a Medjugorje, he tenido la impresión que cada vez que pisaba una piedra estábamos pisando el cráneo o los huesos de los niños que hemos matado. Me contaron también otro caso reciente: una pareja de médicos abortistas con un hijo enfermo. Ambos pararon de hacer abortos y el niño empezó a mejorar.
Este año esperaban un grupo de cuarenta y cinco personas. Algunos eran médicos ya convertidos, que vienen naturalmente a echar una mano. Se les recomienda que venga cada uno con su pareja, porque, al parecer, es más fácil la conversión de ambos que la de una persona aislada. Alguien me dijo que por cada médico que se convierte, son por lo menos mil abortos menos. Es indudable que es una intención que he tenido y sigo teniendo muy presente en mis oraciones.
Pero desgraciadamente todo esto no deja de ser una gota de agua en el inmenso genocidio del aborto. Como sacerdote, y me parece lógico dado el elevado número de abortos, es un drama que cada vez me llega con más frecuencia. Es ante todo una solución desastrosa, con gravísimos traumas psíquicos y morales, que van haciéndose mayores con el paso de los años, y que por supuesto no cura ninguna enfermedad, sino más bien las origina o agrava, al ser un acto contra el instinto natural de ser madre.
Nuestros actos son a menudo irreversibles y sus consecuencias están con frecuencia fuera de nuestro alcance. Las mujeres deben ser informadas de las secuelas y repercusiones del aborto, porque les hiere en lo más profundo del ser, destroza literalmente sus vidas, ya que matar a un hijo o a un ser humano inocente, no sólo significa la muerte de éste, sino que conlleva un sentimiento de culpa, por lo que sufren graves depresiones, autorreproches, remordimientos, insomnio, pesadillas y trastornos de conducta como la promiscuidad o el alcoholismo, quedando con frecuencia marcadas con un síndrome postaborto, que se presenta antes o después a lo largo de la vida, independientemente de ideologías o creencias, y se expresa con problemas graves de personalidad, inestabilidad emocional, agresividad contra el médico que les ha inducido y a quien no quieren volver a ver, o contra el marido o compañero con un número muy elevado de separaciones y divorcios, pues se quejan, en la inmensa mayoría de los casos con razón, de no haber recibido información veraz y completa acerca de las consecuencias físicas, y sobre todo psicológicas, que ese aborto tendría para ellas el resto de sus vidas, y es que es más fácil sacar al niño del seno de su madre que de su pensamiento. Es obvio que casi toda mujer que aborta queda profundamente afectada por ello, aunque no quiera o no pueda reconocerlo. Desde el punto de vista de la mujer, el aborto es un acto que va totalmente en contra de sus instintos más profundos, y es que el problema no es ser madre o no serlo, sino ser madre de un hijo vivo o de un hijo muerto.
Tener un bebé nunca, nunca, será tan duro a la larga como tomar la decisión de no tenerlo, no curando el tiempo el problema, sino por el contrario, agravándolo, pues a medida que pasan los años, el aborto se hace cada vez más presente. Por todo ello, es muy importante no sólo el perdón sacramental, sino perdonarse a sí misma, pedir perdón al hijo o hijos que han matado y perdonar también, como nos enseña el Padre Nuestro, a las personas que le han inducido a él.
Pedro Trevijano
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