Cinco mártires de la Guerra Civil nacieron un 7 de abril: un hospitalario colombiano, un sacerdote secular ilerdense, una adoratriz cántabra, un agustino asturiano y otro burgalés. Además de resumir como de costumbre sus vidas, les ofrezco 11 vídeos con entrevistas y charlas de las Segundas Jornadas Martiriales de Barbastro, celebradas en la capital del Somontano del 3 al 5 de abril.
Los primeros beatos colombianos
Luis Arturo Ayala Niño (hermano Arturo), de 27 años y natural de Paipa (Boyacá, Colombia), era profeso de la orden hospitalaria de los hermanos de San Juan de Dios (hospitalarios) en Ciempozuelos (Madrid), fue asesinado en Barcelona el 9 de agosto de 1936 y beatificado en 1992. Desde 1997, tiene dedicada una parroquia en su localidad natal. Como sucede para el caso de Uruguay y Cuba, Ayala y sus seis compañeros mártires son a la vez los primeros beatos de su país. En el artículo del 13 de febrero está la historia resumida y foto de uno de ellos (el hermano Melquiades).
Los hospitalarios colombianos llevaban dos años en España cuando fueron detenidos el 7 de agosto por los revolucionarios en su asilo de Ciempozuelos. El embajador colombiano pidió al gobierno español que dejara salir a sus compatriotas, y les expidió sendos pasaportes y brazaletes tricolores para cada uno. El capellán de las clarisas de Madrid les pagó los billetes de tren para Barcelona, pero los milicianos marcaron los billetes de forma que los capturaran de camino o en la ciudad condal, donde fueron fusilados nada más llegar. Así lo relataría el cónsul colombiano en Barcelona:
“Este horrible suceso es el recuerdo más doloroso de mi vida. Aquellos siete religiosos no se dedicaban sino al servicio de caridad con los más necesitados. El día 7 de agosto me llamó el embajador de Madrid (Dr. Uribe Echeverrry) para comentarme que viajaban con un pasaporte suyo en un tren y para rogarme que fuera a la estación a recibirlos y que los tratara de la mejor manera posible. Yo ya tenía hasta 60 refugiados católicos en mi consulado, pero estaba resuelto a ayudarles todo lo mejor que fuera posible. Fui varias veces a la estación del tren pero nadie me daba razón de su llegada. Al fin un hombre me dijo: ¿Usted es el cónsul de Colombia? Pues en la cárcel hay siete paisanos suyos”.
En la cárcel dijeron al cónsul que “no podía verlos si no llevaba una recomendación de la FAI (Federación Anarquista Ibérica). Me fui a conseguirla, pero luego me dijeron que no los podían soltar porque llevaban pasaportes falsos. Les dije que el embajador colombiano en persona les había dado los pasaportes. Luego añadieron que no podían ponerlos en libertad porque la cédula de alguno de ellos estaba muy borrosa (excusas todas injustas y mentirosas, para poder ejecutar su crimen. La única causa para matarlos era que pertenecían a la religión católica). Cada vez me decían venga mañana. Al fin una mañana me dijeron: Fueron llevados al Hospital Clínico. Comprendí entonces que los habían asesinado. Fue el 9 de agosto de 1936.
Aterrado, lleno de cólera y de dolor exigí entonces que me llevaran a la morgue o depósito de cadáveres, para identificar a mis compatriotas sacrificados. En el sótano encontré más de 120 cadáveres, amontonados uno sobre el otro en el estado más impresionante que se pueda imaginar. Rostros trágicos. Manos crispadas. Vestidos deshechos. Era la macabra cosecha que los comunistas habían recogido ese día.
Me acerqué y con la ayuda de un empleado fui buscando a mis siete paisanos entre aquel montón de cadáveres. Es inimaginable lo horrible que es un oficio así. Pero con paciencia fui buscando papeles y documentos hasta que logré identificar a cada uno de los siete muertos. No puedo decir la impresión de pavor y de indignación que experimenté en presencia de este espectáculo. Los ojos estaban desorbitados. Los rostros sangrantes. Los cuerpos mutilados, desfigurados, impresionantes. Por un rato los contemplé en silencio y me puse a pensar hasta qué horrores de crueldad llega la fiera humana cuando pierde la fe y ataca a sus hermanos por el solo hecho de que aquellos pertenecen a la santa religión.
