Hace ya muchos años, estudiante universitario, me planteé si existía alguna posibilidad de compatibilizar, siquiera en parte, la doctrina católica con el pensamiento marxista, el materialismo histórico, una ideología y praxis política que parte de la no existencia de Dios, niega al hombre, en consecuencia, toda dimensión trascendente, le reduce a la condición de mero factor de producción, magnifica el poder del Estado, y arrebata a la persona su libertad y dignidad. Además, afirma que la verdad no existe, es el resultado de un mero acuerdo social, cambiante en consecuencia, que, además, puede ser alcanzada mediante una simple repetición de una mentira que, por otra parte, es una arma revolucionaria. Y alguna otra afirmación con la que no quiero aburrir a mis lectores.
Naturalmente, llegué entonces a la conclusión de que es imposible toda confusión condescendencia, aproximación, clemente suavización de nuestras propias convicciones y, sobre todo, ni la más remota identificación, siquiera en aspectos parciales. Si los fundamentos doctrinales son antagónicos, ninguno de las conclusiones que de ellos se deriven pueden tener notas similares. Lo máximo que es posible, siempre deseable, es una pacífica coexistencia sin perder de vista los fundamentos, medios y objetivos del antagonista.
Las firmes convicciones no eximen, requieren más bien, de una periódica actualización, oportuna reafirmación y, si es preciso, matización. Y, probablemente por casualidad, me planteé una revisión de mis ideas en esta materia. Para seguir un camino intelectualmente seguro, he considerado que el Magisterio solemne de la Iglesia era la mejor guía; y he sentido la necesidad de compartirlo con mis pacientes lectores a quienes no fatigaré con mis opiniones, simples opiniones, sino con afirmaciones pontificias, fragmentos de textos de máxima autoridad, que no por fragmentarios pueden ser considerados «sacados de contexto».
Pio XI dedica a esta cuestión su Encíclica Divini Redemptoris, sobre el comunismo ateo, de 19 de marzo de 1937; recoge enseñanzas de algunos de sus predecesores. En primer lugar, recuerda las palabras de Pío IX, contenidas en su encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846; al denunciar los errores contemporáneos, se había referido a aquél como la doctrina, totalmente contraria al derecho natural, del llamado comunismo; doctrina que, si se admitiera, llevaría a la radical subversión de los derechos, bienes y propiedades de todos y aún de la misma sociedad humana; y la inclusión de esta ideología, junto a otros condenables errores de la época, en el Syllabus, c. IV, de diciembre de 1864. Recoge también la enseñanza de León XIII, que, en la encíclica Quod apostolici numeris de 28 de diciembre de1878, definió al comunismo como mortal enfermedad que se infiltra por las articulaciones más íntimas de la sociedad humana, poniéndola en peligro de muerte.
Recuerda también Pío XI documentos de su propio pontificado, su alocución Nostis qua, de 18 de diciembre de 1924, condenando el comunismo, y las encíclicas Miserentissimus Redemptor, de 8 de mayo de 1928, Qudragesimo anno, de 15 de mayo de 1931, Caritate Christi, de 3 de mayo de 1932, Acerba animi, de 29 de septiembre de 1932, y Dilectissima Nobis, de 3 de junio de 1933, que contienen protestas contra las persecuciones desencadenadas en Rusia, Méjico y España, y otras alocuciones como las pronunciadas en la inauguración de la Exposición Mundial de la prensa Católica (12 de mayo de 1936), o el discursos a los españoles prófugos de la guerra civil, el 14 de septiembre de 1936.
Pese a ello, entiende el Pontífice, se hace preciso un nuevo documento íntegramente dedicado a este asunto. Denuncia que un seudo ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad en el trabajo satura toda su doctrina y toda su actividad con un cierto misticismo falso … Más aún: se hace alarde de este seudo ideal, como si hubiera sido el iniciador de un progreso económico, progreso que, si en algunas regiones es real, se explica por otras causas muy distintas…
Refiriéndose al marxismo, afirma que en esta doctrina no queda lugar ninguno para la idea de Dios, no existe diferencia entre el espíritu y la materia ni entre el cuerpo y el alma: no existe una vida del alma posterior a la muerte, ni hay, por consiguiente, esperanza alguna en una vida futura. Describe el Pontífice los daños que esta ideología causa al hombre y a la familia, a la sociedad en general.