Redacté una carta de protesta y al envié a las autoridades civiles. Después el gobierno colombiano protestó también, pero tímidamente, por temor a disgustar aquel gobierno de extrema izquierda”. Entremedias hubo otra protesta, la del cuerpo diplomático acreditado en Madrid, según relataría su decano, el embajador de Chile, Aurelio Núñez Morgado, en su libro Los sucesos de España vistos por un diplomático (Buenos Aires, 1941, páginas 199-200), quien precisa además que el embajador identificó a los religiosos ante los milicianos supuestamente antes de partir el tren: “Después de albergarles en la Legación, el canciller les acompañó a la estación del ferrocarril para dirigirles a Barcelona. En el tren se presentaron algunos milicianos a indagar si había algún viajero para Barcelona procedente de Ciempozuelos, a lo que contestó afirmativamente el canciller, presentándoles a los siete hermanos de San José, que vestían de seglares.” Después de la aparición de los cadáveres, “las autoridades de Barcelona manifestaron al Cónsul General que no podían garantizar su vida y dicho funcionario hubo de salir precipitadamente”. En la primera reunión del cuerpo diplomático posterior a los hechos, el representante argentino propuso “solidarizarse con Colombia”. El Embajador chileno pidió “el acuerdo unánime para declarar la reprobación enérgica que les merece semejante crimen y así expresarlo al Gobierno. Por acuerdo unánime se aprueba la moción del decano en que se solidariza el Cuerpo Diplomático con el representante de Colombia y se envía una nota al Ministerio de Estado en tal sentido”.
Los nombres y edades de estos religiosos colombianos eran: Alfonso Antonio Ramírez Salazar (hermano Eugenio), de 22 años; Luis Modesto Páez Perdomo (hermano Gaspar), de 23; Juan José Velásquez Peláez (Juan Bautista), el hermano Arturo y Ramón Ramírez Zuloaga (Melquíades), de 27; Rubén López Aguilar, de 28; y Gabriel Maya Gutiérrez (hermano Esteban), de 29.
Si algún daño ha de venir, que caiga sobre mis hombros
Antoni Prenafeta Soler, sacerdote de 62 años, oriundo de El Vilosell (Lleida) y párroco de San Francisco de Tarragona, fue uno de los presos del barco Río Segre asesinados el 25 de agosto de 1936 en Valls, cuyas calles recorrieron cantando el himno Amunt, germans. Fue beatificado en 2013.
Sacerdote desde 1900, era además profesor del Seminario. El 22 de julio de 1936 fue a refugiarse en casa de Ramon Magarolas (Rambla Vella, 55, 2 º). El día 25 hubo un registro en la casa y dijeron que él era un tío de la señora, sin que él se enterara. Cuando lo supo, al día siguiente, de madrugada, fue al Ayuntamiento a presentarse, pero por el camino se encontró con un vecino revolucionario, que le dijo que no hacía falta, que ya le irían a buscar. Al volver, se reunió la familia ante un cuadro de la Virgen del Claustro y, arrodillados todos con los brazos en cruz, rezaron la oración Oh Virgen y Madre de Dios, y al llegar a las palabras “Madre ahí tienes a tu hijo” el sacerdote cambió el texto y dijo: “Madre aquí tenéis a vuestros hijos, y os pido que si algún daño ha de venir en esta familia que tan generosamente ha acogido a este indigno sacerdote, haz que caiga sobre mis hombros. Os ofrezco, Señora, mi parroquia, y obtenme finalmente la gracia de que, si no he sabido ser un buen sacerdote, sea un buen mártir. En ti, Madre mía dulcísima, he puesto mi confianza”. Llamaron a la puerta y eran los revolucionarios que preguntaban por el cura de San Francisco, a lo que contestó: “¡Yo soy!” Lo condujeron al comité y luego al barco prisión Cabo Cullera, y de ahí al Río Segre.
María Dolores (de la Santísima Trinidad) Hernández Santorcuato, de 25 años y natural de Castrourdiales (Cantabria), fue una de las 23 adoratrices del Santísimo Sacramento asesinadas en Vicálvaro el 10 de noviembre de 1936.
Melchor Martínez Antuña, sacerdote agustino de 47 años, natural de San Juan de Arenas (Asturias), fue asesinado en Paracuellos de Jarama el 30 de noviembre de 1936.
El también sacerdote agustino Epifanio Gómez Álvaro, de 62 años y natural de Lerma (Burgos), fue ahogado el 22 de diciembre de 1936 y su cuerpo apareció en las playas de La Vendée (Francia). Como Melchor M. Antuña, fue beatificado en 2007 (ver artículo del aniversario).
Más sobre los 1.523 mártires beatificados, en “Holocausto católico “.
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