Todo ello le lleva a concluir que se trata de un sistema lleno de errores y sofismas, contrario a la razón y a la revelación divina; un sistema subversivo del orden social, porque destruye las bases fundamentales de éste; un sistema desconocedor del verdadero origen, de la verdadera naturaleza y del verdadero fin del Estado; un sistema, finalmente, que niega los derechos, la dignidad y la libertad de la persona humana.
Al hablar de sus realizaciones en la época, describe los dolorosos efectos en Rusia y Méjico y, en particular, con tonos desgarradores, las terribles violencias cometidas en España. Expone Pío XI la correcta doctrina de la Iglesia e insta a la renovación de la vida cristiana y a la acción evangélica de diversas organizaciones, al tiempo que invoca la enseñanza social de su predecesor, León XIII en su encíclica Rerum Novarum, de 15 de mayo de 1891, y su propia enseñanza en la ya mencionada Quadragesimo anno.
Pío XII dedicó su encíclica Ad Apostoluoum Principis sepulcrum, de 29 de junio de 1958, sobre la situación de los católicos chinos. Juan XXIII promulgó la encíclica Mater et Magistra, de 15 de mayo de 1961, magnífica visión de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana, en que reitera lo promulgado por sus antecesores, de acuerdo con las nuevas realidades de una nueva época.
Y ambos pontífices se han referido al comunismo en otros escritos y alocuciones y han lanzado severas penas contra quienes militan en partidos de esta ideología, colaboran con ellos o difunden sus ideas, en sendos decretos del Santo Oficio de 1949 y 1959, respectivamente. Por su parte, Pablo VI, en su encíclica Ecclesiam suam, de 6 de agosto de 1964, al analizar los obstáculos que se oponen a un diálogo de la Iglesia con todos los hombres, expone las razones que han movido a sus predecesores y a él mismo a condenar los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia, sistemas identificados frecuentemente con regímenes económicos, sociales y políticos, y entre ellos especialmente el comunismo ateo. Pudiera decirse que su condena no nace de nuestra parte; es el sistema mismo y los regímenes que lo personifican los que crean contra nosotros una radical oposición de ideas y opresión de hechos. Nuestra reprobación es en realidad, un lamento de víctimas más bien que una sentencia de jueces.
El Concilio Vaticano II, en su constitución Gaudium et Spes, renueva dichas condenas; aunque no remenciona literalmente al comunismo, tanto los términos utilizados como los fundamentos doctrinales invocados no dejan lugar a dudas sobre la ideología objeto de condena (Vid. José Miguel Arráiz, «El concilio Vaticano II y su condena al comunismo», en Infocatólica).
Inacabables serían las citas de documentos de Juan Pablo II. Es preciso mencionar, claro está su encíclica Centesimus annus, de 1 de mayo de 1991, en el centenario de la Rerum novarum. La extraordinaria clarividencia del santo Pontífice hace un completo recuerdo de la doctrina de sus predecesores, que requiere una lectura íntegra del documento. Podría citar un fragmento concreto? Es difícil; a título de muestra, éste: … el marxismo acaba afirmando así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficacia económica.
Y añade más adelante: La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el estado.
Benedicto XVI, en fin, dedicó, en varias de sus intervenciones, palabras meridianamente claras al comunismo. Por ejemplo las pronunciadas en la Capilla Sixtina ante el presidente de la República Federal de Alemania, Horst Kohler, en el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, al que calificó como una frontera de muerte que durante muchos años dividió nuestra patria y separó por la fuerza a hombres familias, vecinos y amigos. Dijo, entre otras cosas: En la dictadura comunista no había acción que fuese considerada mala o inmoral. Lo que servía a los objetivos del partido era bueno, por más inhumano que pudiera ser.
Es apenas un breve recorrido por una doctrina nítida y reiteradamente expuesta que, en mi opinión, no deja hilos sueltos o argumentos discutibles que permitan, dentro de la ortodoxia, una interpretación más suave. Y ello me permite ratificarme plenamente en convicciones que me acompañan desde hace muchos años. Eso creo.
Vicente Ángel Álvarez Palenzuela.
Catedrático de Historia Medieval
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